domingo, 29 de julio de 2018

Eliseo (16)


La playa es hermosa en verano, aún más cuando está amaneciendo. La playa es majestuosa, como un animal salvaje, y se muestra espléndida cada día. Matilde  aspira con fuerza el aire con olor a sal. La orilla está sembrada de algas y peces muertos; pareciera que se hubiera librado una batalla cruenta que ha acabado en un equilibrio casi artístico entre lo hermoso y lo feo. Hasta ese mújol de barriga hinchada, fétido y verdoso conserva cierta belleza. Se siente capaz de ver cada día el mar, de estar ligada a aquel cielo, de esperar el temporal y la resaca, como un ciclo natural, de esperar que las olas traigan  objetos imposibles, de buscar entre las conchas las más hermosas para hacer con ellas un colgante que tintinee en el balcón cuando haya levante. Matilde lleva ya una semana en la playa y planea establecerse allí de manera permanente. Eliseo le comenta que en invierno es triste el mar y los pueblos que lo bordean se llenan de bruma y se quedan medio desiertos cuando los veraneantes se llevan los niños y las pelotas, las verbenas y  los fuegos artificiales; que hay mucha gente que viene huyendo de la quema a urbanizaciones como la suya. Personas con un pasado inconfesable, personas sin raíces ni familia, o lo que es lo mismo, personas que no tienen nada que perder. A Matilde le parecen  argumentos débiles para retenerla en aquel piso que odia con toda su alma. Odio ese piso, Eliseo. Por mi lo quemaba entero. No hay nada allí que me retenga. Susana y Paco tienen al chico, ese chico al que no ven y que dicen que está llamado a ser el asombro del mundo. Tú tienes tu trabajo. Pilar lo mismo. Es más, tiene a Lola. Lola no lo sabe, pero está a punto de hacerse vieja, y en la próxima crisis sólo cabrán dos posibilidades: o se va Pilar o las dos se quedan solas. Ojalá acierten con su decisión. Hay que quemar las naves cada día, cada día. El piso es mi nave y yo necesito no poner más los pies en el portal.
El mar es magnífico, qué duda cabe. Parece que hay borreguitos, dice con un candor de muchacho un Eliseo muy triste, que busca dónde aparcar. Matilde sale del coche apenas frena, casi en marcha. Aquí no seré feliz, pero no me perseguirán sus cosas. Las he metido en cajas, las he mandado al almacén. Al final no vendimos nada… Hay proyectos que nacen muertos. Yo intentaba liberarme, pero no era ese el momento. Sé que pensáis que estoy medio loca, intentando una aventura a estas alturas.

-Me vas a perdonar, me voy. Hasta pronto, Matilde.

Paco espera impaciente a que salga Eliseo del coche. Hace gestos desde lejos. Interroga con tesón, pero no hay nada que contar. Se ha ido, quiere hacerse un exorcismo. Le recordamos muchas cosas, dice Paco en un suspiro. Remi está en todas partes y no podrá escapar, pero mira, cuando me llame iré a por ella, no puedo decir otra cosa. El padre de Yoni saluda. El señor Remi era  buen hombre. Sentí lo que le pasó. Dígaselo a la señora Matilde.  El padre de Yoni ha vuelto esta semana por el bufete, tiene un asunto pendiente. Se ven más de lo que él querría, y de este contacto ha nacido una familiaridad que no le agrada. Eliseo asiente con la cabeza mientras sube, escapando de la calle, hablando para sus adentros. Qué asco le dabas a Matilde.

Peláez trae grandes noticias. García se ha ido de la firma y queda una vacante. Han pensado en ti, Eliseo, para que trates con los particulares. Total, llevas en esto mil años y la gente te busca porque se te da bien. Tengo que saber las condiciones. Adelante, Eliseo, se dice pensando en Matilde. Adelante. Acepta. Será más sueldo, menos horas. Tendría que hablar con ella y contarle las novedades, pero no le hace falta. Hay un momento en el que sabemos lo que nos dirán los que nos quieren. Parece que la está oyendo. Pues claro que aceptarás. Tienes que comprarte ropa.

No sabe el hombre decir si acepta porque quiere hacerlo, si lo hace por un instinto de subir, aunque sea un poco. Si lo hace tendrá que viajar a menudo. No ha comprado un billete desde que… ya ni se acuerda. Lo mismo es incapaz de llegar a su destino y se pierde. Lo mismo es un desastre su gestión y no satisface al cliente. Mejor si renuncia enseguida, antes de que cambie lo que sea que haya de cambiar cuando a uno le ascienden. A Tere mejor no le pregunta, no quiere que confirme sus miedos, que le diga que no hay un futuro distinto al de la vieja profecía: el Eliseo solterón y decadente gana terreno cuando tiene delante un reto, que es ahora mismo decidir algo que sólo a él mismo le atañe, algo de lo que nadie está enterado. Renunciar es aceptar su falta de valor. Aceptar es un desafío que le supera. Si no aceptara, nadie se lo podría reprochar, salvo él mismo, y habría de inventar una excusa coherente para poderla utilizar llegado el caso. Ojalá no sintiera esta sensación de incomodidad. Desde que ha llegado a casa no puede desprenderse de algo muy desagradable parecido a la decepción.

