lunes, 26 de noviembre de 2018

Liberame, domine (7)


La llave se quedó con ella; le murmuraba desde el bolso que bien empleado le estaba, por haberla seguido, por haberla espiado. Por creer que él era mejor que Manel y haberla llevado al delirio, citándola desde el taller cada día, dándole ideas para convertirla en una asesina. Sin él ella sería feliz, no hubiera pensado en quedarse viuda por lo criminal. Paca se decía que era una mujer normal antes de conocer a Luis Gonzaga Segura, maestro industrial, un tipo corriente que yace bajo la mesa escritorio de formica con la cara llena de sangre, ignorando el teléfono que le reclama con urgencia. Una mujer deja un mensaje preocupado en el buzón de voz. El mecánico se había decidido a tener una cita esa noche. Se había cortado el pelo y se había afeitado con cuidado. Paca detectó el cambio: sabe en su fuero interno con una rotundidad que asusta que Luis la estaba esperando ¡a ella! para poseerla violentamente, o muy violentamente, eso sí que no lo tiene claro. Luis la deseaba, por eso no paraba de mirarla desde la puerta del taller, para citarla, para llevarla a la deriva.
Si ella hubiera sucumbido, si ella hubiera sido capaz de dar todo su amor a aquel espantajo, piensa Paca que no hubiera tenido vida para arrepentirse del escarnio que supondría sentirse ligada a él, con sus costumbres molestas, su conversación insulsa y ese aire a pobre que tanto la desagradaba. Después de haberse entregado ella, estaría atrapada, y ella se sentiría vendida, porque en cualquier momento podría contar su historia a  aquellos hombres que estaban pegados a la barra del bar, siempre en la misma posición, sin hacer nada. Todos los flojos del barrio sabrían sus intimidades. Su foto circularía por ahí, su historia sería la comidilla de todos: insoportable

Piensa Paca si obtendrá la comprensión que necesita para salir indemne cuando todo se  descubra. Lo único que ha hecho es defenderse de los parroquianos que chismorrean, de las queridas, de las miradas del dermatólogo que analiza los fluidos de Manel de vez en cuando, y que se ha hecho un chalet a costa suya. No entenderán su razón para acabar con Manel, con Luis. Nadie entenderá que ella tenía que salir de aquella espiral y que ambos la estaban asfixiando. Tampoco Carme. Oh, sí, Carme… se creía estupenda porque se llevaba bien con ese novio aburrido que tiene. Carmen  y su vida perfecta de mujer equilibrada estaban pidiendo a gritos un escarmiento…

La mirada de Paca se desvía en diagonales que cortan el aire que la rodea. Nadie podía rebatirle lo que ella pensaba, nadie. Las creencias estaban adheridas a su cerebro de tal forma que las sospechas eran realidades. La realidad de Luis le pertenecía, la de Manel, también. La realidad de Luis, objetivamente, es que se retuerce en el suelo del taller sin acertar a coger el teléfono, la de Manel es que en menos de una hora, su vida cambiará. 

Sentada en una silla del despacho del garaje, mira Paca una lata de Castrol reluciente. Le gustaba el olor a aceite que dejaban las motos por la mañana, cuando los chiquillos se iban zumbando a trabajar, cuando los empleados de la mensajería bajaban al centro a repartir los sobres para las oficinas. Manel tuvo una moto y ella se le agarraba de la cintura, o le cogía con las manos, abrazándole el pecho, y poniendo su cara contra su espalda, de perfil, cerrando los ojos mientras el viento les daba en la cara; en esos momentos se sentía poco menos que una forajida. Entonces ella no llevaba casco y se colocaba con arte un pañuelo de seda en el pelo, emulando a una mujer de los cincuenta, con unas gafas que le tapaban media cara. El mecánico se revuelve ajeno a su viaje astral y exhala algo parecido a un quejido. Deja de moverse cuando Paca presiona con la zapatilla el costado del hombre, que ha decidido fingir que no respira. Se dice que si no respira se irá Paca y poco a poco recobrará las fuerzas para poder pedir auxilio, y en unas horas estará custodiado por un agente que le mirará con lástima. Antes de salir del taller Paca se siente generosa y regala a Luis una mirada de desprecio que él no pudo devolverle: donde antes tenía un ojo ahora sólo había una piltrafa sanguinolenta que hizo que Paca hiciera un respingo.
-Qué asco de hombre, qué asco, por favor...
………………….
-¿Manel Rodrigo?
-Sí…
-Le llamo de la Guardia Civil, tengo que comentarle un asunto que atañe a su mujer…

-Estoy de viaje, ¿ha pasado algo?

