lunes, 14 de mayo de 2018

Eliseo (5)


Se planteaba bien el día. No tenía más que escanear unos expedientes, mirarse una declaración y hablar con los de la imprenta para que mandasen material de oficina. Llevar tantos años en la empresa le permitía hacer numerosas gestiones por teléfono; cuantos trabajaban habitualmente con sus superiores le conocían. Al fin y al cabo era el pasante más viejo del mundo. En realidad no constaba como tal en ninguna parte, pero a él le gustaba considerarse así. Era un hombre sin ambición, así lo tenía asumido  desde que tenía memoria, incluso antes, con la conmiseración escrita en la cara de sus allegados. Las familias suelen dibujar sus propios esquemas de poder. Eliseo, para los suyos era un pobre hombre, sin posibilidad de sobresalir en nada, candidato a estar tutelado o dominado toda su vida. Todo eso, repetido más o menos claramente durante años, creó en el hombre una forma de ver la vida desapasionada y lenta, dando la razón a los que pensaban que no debía pelear más que por la estabilidad que le ofrecía un empleo como el que tenía, ejerciendo muy por debajo de su categoría, sin molestar a nadie, quizá la mejor razón  para perpetuarse en la firma que le acogió hace ya más de veinte años. Pocos de sus compañeros de promoción tienen su sosiego, y Eliseo siempre agradece esa ventaja de su posición. Los más veteranos invertían horas en estudiar a los nuevos,  siempre pendientes del ascenso, permanentemente amenazados por el más joven y aguerrido, envidiosos, suspicaces. Él renunció a la zozobra del oficio en una reunión en la que su superior le avanzó su futuro, siempre y cuando estuviera dispuesto a fotocopiar, traer café o tomar declaración indistintamente, sin reclamar espacios de reconocimiento, sin retos que fuesen más allá que cumplir las tareas encomendadas cada día. Las órdenes, escritas en notas sujetas con clips, aparecían como el maná cada mañana, y eran ejecutadas de manera eficaz por Eliseo, que encontraba en su nómina un estímulo suficiente para su actividad. Había visto caer muchos buenos letrados y subir muchos inútiles en guerras estériles en las que se disputaba un prestigio que nada tenía que ver con el valor, sino con el lugar que se ocupaba en un escalafón tan artificial como tramposo. No, él no estaba para esos juegos. Prefería ser un auxiliar administrativo feliz que no un juez frustrado. Por eso te dejó tu novia, dice Tere cuando saca el tema, con el único propósito de la humillación. Ella sabía que no te harías rico nunca. A veces Eliseo siente la tentación de decirle a Tere que José Antonio, su cuñado, es un trepa y un tragaldabas. Tragaldabas habla de su gula y su desmesura, de su afición por los puticlubs y los chismes que comprometen. Tragaldabas. Saborea la palabra hasta que Tere le interrumpe de manera desabrida diciéndole que está lelo. Yo lelo y tú cornuda, musita.
-¿Qué dices?
-Nada.
El compañero no sabe que Eliseo discute mentalmente con Tere mirando fijamente la impresora nueva, programada con un tóner de polvo. Ha costado más cara que otras, pero ofrece copias y copias sin errores, y la ha elegido él. Se siente orgulloso de esa pequeña conquista que le hará la vida más fácil, sin tener que esperar tanto tiempo para leer los relatos escalofriantes de los sumarios. Eliseo opina que hay sentencias que son una novela truculenta y las lee como el que ve películas gore; también hay otras, para contrastar,  que son solamente aburrimiento y desidia a partes iguales. La última en llegar al bufete -del segundo grupo- es sobre un accidente en la vía pública. Una señora cayó por un adoquín mal puesto y se rompió su muñeca de modista fina. Algo tan vulgar como una piedra que sobresale había provocado que una mujer estupenda estuviese a punto de dejar veinte años de oficio. Las cosas  que nos corroen, se dice Eliseo. A mí, las impertinencias de Tere, a la señora del adoquín, no poder enhebrar una aguja desde hacía seis meses. Seis meses, piensa Eliseo, no se sabe si eso es mucho o poco, todo depende de haciendo qué. A él no le importaría estar seis meses haciendo fotocopias, día tras día. En cambio, seis meses con Tere eran material para la tragedia. La idea de tenerla detrás y delante de él con su letanía de reproches era tan estresante, tan desagradable, que fue torciendo el gesto hasta el punto de llamar la atención de su compañero de despacho, Peláez.
-Deja de leer esas historias, que vas a tener pesadillas. Por cierto, está merodeando el lanzador, mira antes de abrir la puerta.