-Peláez…
-Hola, Serrano.
-Que acepto.
-Lo harás bien. Hasta mañana.

No sabría decir Susana qué está haciendo Eliseo. Mira que la óptica es buena, pero no entiende para qué tanta vuelta, tanto ir y venir, tanto encender y apagar las luces. A estas horas lo suyo es insomnio, no cabe duda. Y nadie sabe en realidad por qué se espanta el sueño y por qué vuelve. Ella no puede conciliarlo ante el día de mañana, en el que –Paco aún no lo sabe- va a proponerle algo que habrá de aceptar por bien de los dos. Le mira mientras da vueltas, inmerso en un sueño dulce que domina su cuerpo, relajado, indiferente, ajeno a cualquier tensión. Paco duerme y nada ocurre fuera de su piel húmeda y tersa, casi perfecta. Susana siempre ha envidiado su tacto. Hay algo magnético en él que invita a acariciarle, pero sabe que si lo hace le despertará, así que le observa clandestinamente, durante horas en las que no ocurre nada, salvo Serrano entregado a una actividad frenética que contrasta con la quietud de la ventana de Matilde, ahora cerrada.

Susana no puede mirar hacia allá. Aunque le intriga qué ocupa la noche del pasante, no puede fijar los ojos allí sin pensar en su amiga, ahora lejos, mirando al techo. Ella sabe que  Matilde es también insomne. Lo era antes de lo de Remi, y duda que haya mejorado nada las últimas dos semanas. Tiene razón Susana. En su nuevo refugio, mira al techo Matilde, perdida en un silencio que hiere. Aunque una esté sola siempre hay alguien alrededor cuando vives rodeado de gente. Allí era diferente. Fue buscando un retiro y encontró el silencio. El mar apenas se mueve esta noche y la calma se ha apoderado de todo. No es la ciudad en la que pasa el camión de la basura, en la que los horarios de los demás imponen ritmos a la noche. Allí todo decaía con el último rayo de sol. Se veía Matilde como un animal de granja, fijos los ojos en el destello de la luz que venía de la calle. Le gustaba la idea de sabotearla, y que todo se convirtiera en una boca de lobo. Fantasea sobre la posibilidad de una población enfurecida, una masa que saquea comercios y quema contenedores de basura, enloquecida por la temperatura que hace imposible el descanso. Matilde cree que lo que ella necesita es mezclarse en un grupo salvaje y destructivo, ser parte de un conjunto de seres alienados entre los que pueda camuflarse para dar rienda suelta a su ira. Cuando estos pensamientos le asaltaban, Remi le hablaba bajito, le ponía una música suave y se la comía a besos. Remi tomaba su cabeza con las manos introduciendo los dedos en el pelo, y nada ya era tan grave. Y toda aquella cólera se disipaba lentamente hasta diluirse y desaparecer.

Con la certeza de esa solución imposible, Matilde echa mano del mueble bar del piso, perfectamente surtido tras cientos de visitantes ocasionales. Hay un licor de manzana que no tiene mal aspecto. Se sirve un chorro generoso en un vaso largo con dos cubitos de hielo. Enciende la televisión. Están poniendo un culebrón de los ochenta. La protagonista es una modelo cuya vida es un asco. Ella también llevó un bañador como ese, de un color flúor insultante, y no le sentaba mal. Beber sola es tristísimo, se dice Matilde, y tras un par de tragos pequeños, tira el líquido por el desagüe de la pileta. La modelo posa encima de un edredón de raso, casi tiene ganas de llorar al verla tan hermosa y tan desvalida. Por primera vez desde que no está Remi ha sentido algo distinto a la ira. Ha sentido miedo a naufragar entre las excusas, a hundirse entre copas y estupideces, a echarse un novio hortera que la desplume, a perder las pocas raíces que tiene. Matilde se ha sentido vulnerable y medita sentada en el borde de la bañera si tiene madera de suicida, si será difícil cortarse las venas. Si no lo hace ya terminará en una secta, así se lo cuenta muy seria, porque ahora mismo es un animalillo asustado que sólo quiere cariño, como todos los que acabaron tocando la pandereta o esperando una nave nodriza que les llevara al juicio final.

Eliseo pasa por el bar a final de la mañana. Ha quedado con Susana y Paco, dicen que quieren cerrar después de los cafés, que lo harán un mes de prueba; Susana se lo ha propuesto con muy buenos argumentos. Han hecho cuentas y es viable. Eliseo diría que ha ocurrido algo que se le escapa. Hay una paz diferente entre Paco y Susana.

-Matilde ha vuelto.

Pilar anuncia eufórica lo que todos ven. Entra Matilde con unas maletas, aún no ha pasado por  su casa. Paco va directo a la cocina mientras pregunta:

-¿Comes?
-Como.
-¿Vienes para quedarte?
-La playa es un aburrimiento. A punto estuve de jugar al póker por internet. 
-¿Me esperas y te subo los bultos?

Eliseo toma lo que queda de su café de un trago mientras Matilde coge de las manos a Pilar.