-Su mujer ha intentado matar a un vecino, pero por suerte para ella no lo ha conseguido. 
Está en casa, atrincherada…

-Voy. Tardaré unas horas.

Manel inicia la vuelta a casa con una sensación muy cercana a la desesperación. Le han advertido que Paca puede ser peligrosa, que no la provoque, pero a Manel le parece imposible que su mujer haya hecho lo que dicen que ha hecho. Mientras sube la escalera lentamente, un coche patrulla con las luces puestas está bajo el balcón de Paca, dejando señales en las paredes perfectas.

Al entrar al piso, Manel encuentra a Paca frente al fregadero.

-Paca, cariño...

-Ya está, ¿verdad? Llevan días tras de mí y una hora ahí abajo, esperando que me entregue por lo de Luis. Dame un momento, voy a arreglarme.

Paca no salió del baño. Manel la encontró en el suelo.
Sobre las diez de la noche del día siguiente, Paca Sellés murió, presumiblemente por intoxicación, a falta de las conclusiones del forense. Llevaba una nota en el bolsillo cuando la ingresaron. Hacía tres días del intento de asesinato de Luis.

     “Siento el bochorno que estarás pasando, Manel, no te lo mereces. Tu madre tenía razón en no fiarse de mí. Me he bebido un vaso de anticongelante. Iba a dártelo a ti, pero en el fondo creo que te quería demasiado.
Lo siento.
Paca.”

Luis sabe que  Paca está siendo humillada en la ultratumba, por estar con la cara lavada por un extraño y las entrañas abiertas y cosidas, sin su esmalte de uñas, sin su vestido a medida, ligeramente entallado, sin controlar ni el más pequeño de los detalles. Era como un animal salvaje, cazado, embalsamado y colgado en el salón con unos ojos que sólo son cuentas de cristal, y que dan más pena que otra cosa al que se acerca a mirar la leyenda que dice dónde fue abatido en  un momento de vanidad absolutamente inútil.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Liberame, domine (6)


Luis se ha jurado solemnemente que no ayudará a asesinar a Manel, que no será coartada de nadie y que en caso de que haya un sobresalto cantará como un jilguero. Para eso fue a la Guardia Civil y quedó como un panoli contando la historia de la mujer que estaba esperando una señal. Tiene el  ticket aún y piensa que algún día, algún día Paca dará un campanazo y la sargento se acordará de él, un pobre hombre lleno de miedos, deslumbrado por los brazos tatuados y fibrosos del cabo.
Una voz le saca de su pensamiento:

-Dime la verdad, Luis. Tú me observas por algo.

No ha sentido la necesidad de saludar, eso es lo menos importante. Paca se ha plantado en el taller para interrogar a Luis, vestida con un chándal rosa. Paca tiene un chándal bueno para  cuando hay que ir de sport o al campo que para ella es como decir al submundo. Paca no se mancha de nada si puede. Ni de tierra ni de agua. Tampoco se mancha dándole la mano a nadie. Las manos llevan gérmenes, los gérmenes enfermedades. Su chándal le viene de perlas para caminar por la ciudad estos días en los que Manel está arreglando los documentos que le permitirán un retiro prematuro y ligeramente dorado. Le ha dicho que  bajaba a caminar un rato, pero sus zapatillas con cámara de aire la habían traído hasta la puerta del mecánico, que siente como un revolvérsele las tripas cuando la siente cerca. Rico y él están con las orejas tiesas cuando Paca llega, porque aunque aparente serenidad, algo dentro de ella anda muy mal, muy mal.
 Luis se limpió las manos grasientas en un trapo sin apenas levantar la cabeza, y por el rabillo del ojo vio allí mismo a Paca, plantada, derecha, firme como una roca.

-Hola Paca. Yo no observo a nadie. Tú sí que sacas la cabeza por la ventana y oteas. Yo no puedo cambiar de sitio el taller.

