lunes, 29 de enero de 2018

Cuentas pendientes

Las camareras de pisos. Los estibadores. Los empleados de Avanza en Madrid. ¡Los del Circo Mundial! Los vigilantes del metro. Los de Alcoa. Los de Coca Cola. Los de Opel. Los del 112. Los de ayuda domiciliaria de las Rozas. Los del Instituto Cervantes de Brasil. Los falsos autónomos. Los funcionarios de Justicia de Galicia. Los de prisiones. Los empleados de las cafeterías de los aeropuertos. Los de Nestlé. Los trabajadores de hostelería. Los empleados de seguridad de Barajas. Los de Eulen. Los sanitarios. Los educadores. 
Muchos más que olvido  o no conozco.
Muchos que no saben que pueden plantarse. Muchos que no pueden hacerlo.
Los que no pueden ni pleitear, porque no les queda un ápice de energía y un euro en la cartera.
Las mujeres, rumbo al día 8.
Y junto a todos ellos el desarrollo. Los colegios que se inundan. Los hospitales que se vendieron. La subida (vertiginosa) de las pensiones. La prosperidad. La modernidad. Las reformas. La desinformación. La propaganda. La poca agitación. La alienación. El aborregamiento. La esperanza. Las cajas de resistencia. Las preguntas de los hijos. Los silencios de los padres. Las historias de los abuelos. Los dependientes. Los enfermos mentales. Los enfermos no rentables. Los ciudadanos no rentables. Los ciudadanos invisibles. La hucha (rota) de las pensiones. Los trenes que pasan (de largo) una y otra vez. El tren del inglés. El de la edad. El del género. El de la clase, que es el peor, porque ese condiciona de los ancestros a los descendientes sin dejar uno. Las lecturas. Las discusiones. Las metodologías. Las soluciones. Los catecismos. Las cucañas. Las estructuras y los credos. Los repartidores de carnets. Las purezas ideológicas. Los cainismos.
Las quimeras.
Los conceptos narcóticos. Los mantras domesticadores. Las zonas de confort.
Las tristezas.
Las rebeldías.


Y la sed. Siempre la sed.

lunes, 15 de enero de 2018

Remigio


Mientras se escondían entre los matojos, pudieron ver con nitidez a Mariano el de Melica dar un culatazo con la carabina en las costillas a Remigio, que se encogió un instante, rechinando un poco los dientes. Así quedó el sonido en los oídos de los testigos junto con el canto del grillo, las ramas quebrantadas por los pasos, la brisa acariciante y las respiraciones de los hombres, unas agitadas, otra trabajosa. Remigio llevaba dando tumbos cerca de dos días, entre que le echaron al coche, le llevaron al cuartel y le pidieron la lista con insistencia. Lo peor es que no había lista, aunque empezó pronto a sospechar que la verdad era lo menos importante. Lo dijo entre paliza y paliza de la noche anterior, antes y después de las patadas, antes y después de los cubos de agua, de caer como un fardo y levantarse y perder el norte un par de veces. Sin posibilidad de solucionar el trance le llevaron entre tres, empujándole por el camino, uno de cada brazo, otro pinchándole con la boca de un fusil para que caminase más deprisa, en un empeño nacido de la violencia absurda que llevaba a los verdugos en volandas desde hacía un par de  semanas.
La noche estaba fresca y tras los romeros estaban los Pericos, paralizados por la inminencia de lo peor, eso de lo que no se hablaba, eso que todos sabían, ahora ya incuestionable, con aquel papel arrugado que Remigio dejó caer en un descuido, apresado en una de las manecillas de los chicos, cerrado el puño dentro del bolsillo del pantalón del mayor de los hermanos, reprimiendo un grito que se instaló en su garganta para siempre, y que no le dejaba beber agua cuando recordaba el trance.
Apenas un fogonazo y tras él todo devino en una sucesión de actos engranados por una costumbre recién nacida: unas palabras, unas paladas, los esfuerzos, la huída. Disciplina. Orden. Eficacia. Se hizo un silencio cortante cuando Remigio quedó en el agujero, apenas tapado con tierra, esa tierra roja y suelta que ansiaba el agua del arroyo.  No hay nada  que hacer aquí, dice un chico con la cabeza, y el otro le sigue a casa, sin apetito y sin prisa. Sin ganas de decir nada.
Después de una noche de cien horas, la mujer está donde quedó al verle salir. Sobre el delantal de cuadros, Perico dejó caer una caligrafía elegante:


                                                                 “Cuánto te quise, Lola”


Lola le puso la mano en la cara.
-Qué pena que crezcan los niños…


lunes, 8 de enero de 2018

Tirar la llave

La madre de Diana Quer nos desarma con su deseo: que esto sirva para algo. Ella, que lo ha perdido todo, quiere sacar algo bueno de lo horrendo. Así de grande es la naturaleza humana.