-Lo que te he dicho, Pilarcita. Que la vida es muy corta. 


domingo, 22 de julio de 2018

Eliseo (15)


La lavadora gira y gira. Es la primera vez que va a una lavandería, siempre había querido hacerlo desde que vio una película fresca y distinta sobre gente que iba a esos sitios. La colada da vueltas a una velocidad estable. Todos los movimientos continuos tienen algo hipnótico, y Eliseo, sentado en el banco que hay enfrente de su máquina, empieza a entrar en un trance espacio-temporal. Antes de hoy ha visto esa sucesión de círculos continuos, airosos, perfectos. Su madre batía los huevos así,  con precisión mecánica.  Los cascaba en el borde del lebrillo y los iba dejando resbalar poco a poco por la superficie del esmalte, ligeramente inclinado el recipiente, para facilitar la faena. Montaba unas claras blancas y untuosas con un brazo fuerte, que acunó muchos niños,  que segó trigo y arroz, que restregaba la ropa en el agua. Las manos de su madre no descansaron nunca. Hubiera quedado muy satisfecha al ver la solución que aportaban aquellas lavadoras gigantescas, pero seguramente -así se la imagina él- hubiera demostrado una cierta incomodidad, al estar sin hacer nada mientras la máquina rodaba y rodaba.

Eliseo recuerda a su madre en estos momentos. La sabiduría transmitida en susurros, generación tras generación de mujeres, tendría seguramente una solución para aquellos días inciertos. Ella le hubiera dicho qué hacer, qué decir, qué cocinar, cuándo callar, cuánto acompañar. Eliseo se siente a ratos pequeño y torpe, como un pajarillo inmaduro, y sólo ha acertado a decir a Susana que le preparase algo que hacer para aliviar a Matilde. Susana hizo unos bultos de ropa que metió en sacos de plástico y le dio instrucciones precisas: lava esto en la gasolinera. Las sábanas en la secadora, las cortinas, no. Pasa después a quedarte un rato. Le dejaré una ensalada con pollo para cenar. Por hoy no te preocupes, a ella le gustan esas cosas. Siempre ha sido muy fina para comer, una señora muy señora.
La lavadora centrifuga, acelerando poco a poco. Mueve las sábanas y las cortinas como si tal cosa. La otra vida de las sábanas y las cortinas empezaba ahora. Supone que ambas acabarán en el fondo de un armario; ya no tiene sentido volverlas a poner. Le gustaban esas cortinas, cómo se mecían, cómo filtraban la luz en su justa medida. En su casa sólo había un visillo permanentemente retirado. Tal vez era hora de cambiarlo. En su casa, hace mucho ya, hubo habitaciones con cortinas que él veía danzar en las horas muertas de la siesta. Parece que hace mil años; era esa época en la que su madre lavaba, agachada en el paso del agua, frotando con toda la inercia del cuerpo las miserias de los suyos. Tenía las rodillas redondas. Se levantaba del suelo con las marcas de las esteras que ponía debajo de ellas. Cualquier cosa servía para no estar directamente en el barro. Se maravilló cuando tuvo la primera lavadora de turbina, aquella especie de marmita de porcelana donde se metía a dormir el gato por la noche, pegado al olor de la ropa del trabajo, del jabón y de los detergentes que llegaban para maravilla de todos. Eliseo, ve y tráeme azulete. Azulete para las camisas. ¿Existirá aún? Era para unas camisas tiesas, perfectas, que planchaba sobre la mesa, con una manta debajo, mientras los demás hacían su vida. La vida de su madre transcurrió de asombro en asombro, a caballo entre dos épocas, al margen del mundo cuando su padre faltó. Así lo decía ella. Les faltó. Ya no estaba y estaba, sin embargo, en cada lugar de la casa. Su madre se quedaba sentada, al lado de la lavadora, con la mirada fija en los puntos de la porcelana. A él le parecía un pequeño firmamento interpretable. Había puntos más y menos cercanos, se podía incluso hacer figuras con ellos. Con el tiempo aquel diseño fue el del bajo del vestido de ella, que su tía llamaba alivio, si acaso la palabra menos ajustada al caso, porque igual que el bajo del vestido de su madre se fue poblando con geometrías para sacarla del negro, su memoria replicó patrones y vivencias, llenando las horas que las que él no estaba con las horas en las que él estuvo. Un día, –se ahoga Eliseo al pensarlo- ella tampoco estaba. Quedamos nosotros, dijo Tere, comunicándole un tipo de miedo desconocido. Las palabras de su hermana, protectoras y cálidas, calaron en su ánimo comunicándole una idea que se hizo fuerte durante mucho tiempo: el siguiente eres tú, Eliseo.