Se dice que ha estado firme y que era para tomar en serio su tono. Paca estaba muy bien, mirándola de abajo a arriba. Olía bien, llevaba un chándal en tonos pastel, todo en ella era correcto. O no.

Paca sabe que el mecánico la ha olfateado como ese perro de patas cortas que le acompaña, y ese estado de alerta le prepara para contestar.

-Pero tú sabes mucho ¿te envía Manel?

Paca empieza a agobiar al hombre que no sabe bien qué ha de hacer. Cada vez habla más fuerte y se acerca más. 


-Uy, uy uy… Quieres gresca y yo tengo faena, y no tengo ganas, Paca. Has venido a verme Dios sabe por qué. Y que conste: yo no hablo con Manel más que lo justo.

Luis se ha ido yendo poco a poco hacia el fondo del taller con la esperanza de que Paca, a fuerza de no sacar nada en claro, también se vaya yendo, pero eso no sucede y la mujer avanza muy poco a poco pero sin parar, derecha a él, sin parpadear.  Para Luis, Manel era  un flojo y un sinvergüenza, pero a pesar de todo, no le daba el repelús que le daba Paca. Manel era un flojo por haber perdido a Paca, por seguir pegándosela, por estar media vida malviviendo en  pensiones y pisos de otras. Era, sobre todas las cosas, un vividor. Alguien que disfrutaba así de la vida no tenía el instinto de matar, incluso cree que lo consideraría una pérdida de tiempo. Y Paca… Paca se estaba volviendo loca.

Se escucha decírselo y reniega de sí mismo. No le gusta hablar así, pensar así. Loca. Qué palabra más fea. A su madre la llamaron loca por largarse con lo puesto, con él colgado en la cadera y dos mil pesetas. Loca. Loca por salvar el pellejo, en cualquier caso. Paca no era de esas locas, Paca era correosa, viscosa como unas arenas movedizas, y ahora mismo le está clavando el índice rítmicamente en el hombro, sacándolo de su reflexión.

-No quiero que me amargues la vida con esas historias que te llevas, siempre hablando con el municipal en el bar, con la iluminada esa del yoga.

-Yo tengo amistades, y hablo con quien quiero. Prueba a salir con Carme. Prueba a llamarla y a contarle esta movida que te llevas entre manos, y verás qué risa, o qué miedo. En serio, Paca, ella te quiere: habla con ella.

-Te vi cuando fuiste a la Guardia Civil ¿te pensabas que no me enteraría?

Esta última pregunta ha dado un bofetón al hombre que no sabe quién le ha traicionado. O tal vez no haya sido nadie. Pero diría que alguien se ha ido de la lengua contando una gracia.

Paca habla flojito y camina despacio, midiendo el tiempo para causar terror en el hombre que la ve avanzar inexorable hasta él. Quisiera, pobre diablo,  poder salir por la ventana, pero está lejos, quisiera apartarla de un empellón, pero está como paralizado, con los brazos tensos, las mandíbulas apretadas. Una punzada le atraviesa el oído, rechina un poco los dientes al verse perdido.

Está sobrecogido al ver su mirada glacial. No contesta, no puede. No le sale nada del cuerpo. Paca está frente a él, bloqueando con su cuerpo la puerta. Paca está fuera de la realidad. Él apenas la mira, ella le repele. Paca fue aminorando la distancia que la separaba del hombre. Era desordenado, tenía las herramientas fuera del panel. Un panel que llevaba hasta los dibujos de las herramientas que faltaban, que eran casi todas, porque estaban esparcidas por una mesa de trabajo en la que reinaba el caos. Paca se hace con una de las herramientas:

-¿Esto qué es?

-Una llave grifa.

Luis está aterido, no puede articular las piernas.
Paca lleva la llave grifa en la mano, la mira con arrobo.

-Me recuerda un colgante que me compró Manel en Egipto. Fuimos a una tienda que se llamaba “Jordi” ¿Te lo puedes creer? ¡Jordi!... estaba barato el oro y Manel me compró un colgante de un pájaro. Dicen que era un halcón…

-Eso ya da igual, Paca. Anda, déjame, que me voy a cenar al bar.

-¿Has quedado con el policía?