Peláez se refería a un caso en el que acusaban a un hombre de haber tirado por un balcón una bolsa de basura al mismo tiempo que pasaba una señora, ocasionándole un esguince cervical. Hasta aquí, casi la risa. El día que aceptaron el caso todos comentaron lo cutre del asunto, y en eso debería haber quedado, en un sucedido de esos que contaba con tanta salsa Pili, pero la señora que se convirtió en blanco tenía marido, que subió sin pensárselo a la casa desde donde cayó la bolsa y bajó al lanzador cogido del cuello tres tramos de escalera, con resultado de empate a esguinces cervicales. Las partes tuvieron a bien amenazarse de palabra, y el lanzador, además, pensó que era buena idea zarandear al jefe de Eliseo, el abogado de la primera víctima, cuando le encontró en el bar en el que estaba comiendo, a la salida del juzgado. Desde la denuncia por la agitación del letrado, no pasaba día en la que no apareciera por la puerta del bufete gritando barbaridades; era un caso de trabajo social, eso había dicho el jefe para tranquilizar a todos, y Eliseo respetaba su criterio de no entrar al trapo, aunque él veía un caso criminal inminente. Esa misma mañana, antes de subir al trabajo, después de un cortado cremoso y aromático, el sujeto en cuestión se le había acercado con aire confidencial preguntándole si trabajaba en el bufete, a lo que Eliseo contestó en una milésima de segundo que no, que él era del laboratorio de análisis clínicos de la segunda planta. Hubo en ese momento un algo de afrenta y de derrota, pues un segundo después, rindiéndose a la visión de un tatuaje con el nombre de Yoni rodeado de hojas de acanto y estampado en el antebrazo del sujeto en cuestión, subió los escalones de dos en dos. Eliseo nunca había conocido a un Yoni o al padre de un Yoni. Se ruborizó mientras corría escaleras arriba, pensando en que Tere le hubiera dicho como mínimo cagado, al ver su reacción, y hubiera invocado a su santo para que diese lecciones de hombría. José Antonio, su cuñado del alma,  que lleva un ancla en el pecho, fruto de una noche movida en el puerto de Cartagena,  hubiera sido capaz de castigarle las costillas al lanzador como clase magistral, no ya por sentido de la justicia, sino por ese código de honor que dice que un hombre no puede gritar a otro sin salir caliente del trance. Le hubiera puesto verde su cuñado viéndole mentir y correr, a punto del síncope ante la perspectiva de verse en manos del personaje. Eliseo, víctima del efecto Yoni,  llegó hasta el cuarto piso conteniendo la respiración, permaneciendo allí unos minutos, tras los cuales bajó al segundo, humillado y ofendido. Lo recordaba azorado mientras salían las copias, perfectas, una tras otra. Aquella máquina, cuyo plástico aún olía a nuevo, le reconciliaba con su amada vida normal. Eliseo cogió los folios, los grapó con precisión milimétrica y los colocó primorosamente en una carpeta.  Escuchó algo en la calle y abrió levemente el visillo. Un hombre –ese hombre- caminaba arriba y abajo por la acera de enfrente, parándose de vez en cuando a mirar hacia arriba.
……………..
-Ponme dos gildas y una caña.
Dos cañas más tarde, Eliseo pasó por la puerta del bar, camino a casa.
-Mira, el analista.
-No quiero líos aquí.
El hombre pagó y salió sin decir una palabra.
-Ese nos traerá problemas.
-Lo sé.
Susana huele los problemas de lejos. Conoce a esas personas que buscan culpables de sus desgracias, que fabulan sobre la vida de los otros, pensando que algo de ella les pertenece: el coche del otro, la casa del otro, la mujer o el trabajo del otro. En ocasiones, si nadie pone freno al desvarío, esa idea toma cuerpo, se vuelve sólida, y el objeto de la envidia empieza a percibir una hostilidad creciente, más o menos manifiesta, desgranada en pequeños actos mezquinos, en maledicencias, en acciones intrascendentes cuyo único fin es arrebatar el sosiego y la felicidad que se supone hurtada. El hombre que acaba de salir con la mirada fija en el peatón tiene una especie de misión, una entrega mística a un objetivo. Susana no quiere saber qué lleva entre manos, pero si viera al analista cara a cara le diría que se andase con ojo. No sabe uno qué puede estar pensando alguien con tan poco seso, qué puede estar ideando para poner en su sitio al hombre que nada ha hecho para merecer tanta atención y que aún debiera vivir con cierta despreocupación, aunque fueran sólo unas horas.

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