jueves, 5 de noviembre de 2015

Román y el pulpo



En el suelo destacaba un arco iris; un haz de luz atravesaba del cristal de la puerta.

-A ver, si es tan amable, cierre.

Santi estaba parado delante del espectáculo cromático que formaba el sol en el suelo. Al levantar la cabeza la vio y pensó que era hermosa, y sintió que con ella hubiera sido feliz y que podría acostumbrarse a vivir con una mujer que huele a pan y a  mantequilla, a azúcar tostada y a canela.

Se llevó un bollo de crema, que ella cogió con cuidado. Ella le dijo el precio con una sonrisa. Pagó y recibió el cambio. Salió saltando por encima del rayo de sol.

Judit le vio saltar y pensó en Román y en su alegría, en cómo la cogía de la mano para que ella saltara. Román entonces estaba fuerte y hablaba como un ser iluminado y enciclopédico. Su mente era tan rápida que apenas podía hablar despacio y las palabras le salían dando acelerones de la boca grande y sonriente. Román también quedaba fascinado ante la luz descompuesta en colores, y miraba a Rosa, la pescadera, con ojos de tiburón miope, y la requebraba de una manera enrevesada y chocante.

-La deseo desaforadamente, desesperadamente, lujuriosamente, Rosa.

Rosa reía y ponía su todo su ingenio para salir del trance.

-No es buen tiempo para el pulpo, no…

Román murió un día a las tres y media, después de ver los deportes, y desde entonces nadie ronda a Rosa. A Román no le importaba que Rosa oliese a pescado, ni que llevase la pechera del delantal llena de salpicaduras de tinta de calamar y tripas de caballa. Román la poseería de acuerdo con su propia idea del amor romántico, estaba convencido de que ocurriría, como convencido estaba de su propia muerte.

-Claudique Rosa, que me queda poco y casco en breve.

Rosa reía con ganas al escucharle, pero cuando lo recuerda, no puede.

El día que murió Román, Judit se murió un poco también, y se quedó crucificada como esos pulpos que secaba su tío cuando venía de Tabarca, y que eran un manjar, porque sabían a mar solamente. El pulpo secándose al sol, partido con la navaja, era el preludio de un almuerzo en el que nadie podía excusarse. Román y ella rayaban tomates, quitándoles antes el ácido y las semillas. Partían después una cebolla que crujían en un plato con un polvo de sal que después enjuagaban en el lebrillo. La cebolla y el tomate, regados con suficiente aceite hacían de lecho al pulpo y a unas aceitunas negras de Aragón. Judit nunca volvió a comer aceitunas negras, ni probó más el pulpo seco. Sí que conservó la costumbre de tostar el pan y después aplastarlo para verter el aceite gota a gota, tal como él le enseñó, como lágrimas.



Santi ha visto a los pescadores en la playa. Uno de ellos exhibe un pulpo seco. El pulpo se ha reducido a la tercera parte de su volumen original. Santi quisiera poder acercarse a ellos y tocarlo, incluso problarlo, si le dejaran. Santi, después de haber visto la luz colorida en el suelo del horno, una vez que la panadera le ha vendido un bollo y le ha dado el cambio llevándole a la nariz unos toques de vainilla, se siente preparado para enrolarse en un barco de pesca. Tal vez entonces fuera libre y feliz, sin todos los sinsabores pequeños, sin esa mujer que le acompaña y que se ha vuelto una desconocida,  esa mujer que lee su anhelo sin preguntar nada. Ana, esa mujer, se ha sentado callada  a mirar las olas mientras él compraba algo para comer. A Santi le ha recibido con un gesto amable la panadera que él imagina solícita y golosa. Se ha quedado grabada en su piel de manera enfermiza y al pensar en ella apenas puede respirar. Durante muchos días, Judit vagó por los laberintos de la mente de Santi. Siempre le han dicho que no sabe lo que quiere, y hoy, ya lo sabe: quiere que su vida sean bollos de canela y costillas, milhojas y tarta de Santiago. Quiere que Ana desaparezca y que él sea deseado por Judit como Rosa lo fue por Román. Aunque Rosa, a quien deseaba en realidad era a Ana, y Ana a Rosa. Ambas estaban esperando el día en que Santi se fugara con la panadera, aunque iba a estar algo difícil, porque Judit estaba amojamada y triste como el pulpo de la playa desde que Román se murió, sin que nadie le tomara en serio, a la edad de treinta años.

4 comentarios:

  1. Pardiéz!!! que bien escribes, condenada. Un abrazo de pulpo no seco y oliendo a pan tostado con aceite y algo de canela.

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    1. Y en días como hoy, con Tabarca al fondo, que parece que puedes cogerla con la mano. Un abrazo <8>

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