El hombre intenta salir sin éxito, apartando a Paca, apenas rozándola con la mano. Un minuto después, Paca se lava las manos con cuidado, no quiere descascarillarse las uñas intentando quitarse la suciedad y la sangre de Luis. La llave grifa le ha venido de perlas. Su pico rapaz avanzó hasta el rostro del marido despechado, dominado por un ojo acusador de color ámbar, pequeño y gelatinoso.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Liberame, domine (5)


Paca baja la escalera pasando la mano por la barandilla de madera con remates de color bronce. Es bonita la escalera, quizá un poco estrecha, quizá un poco antigua. No cabe ni una camilla ni un ataúd.  De allí a un muerto hay que bajarlo como en una expedición, colgado de un cable con dos mosquetones. Le parece carente de clase, el tipo de cosa que hace que un funeral pase de solemne a chusco en un minuto. El traslado de Manel será en una caja buena, ese es su deseo. Si se muere en casa de su amante deberá aguantar el choteo del barrio. Le parece escuchar a Amalio, que tiene el maillot a la regularidad en el bar de la esquina.

-…Y se quedó muñeco en casa de la querida y le bajaron como a un atún de exposición, hecho mojama, colgando de una cuerda. Tanto traje del tinte y tanta corbata p’acabar así…

Luis, al salir del bar, sacude la cabeza como un animalillo mojado. La milonga que suena dentro de Paca le ha entrado en la cabeza por la piel. Unas partículas etéreas y fragantes han llegado hasta él a través de la calle. Vienen volando desde la ventana del primer piso, donde Paca, al subir la persiana esta mañana, no reparó en que quedaba una nubecilla prendida en sus suspiros  que sabía a mandarina hindú, ciruela, naranja sanguina, manzana y bergamota.

En la calle, mientras aspiraba el aire cargado de CO2, volcó unas notas de orquídea, fresa, muguete y rosa. Sobre su piel quedó un ánima de  mimosa, azucena, magnolia, ámbar y almizcle. Qué cosas tiene la química que convierte un matojo en ese corazón desbocado, en ese erizarse la piel, en ese querer matar al marido. Qué cosas y qué misterios tienen esas probetas probatorias, esos palitos de cartón que agitaban las señoras en esos días en los que podía una elegir un perfume carísimo que nunca se llegaba a comprar.

El mecánico, ante el asombro  de un perro que le estudia, un perro con algo de bulldog, que es todo nariz, atrapa con su pituitaria la fragancia de la mujer, y de paso, con sus orejas velludas, el siseo de las medias de Paca, junto con ese perfume que ya está sólo en su piel. El bulldog sabe que el hombre olfatea con urgencia la sensualidad vestida de flores y maderas, de fruta y hojas verdes.  Ha quedado el perro gratamente sorprendido por los sentidos del hombre, es tan eficiente su olfato que parece perro. Mueve la cola con insistencia y se sienta al lado de su pierna desde hace dos meses. Luis no entiende qué hace el perro de Martín el del kiosko allí, sentado como si fuera suyo, presumiendo de dueño ante los otros perros. El bulldog Rico es un perro al que le gusta quedarse quieto esperando que se disipe la contaminación del cielo y llegue por sorpresa un algo de mar. Luis también añora el mar, el batir de las olas, y la arena por todas partes. “Mientras queda arena es verano”, decía su mujer. Luis la nombra para él, bajito, y el perro sabe que este hombre le está necesitando, no como Martín. Martín le encontró en una caja con un gran lazo. Se lo regaló su exmujer porque pensó que le haría bien; ella pensó que el perro aliviaría la soledad del hombre cuando ella no estuviera. Se lo regaló obviamente antes de separarse. Hasta que se fue,  ella le paseaba, ella le daba croquetas de ternera, ella le rascaba con una mano mientras sujetaba un libro con la otra. Pero desde que se fue el ama, vaga por la calle haciendo el recorrido que hay del kiosko al taller y del taller al kiosko. Rico hace tiempo que admitió que su amo no está por la labor de darle conversación y aventuras, y emigra hasta el taller porque Luis le deja sentarse en la puerta. Luis sería un buen amo, nadie le molesta, nada le estorba. No es territorial y le deja ponerse donde quiera. Vadea los trastos, no cuadricula los espacios, porque cuando alguien ha dejado una cosa fuera del sitio, por algo será. El mecánico olfateador no recoge nada del suelo, porque el que pierde algo siempre vuelve sobre sus pasos. El mecánico ve las monedas abandonadas y no se agacha, las deja para que algún chiquillo las coja y se vaya sacándoles brillo, más contento que unas castañuelas. Sabe el animal que ese humano mordería ahora mismo si supiera quién es el que le birló a su mujer y con ella un lado caliente en la cama, una sopa por la noche, un beso algunos días –tampoco muchos-, y se va con el rabo entre las piernas cortas y diligentes, agradeciendo no ser el maldito que  hizo del mecánico Luis, el del chaflán que marcaba cada mañana, un cornudo solitario.