Cómo luchar contra esto, nos preguntamos, y se nos plantea un panorama árido. Se impone la reflexión higiénica y necesaria sobre lo que se ha dicho y escrito sobre el tema: los medios no han dado la talla y hemos de asumir  que hay que instaurar estrategias de comunicación más éticas que ya han sido enunciadas muchas veces por expertos en el tema.  Las características del delito, la actitud del delincuente apuntan en la dirección de un depredador. Un ser que sólo quiere realizar sus deseos, que no está enfermo y cuya conducta no es una construcción cultural. Carente de empatía. Egoísta hasta la médula.
Ante la realidad, la pregunta ¿qué hacer con el más que probable culpable? Antes de responder, pasen por el hastag #sosprisiones, y lean cómo es la vida diaria de los que bregan -también- con este tipo de criminales.
Prolongar el internamiento es una opción. Siempre que hay un caso que sacude a la opinión pública, se reabre el debate por sectores favorables al endurecimiento de las sanciones. Hemos de decir que las penas privativas de libertad en nuestro país son largas, otra cosa son las sentencias, más o menos de nuestro gusto, pero las posibilidades las da el código penal, confeccionado en el parlamento por nuestros representantes. Que el internamiento se alargue casi hasta el final de la vida del preso es una opción que abunda en la idea de la defensa social y que nos protegería  de individuos como el que nos ocupa, puesto que una vez sentenciado, muy posiblemente no saldría a la calle jamás. Otro debate sería si -como ya se planteó en el caso de Reino Unido-, esta pena atenta contra los derechos humanos. Y una vez en este punto, recogiendo el espíritu del 25.2 de la constitución, nos plantearemos la pregunta del millón, ¿cuánta inversión pública estamos dispuestos a inyectar a prisiones? Hacen falta muchos recursos para mejorar las condiciones de trabajo de los que funcionarios que custodian. Hablamos de personal especializado, tratamientos y estudios que nos acerquen a la realidad de los delincuentes de todo tipo. El conocimiento nos ayudaría a detectar los casos incipientes, a encauzarlos en la medida de lo posible, lo que viene siendo más inversión en educación, más en trabajo social, más, más, más...

Aunque casos como el de Diana Quer son muy llamativos, no son ni mucho menos una mayoría en el grueso de los que generan la población penitenciaria que está en régimen de cumplimiento.Nuestra población reclusa tradicionalmente se ha nutrido de los delitos contra el patrimonio; hay un número considerable de casos vinculados a patología dual, y es frecuente escuchar la queja del colectivo de prisiones sobre falta de personal para ejercer las tareas con cierta seguridad. Tenemos una población reclusa mayor que la de esas sociedades europeas que pretendemos emular, y eso depende de nuestras leyes penales y procesales. No caigan en la simplificación de comparar cifras de otros países. Para que eso pudiera hacerse con un mínimo de rigor, habríamos de tener leyes similares, al menos, en la tipificación, y un porcentaje de denuncias similar. Tal vez, a pesar  del morbo y los medios, deberíamos pensar qué hacemos para dotar a la administración penitenciaria de recursos, qué lugar ocupa en nuestras prioridades como ciudadanos, si somos más o menos partidarios de gastarnos el dinero en intentar rehabilitar, ese es el debate. Serviría de mucho reflexionar sobre el modelo penitenciario (sanitario, educativo), los planes de futuro que tiene el gobierno para él, con pasos hacia la privatización (¿un nuevo modelo Alzira?), el tipo de profesionales que queremos tener, porque cuando alguien dice ese lacónico "tirar la llave", la llave se la queda alguien, el funcionario. Piensen.