lunes, 6 de febrero de 2017

Mirko


Mirko, asesino ocasional,  sale de una portería con la cabeza gacha, puesta la capucha, con paso firme. Le sudan las manos. En una de ella lleva una navaja que hundirá en el cuello de un desgraciado, quizá tanto como él, aunque eso ya da igual. No quiso saber nada de él y tampoco le dejará que le vea la cara, esto es sólo trabajo. Un trabajo es un trabajo, nada más. Mientras camina ve a lo lejos el puente sobre la carretera donde miles de luces la dotan de vida. Pudiera ser un puente sobre un río y pudieran estar los hombres hablando sentados sin prisa, viendo pasar el agua. Si fuera aquel río suyo, aquel puente, se lanzaría desde lo alto a la poza, para que el agua fría desentumeciera su corazón de campesino sin tierra, y correría entre las cañas para que las mujeres se rieran con picardía al verle con los calzones mojados, pegados a la piel. Buscaría a Ana entre ellas, la miraría con la luna brillando sobre el pelo, le daría un beso y saldría corriendo tan feliz que creería morir al verla llevarse la mano a la mejilla, fingiendo un enfado que no era más que la espera de otro beso, de otra noche con la luna sobre el río, su río. Quisiera mirar y descubrir al final de la vía las lomas donde aprendió a correr, alfombradas de verde de forraje, salpicadas de reses sanas y felices que pastaban con parsimonia. Allí le enseñaron a ordeñar las ubres calientes de las vacas que giraban levemente la cabeza cuando estiraba demasiado; el sabor de la leche le llega a la boca mezclado con azúcar, que su madre echaba generosamente mientras removía la masa del pastel. “Ven corderito”, le decía, y él corría a acostarse sobre su pecho con la oreja pegada al esternón para escuchar su corazón latiendo sin cesar... Le hubiera agradado a Mirko ver aunque fuera por última vez las mieses, el carbón saliendo de la tierra en las vagonetas, los hombres tiznados, hercúleos y alegres duchándose, hablando de lo que harán cuando lleguen a casa y encuentren a sus novias, mujeres, a sus hijos...  Mirko quiere llorar cuando piensa que lo que más desea ahora es poder tocar un tronco recién aserrado, cogerlo con un gancho, echarlo al río para que se lo lleve, curso abajo, donde está su casa de contraventanas de madera, su casa de alero rojizo y dos robles en la puerta, uno por cada uno de sus abuelos, fuertes como los árboles que fueron plantados por ellos mismos. “Sé como el árbol, Mirko, crece derecho mirando a Dios” No podría volver nunca, nunca, la guerra le había robado el alma, ahora estaba perdido entre asfalto y alimañas. Quiso Mirko recordar cómo olía el aire entonces, cuando las vacas del vecino se metían en su casa y su hija le sonreía mientras las sacaba, y ya no pudo recordarlo apenas, y el olvido sombreó su mirada azulenca, tornando al muchacho en extranjero, al extranjero en matarife y al matarife -aunque aún no lo sabía- en un muchacho perdido que sólo quería volver a casa, a sentarse a llorar bajo del roble como cuando Ana se vino a Madrid a trabajar de camarera con su prima, aunque en realidad vino a que  le robaran el alma, como él iba a robar la vida de aquel hombre que está echando la basura en zapatillas, y cuyo delito era pedir un dinero prestado para las máquinas. 
Mirko cruzó deprisa la calle, para salirle al encuentro en la esquina, cuando vio salir unos piececillos al portal. El desgraciado tenía un hijo al que querer, así que aunque no podía dejar de matarle, no sería hoy. La clemencia de estas horas le acercaba al roble, a Ana, a casa. 
El matarife vuelve a ser niño un instante. Tal vez mañana busque a Ana. Si encuentra a Ana se irán. Mañana, sí. Mañana.

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