Viendo la colada dando vueltas sin parar, recordando aquellas frases hermosas y enigmáticas sobre el círculo y Platón que Matilde dejaba caer como si tal cosa, Eliseo metamorfosea en un ser estoico y tranquilo, al que ahora mismo le preocupa aquello que tiene un horizonte temporal de unas horas. Por eso, de vuelta al bloque 20, pasa por la panadería de Pilar y compra unos hojaldres calientes de espinacas y unas magdalenas enormes. Su madre hacía unas magdalenas doradas y altas, que invitaban a dar un mordisco en la capa de azúcar que quedaba coronando las piezas. Su madre hubiera quedado extrañada al verle, solícito y cálido, cuando él siempre había sido el más corto de la familia, auxiliando a una mujer que acaba de quedarse sola, una mujer que ella hubiera encontrado demasiado valiente, demasiado resuelta, demasiado leída. Sería difícil explicarle a su madre muchas cosas. Le gusta pensar que ella comprende sin que le explique, y que desde donde esté le escucha. Queda parado en la acera, a punto de echarse a reír al pensar qué le diría Matilde sobre su concepto algodonoso de la existencia. Queda parado y se le cae cualquier amago de alegría al asaltarle las imágenes de las últimas horas. Parece mentira, se dice, parece mentira. Es una verdad que atormenta y anula la capacidad de pensar. Es viernes o sábado, no sabe decirlo, tendría que mirar el periódico. Ha perdido la noción del tiempo. Le debían unos días y se los ha cogido sin dar muchas explicaciones. Susana mira el paquete que nadie había pedido. Son unas tonterías, para que coma lo que se le antoje. No comerá si está sola, replica la amiga. Me quedo un rato, sin problema. No quiero gente dando tumbos por mi casa, dice Matilde evitando mirar a los ojos, que a mi me gusta estar sola. Será como tú quieras, dice Eliseo Serrano, pasante y ahora amigo, colocando los pasteles en una bandeja, sirviendo un café descafeinado, removiendo incluso el azúcar. Tendría que verte Tere, dice Matilde con sorna, liada en un albornoz, con los ojos enrojecidos,  dando un trago que agradece; vaya con mi hermano el triste, que se ha quedado para poner cafés. Se yergue Matilde un poco, para que la observen los que la quieren. No miradme más, me cago en mi vida, que ya hablaré si necesito algo. Se queda Eliseo de guardia, dice Susana mientras sale. En algún momento te vas a ir, replica Matilde muy quedo. Debes hacerlo y yo, si veo que me come el miedo, te llamo para que me socorras. Me quedo esta noche y andamos, propone Eliseo. Nos vamos a caminar un rato. Matilde parece conforme hasta que una idea que no revela descompone la serenidad de su gesto. Ya lo sé, dice Eliseo. Aún no has tomado tierra.

El timbre suena una vez más. Lola se ha ido, dice Pilar mientras entra a la habitación donde le sorprende ver a Matilde en una posición imposible. Camina decidida hacia ella, pero la imagen de la mujer, profundamente dormida en un sillón, la hace retroceder. Está agotada, dice Eliseo. Lleva mucho sin dormir. Ambos la miran durante unos minutos.

-Siento lo de Lola.
-Debería habértelo dicho.
-No tenías por qué.

La cocina de Matilde es como un cuartel general. Hay pan y café. Magdalenas y valeriana. Fruta y valium. Unas tazas de té. Un poco de pan con mermelada.
Piensa Eliseo que ya han pasado tres días. Retira los restos de los platos. Los tiraría si fuesen suyos. Tiraría hasta las alfombras. Hay algo en este lugar que le suscita una aprensión desconocida, que le impulsa a limpiar y desinfectar todo. Vierte un poco de vinagre en un barreño. Echa unas gotas de detergente. Aspira el vapor penetrante que emana del líquido donde sumerge poco a poco los platos y las tazas. Tras un remojo leve, los frota con un cepillo, poco a poco. Los aclara. Los seca con un paño. Quita los restos de agua de la pileta. Abrillanta el grifo.

Matilde sigue durmiendo en el comedor desde que Remi no está. Eliseo subió con ella el primer día al piso, para que no lo hiciese sola;  la vio abandonarse en un sillón, segura ante su presencia. Ahora hay un mundo de cosas pendientes, pensó el hombre. Hay que fregar el suelo y los muebles, dice Pilar. Busca amoniaco, Eliseo, por favor… Trae fruta. Lleva esto. Dile a Paco. Necesitamos bayetas. Debe tener en los cajones.
Matilde tiene de todo en los cajones de la cocina. Tiene fotos de Remi y de ella. Fotos de un perro que tuvieron, de una casa que vendieron, de unas vacaciones pasadas. Las fotos están también entre la ropa, como escondían las abuelas los dineros, en los pliegues de las almohadas, entre las sábanas buenas.  Qué jóvenes estaban aquí, qué mierda de mundo éste. Sorprende verla colérica, encendida de pura rabia. No puedo con esta estafa. Y dice Lola que Dios. No hablo porque me enveneno. Pero qué mierda de estafa es ésta...

Reflexiona Eliseo en silencio. No cree en nada ahora mismo, no cree firmemente en nada. En Matilde, es posible. En la pluma de Susana. En el olor del pan de Pilar. En los cafés de Paco. Ahora cree también en el dolor, en un dolor desconocido hasta ahora, que tiene que ver con la impotencia que sientes al no tener nada que alivie al otro. Ese dolor le ha asaltado al ver a Matilde agotada, al ver a Pilar tan triste, pensando en Lola, seguramente, al ver a Susana, mirando a Paco. Qué dolor, Serrano, dice la vecina del primero. Que era muy buena gente, que esto es joder por joder en esta vida, que era un hombre de primera. Eliseo asiente. Le dicen cosas en voz baja. Muchos lugares comunes, muchas preguntas al aire. Él sólo responde con una sonrisa y una petición que no espera respuesta. ¿Me perdona?
Ven, Matilde, querida, es preciso que te desvistas. Matilde se deja llevar por Pilar. Tienes que ducharte y comer cada día, tienes que hacerlo sola. He mandado a Eliseo a la calle, para que nos traiga cosas. No le trates como a un chiquillo, ha sido mis pies y mis manos. Mis pies y mis manos, piensa Pilar, afligida. Nadie ha dicho eso de mí. Lola camina descalza. Donde está no gastan zapatos. Es un animal salvaje, se dice la mujer, abrumada por un sollozo que la ahoga. No necesita zapatos, no necesita a nadie. Su vida allí no vale nada, pero aquí no sirve para nada. ¿Sirve para algo la mía?

Vuelve Eliseo y se va respetando la calma. No dice ni siquiera adiós. Las bolsas en la cocina, la llave en el cenicero, la puerta con suavidad. Ya en casa, la luz  le asalta desde la calle. Escucha a Pilar de lejos y hace como que no oye nada. Quiere unos minutos a solas. Unas horas. Echar comida a Nemo y mirar un rato la tele. Pensar en estos últimos tres días, en cómo la vida llega y se va. En cómo el dolor llega y se queda. En cómo adoptamos el pesar del otro y lo hacemos nuestro. En cómo, sin esa comunión extraña, no se puede decir que estemos vivos.


domingo, 15 de julio de 2018

Eliseo (14)


Remi respira trabajoso. A veces le ocurre, dice Matilde. Pero hoy, no sé, le encuentro raro. Me ha entrado miedo. ¿Miedo tú?, dice Eliseo. Si tú eres indestructible. No te creas, no te creas, no te creas, dice Matilde bajando el tono poco a poco hasta hacerse imperceptible. No te creas.

Matilde se ha sentado junto a Remi. Bájate, Eliseo, bájate a casa, no he debido llamarte. Mañana no trabajo, dice él. Puedo quedarme un rato. Eliseo baja a casa un instante, pone una cafetera, la trae en una jarra, la sirve sin preguntar. Los sanitarios hablan poco a estas horas. Lo que usted quiera, señora. Yo me lo llevaría. Matilde desciende los escalones a unos centímetros de su hombre, espiando los vaivenes de la silla. Cuidado, se le escapa de vez en cuando. Que está muy cascado, que luego le duele el cuerpo, cuidado, cuidado…
Pasan dos horas, tres horas, cinco. Es de día. Llega gente y se va. Matilde apenas dice unas palabras, más para ella que para nadie.

-No estoy preparada, Eliseo.
-Tienes que llamar a Susana y a Paco.
-A Pili no, que viene Lola. Le va a dar una sorpresa.

Eliseo acaba de comprender quién es Lola, cuál es el secreto de Pili. Mientras intenta no aparentar su asombro, Matilde le regala una sonrisa a cambio de su ingenuidad de niño bueno. Remigio Cáceres, dice el interfono, y Matilde salta de la silla, perdiéndose por un pasillo demasiado largo.
Hace una hora que Matilde entró por la puerta cuatro. Susana y Paco llegan como llegan los que creen que llegan tarde, con la culpa escrita en la cara, azorados, tristes.

-No sé nada.

Eliseo está pensando que sobra. Ellos son sus verdaderos amigos, se dice con un poco de vergüenza. Ellos saben lo que hay que hacer ahora, si hay que llamar a alguien. No sabe si Matilde tiene familia, si en este momento ha de levantarse y desaparecer para que todos puedan hablar más libremente. La mano de Paco en el hombro le disuade en ese instante.

-Ella querrá que estés aquí.

Susana sale a la calle. La gente fuma a lo lejos, uno aquí y otro allá, cada cual con sus cuitas, trazando círculos con los pasos, sin llegar a ninguna parte. El guardia de seguridad va ahuyentando a los que salen, repitiendo sin parar la misma frase: caballero, aquí no se puede, y ahí tampoco; allá sí, donde el árbol. De un alcorque lleno de colillas brota una platanera escuálida que Susana dibuja en un cuadernito. Todo en el árbol es triste, parece como esos pinos que crecen vencidos por el levante, pero le falta fortaleza. Apenas unas pocas ramas después de una poda expeditiva, sólo unas pocas hojas coronan las ramas más altas. Parece mentira que haya un árbol tan melancólico, que el cielo esté tan vacío, que no haya ni un solo gorrión. Parece mentira que Remi esté acostado con uno de esos pijamas horribles y que Paco aún no haya hablado con Matilde. El árbol es anormalmente estático y no hay nubes en el cielo, ni hay niños, ni nadie habla. La gente fuma y da vueltas, parece un engranaje de movimiento continuo del que no sale nada, que no va a ninguna parte. Paco sale a buscar a Susana. La encuentra haciendo un boceto, sentada en un banco de hormigón. Este no se lo llevan, dice rompiendo el hielo con una risa nerviosa. Remi se va a casa, pero está muy débil, eso dice el doctor, y que le mandarán un enfermero a Matilde, para que le vea allí lo suyo. Susana levanta la vista, haciéndole una pregunta. No, no he hablado con ella. No me digas nada, mujer, ya sé que no soy buen amigo. Eres como puedes, como todos, le responde Susana al oído, antes de cogerle de la mano. A él no le faltas, porque él no está. Pero está ella, le dice entre airada y triste. No tengo el cuerpo para esto. Dale un abrazo a Matilde y acaba con este asunto.

Matilde estira el brazo con la palma extendida hacia arriba. En ella están las llaves de su casa. Eliseo, abre la puerta. Llega antes que nosotros, haz el favor, pide con un hilo de voz, con expresión aturdida. Que esté la puerta abierta cuando lleguemos. Eliseo arregla la cama con ayuda de Susana. Hay algo impúdico en estirar aquellas sábanas que no son suyas. Paco espera en el rellano. Ayuda a subir la silla. Cierra tras Remi y espera que alguien le diga algo. Se van los extraños y queda un silencio glacial. Ven aquí, dice Matilde, estrujando a Paco contra el pecho. Te echo de menos, mucho. Y echo de menos el mundo, la juventud, la vida. Nadie tiene la culpa de esto. Vosotros sois mi familia. Eliseo se escabulle hacia la puerta. Baja la voz Matilde mirando a Paco. Ayer me salvó la vida; me moría de miedo, hizo café, dice a una Susana que traga a malas penas. Es bueno no estar sola, responde la amiga. Paco y yo estamos bien, que sé que te preocupas por todo. No te creo, dice Matilde, pero agradezco la intención. Queréis que tenga paz y no puedo, porque lo que no me deja vivir es lo otro.

El timbre otra vez. Más sanitarios. Son cariñosos. Le preguntan su nombre, le hablan. Sigue estando Remi ahí, se repite Matilde. Apenas abre los ojos. No quiero que le duela nada, firmaré lo que haga falta. Míreme, me llamo Pepe. Este es mi número. Me llama usted cuando haga falta. Pepe tiene un aspecto delicado. Matilde abre mucho los ojos, incapaz de comprender por qué la ha tomado de las manos. Pepe se va por la puerta, es tan joven... Eliseo cierra con la tarjeta en la mano y habla un instante con Paco para que les hagan comida. Idos al bar, yo me quedo. Luego me escapo y me pones algo. Ahora subo un momento.

Le hace falta una ducha. Ducharse le sentará bien. Eliseo deja caer el agua sobre el cuerpo. Caliente, fría, es lo mismo. Su cuerpo tiene al fin sentido. Ha adquirido  significado al servir para algo más que para existir. Le duelen todos los músculos, rígidos, contenidos. Los siente, cada uno de ellos. Todos han sido movidos de su posición habitual, incluso su cuerpo le parece diferente. Se seca frente al espejo, ha adelgazado algo. Las camisas le quedan grandes. A Remi le venía grande el pijama. No le conoció antes de estos días confusos; sólo había tropezado a Matilde alguna vez, tampoco tantas. Es como si hubiera estado dormido, y se siente rabioso por ello. La vida había pasado, tantos años sin hacer nada, sin un objetivo claro, sin algo por lo que dar la pelea.  La imagen de Remi le atormenta, incluso siente algo similar al miedo, que no sabe lo que es, que es algo así como congoja, como ira, como angustia. Tiene unas náuseas muy insistentes. Le domina un miedo atroz a lo que ha de llegar, a no saber qué hacer con Matilde. Medio orfidal escupido al instante. Ropa cómoda. Fruta. Una mochila. Un libro. Dinero suelto. Las gafas de sol. Un reloj. Un cargador. Las llaves. Como si se fuera de viaje. Se siente como si estuviera de viaje en un lugar desconocido.

Paco le espera en la puerta. Te agradezco que te quedes. Eliseo siente pudor, no cree que nadie le tenga que agradecer nada. Desde la ventana de Matilde  se ve la ciudad, la autovía, las personas. Se ve lo mismo un poco más alto que se ve desde su casa. A los pocos minutos de llegar, Susana ya sale de su portería. Se quedó Dora en la cocina, les ha salvado la vida. Las rutinas se repiten hora a hora. El mismo autobús en la parada, las mismas personas que suben y bajan. Hay algo metódico en ese ir y venir, algo productivo y necesario. Eliseo cierra los ojos, sabe qué hay en cada lugar a fuerza de mirar y mirar por su ventana. Los días se replican sin remedio. Hoy hay mercado. Pasan señoras con carros, con capazos de los que sale algo verde. Lo ha visto miles de veces. Cada martes es así, desde que lo recuerda, y hoy es martes. La ciudad, sin embargo, había cambiado para siempre.


domingo, 8 de julio de 2018

Eliseo (13)


Pili está sentada en la cama, leyendo un correo de Lola. Sólo es una hora más tarde allí, pero las separa un mar y más de ocho mil kilómetros. “Hago aquí mucha falta; podías venir a verme. Te deben unas vacaciones, me lo has dicho mil veces…” Pili no recuerda qué le ha dicho a Lola. A veces, cuando están juntas no sabe lo que dice y no recuerda las escenas con nitidez. Sólo le vienen a la mente  imágenes sueltas, oníricas, en las que Lola se aparta el pelo de la cara, se acerca para besarla, o muerde una manzana con la mirada perdida, una manzana que ha abrillantado contra su blusa con grandes dosis de paciencia, lentamente, como si hubiera de fotografiarla después. Donde está, la prisa no tiene sentido, sólo vivir con conciencia. Así lo siente Pilar, y se desespera por ello. Ahora estará durmiendo. Lola duerme muy bien, sin removerse apenas. Pilar se levantaba sigilosa para poder verla soñar, para exprimir más los minutos. Le resulta insoportable saber que llega, saber que se va, saber que no puede retenerla. En realidad no puede retenerla nada; es Lola demasiado libre. Lo dicen las arrugas de su rostro, las canas, la risa, esas gafas que no se llevan. Pilar lo asumió hace mucho haciéndose trampa a sí misma. La convenceré. Querrá quedarse. No se irá sin mi. Me llamará cada día. Me escribirá cada dos. Vendrá cada mes. Lola ha sido muy clara dándole la oportunidad de negarse. Puedes no  venir y no pasará nada. Seremos muy buenas amigas, sabremos que hemos amado; no quiero que seas infeliz, no quiero que me reproches nada. Si me recriminas algo, me perderás al instante. Sólo quiero gente feliz, gente entera, gente contenta con sus decisiones, Pilarcita.  Pilar se enfada con ese Pilarcita que en labios de Lola suena a chiquilla ñoña y enmadrada. Ella es un poco Pilarcita, y aunque quiere decirle al mundo que es más Lola, la mata esa pena romántica de la ausencia de la piel, ese querer estar con el otro, tan cerca como sea posible, llenándose los ojos y las manos de ese amor carnal y loco que la lleva torturando desde que  Lola dijo que se iba a desarrollar un proyecto solidario para quitar un poco de dolor al mundo. Pilar se lo dice a sí misma: tanto dolor quitas como das, Lola. Y más que decirlo lo piensa, porque cree que Lola podría oírla, o sentir que esas palabras flotan entre ellas, y no lo podría soportar. Para que Lola vuelva, Pilar ha de aprender a no necesitarla tanto, que haya algo más importante, más vital, más arrollador que un amor maduro a destiempo. Esto del destiempo tampoco podría decírselo sin disgustarla de veras: Lola cree firmemente en vivir hasta el último instante con fidelidad a la vida, por lo que no hay nada que no llegue cuando le corresponde. Ve a las personas como semillas que germinan cada una cuando le toca, obedeciendo a leyes que nada tiene  que ver con las querencias. Pilar reflexiona estas cosas sin atreverse a escribir nada, observando los caracteres perfectos de la letra del ordenador. Cualquier cosa que redacta es peor que la anterior. Borra y borra. No, así no volverá Lola, se dice. Y si vuelve se irá. Y cada vez tardará más en volver. No se atreve a decirse lo que ya sabe: que Pilar no viene, pero que ella tampoco quiere ir. Cree que no sabe vivir fuera de ese barrio, de sus amigas. Es una creencia paralizante, terrorífica. Necesita el cielo que conoce, ese paisaje que es parte de ella. No hay solución esta noche, se dice mientras cierra el portátil ahogando la luz en la que faltaban las palabras mágicas. Te quiero, le escribe Lola desde otro mundo. Y yo a ti, contesta la panadera al aire, apagando la luz de la mesilla, intentando un sueño que no llega.
Paco y Eliseo han llegado a una gasolinera donde ponen un café horroroso. Aún así, van a probar. La empleada se llama Florinda. Es amable, pero el café, como era de esperar, no tiene un pase. Eliseo da el pie a Paco, le cuenta que tiene una hermana difícil a la que ha dejado el marido. Paco suspira un momento antes de contestar en  primera persona:
-Debe dar vértigo eso.
-A ella le ha hecho un favor.
Paco acaba confesando que conoce a Tere y a José Antonio y pregunta a Eliseo por Remi. Su rostro cambia, parece otro. Ya no es un hombre competente que tiene para todo una respuesta. Es un hombre herido con los ojos encarnados por la pena. A Matilde le vienes bien. Remi y yo fuimos muy amigos, pero yo no soporto verle así. No me conoce, no recuerda mi nombre. Soy cobarde con él como lo soy con Susana. Eliseo se remueve en la silla, incómodo ante la confidencia, nunca hubiera dicho que Paco es un hombre cobarde. Ella te observa por la noche. A ti y a todo el mundo. No pasa nada, hombre, ya hace tiempo que veo sus maniobras nocturnas. Un día le van a llamar la atención, porque tiene un telescopio de la NASA, y a la gente le gusta ir en calzoncillos por su casa sin que una pirada le haga una  radiografía. Se lo digo, Susanita, que nos van a venir a la puerta a decirnos de todo un día. Y ella se ríe y me dice que no hace daño a nadie, que es una cosa normal pasar el rato así si no se duerme. No sabría decir qué es lo que le ocurre. No quiere ir a un terapeuta, ni siquiera creo que le haga falta. Se pasa la vida esperando que cambie todo de golpe, como si fuese a ocurrir algo mágico. A veces compra lotería y se queda traspasada cuando ve que no nos toca. No quiero enfadarme con ella. Le gusta pintar, es buena, pero no sé si tanto como para vivir de eso.  No tengo ni idea de arte, yo sólo entiendo de menús y de cafés. Si ella se va del bar tengo que poner a alguien. No puedo y ella lo sabe. Es mayor para la universidad, tendría que hacer el acceso. Lo estuve mirando y le falta estudiar inglés y un par de cosas más, y para eso se precisa constancia. Cuesta admitir que ya no es tu tiempo, sino el de los hijos.  Le hace feliz pintar, podía pasar así horas y horas, pero estudiar y examinarse es otra cosa. No sé si sabrá fracasar, si podrá soportarlo.
Eliseo ha pedido otro café a Florinda mientras Paco se sincera. Da un sorbo y se cerciora de que es tan malo como el anterior. Le parece que lo de Susana es un problema  de verdad. Dice Matilde que es así desde siempre y que Paco pasa las crisis como puede. Que ella busca sin éxito una solución para las incertidumbres. Eliseo es un hombre de certezas, y no entiende ese desabrimiento que domina el ánimo de Susana, una mujer a la que supone práctica y organizada  a la vista de su negocio, uno de los más antiguos del barrio. Expone su teoría a Paco, que sólo acierta a decir que es Susana una mujer tremendamente compleja, que cada día le sorprende algo de ella, un matiz nuevo, una idea. Que tiene la impresión de que su cerebro nunca descansa y que a su lado él es solamente un hombre corriente al que el orden da mucha felicidad. Es una gran idea, se dice Eliseo. La felicidad en el orden, el equilibrio. La placidez de lo previsible. Esas son las cosas que le convierten en un tipo satisfecho, aunque este inesperado paseo nocturno le está gustando de veras, con las calles desiertas, los coches aparcados. Sólo rompe esa quietud un gato en algún rincón del seto, comiendo lo que le han dejado y huyendo de alguien que se acerca demasiado. Eliseo observa que ese alguien se les aproxima a buen paso y tiene tentaciones de salir disparado como el gato al reconocer al hombre que les aborda.
-A las buenas noches.
Yoni padre acaba de cruzarse con los hombres, interceptándolos en la acera. Eliseo da un paso atrás, esperando que el recién llegado le coja del cuello.
-Me ha caído un mes del rollo ese de la comunidad. Ya no tengo nada contigo. Al final ha ganado tu jefe.
Eliseo siente la palma del hombre, grande y caliente, golpeándole el omóplato repetidas veces en señal de reconciliación. Parece que escucha a Matilde decirle que no se puede fiar de semejante elemento, y que haga como que se va a su casa para ver las intenciones que tiene.
-Mira, Paco, parece que me está entrando sueño…
Paco bosteza largamente y asiente con la cabeza. Se aleja de él casi paseando, dando tiempo a un Eliseo aterrado a llegar a su portería y cerrarla antes que alguien entre con él.
-¿Te ha hecho algo?
Matilde sale a recibirle al descansillo. Os he visto desde el balcón, dice con una gran vena hinchada en la frente. Eliseo narra el episodio tranquilizándola. De paseo con Paco, se dice Matilde con un deje de envidia, es este puñetero calor, que nos escupe a la calle. Quiere saber si preguntó por Remi, si aún le quiere, por qué no viene a estar un rato con él. Dice que es cobarde, responde un Eliseo sobrepasado por el conocimiento de las emociones ajenas. Dice que es cobarde pero deja constancia de que no está de acuerdo. Pregunta Eliseo a Matilde si necesita algo, esperando que no sea así. Necesita sentarse en su sillón a ver cualquier cosa en la tele, a ver dar vueltas y vueltas a Nemo y a dejar la mente en blanco. Eliseo  Serrano, de profesión pasante, ha accedido sin pretenderlo a un pequeño universo humano. Desde hace unas semanas experimenta un sentimiento desconocido, que podía resumirse en necesitar  al otro. Ser alguien para otro, que el otro sea algo para ti. Algo así como una familia elegida, en la que hay luces y sombras, pero donde domina una sinceridad brutal que hace que todos sepan de todos. Ha decidido bajar sus defensas y eso no tiene marcha atrás. Las confidencias alimentan o matan la amistad, dice Matilde.  Nunca se había visto en una situación semejante, necesita tiempo para interiorizar tantos sentimientos nuevos. Tiene una sensación de estafa muy molesta, descubriendo a estas alturas de su vida qué llena la vida de la gente. Da una cabezada en el sillón que interrumpen unos nudillos en la puerta. Es Matilde.
-Sube, por favor. Es Remi.