El perro, a fuerza de olisquearlo todo, detecta que el mecánico de la esquina huele a formol y a sangre, a sopa de sobre y a orfidal, que es casi la entrada a los infiernos para un animal que como él detecta millones de matices en un litro de aire. Le gusta Luis, es amable y le da alguna chuchería, le rasca la cabeza, le deja acostarse sobre sus pies. Luis no come casi carne, eso un perro también lo sabe por el olfato. Un perro valora que un hombre le mire con ojos de camarada. Luis sabe que el perro es muy inteligente, mucho más que su dueño. Luis afirma que hay tres clases de animales a los que solamente les falta hablar:

-Los perros, los caballos y las vacas son casi como humanos. Me da cosa comer vaca o caballo. Los tres tienen unos ojos enormes y lloran…

Hay un conato de risa floja en el bar que se corta de raíz cuando un hombre que siempre está allí y que nadie sabe cómo se llama apoya la idea de Luis:

-Las vacas lloran. Y los caballos. Los perros ya son cosa aparte, son superiores a los hombres.

-¿Y los gatos?

La perorata ha despertado la atención del grupo que ya no sonríe.

-Los gatos son tan humanos que dan miedo.

El perro Rico está satisfecho con lo que se ha dicho en el bar, y hubiera invitado a un café a su dueño ocasional. Aún así ha de abandonarle antes que ocurra eso que trae el aire, que es dulzón y pesado como una brisa de primavera. Una primavera le molieron a palos. El dueño de su madre tenía un instinto brutal y agarró del pelo a una chiquilla; el padre de la chiquilla, al encontrarla con la mirada desgarrada la emprendió a patadas con el bulldog y con su dueño. Le metió en una caja una mujer de verde que olía a pólvora y le llevó a casa de Martín. 

Rico hoy no mueve el rabo, porque huele a fruta y a pólvora, a sangre y a tabaco, a desvelo, a rabia. Algo malo va a pasar, lo percibe perrunamente y eso es tanto como decir que va a suceder sin que nadie pueda evitarlo. Rico es listo y sabe que lo mejor que puede hacer es irse a la otra esquina porque allí sólo olía a tristeza y todo el mundo sabe que las amarguras se enganchan a los poros y a los lagrimales, a los músculos y a las neuronas, paralizándolas hasta que dejan de funcionar.

domingo, 4 de noviembre de 2018

Liberame, domine (4)




Luis, ese mecánico rumboso que se alimenta espiritualmente viendo la vida desde la esquina, ha cambiado la correa del ventilador del coche de Manel para que no vaya haciendo ruidos extraños.

-Las holguras, ya sabe, que hacen que vaya poco fino y al final se le gripe el alma al coche.

-¿Crees que tendría venta?

Manel está pensando en cambiar de coche y dar el suyo a cambio, pero no quiere tener problemas con el comprador, así que le hará una puesta a punto y después mareará a Paca hasta que acceda a comprar otro, porque este llevaba demasiados kilómetros. Luis está acostumbrado a la chatarra y este vehículo era una buena compra para un currante que no quisiera gastarse demasiado.

-Yo creo que sí, porque no está mal de motor, limpio por dentro y muy bien de chapa. Se nota que Paca le pasa el paño de vez en cuando.

-Del coche me ocupo yo, Paca ni lo toca. Luego me paso, prepárame la nota.

Manel se aleja satisfecho haciendo números mentalmente. Con doce o quince mil sumados a lo que dieran por este podían sacar un coche nuevo del concesionario antes del mes próximo. La adrenalina cada cual la consigue a su manera. Para Manel no había nada comparable a comprar y vender.
Luis no quiso ensuciar la tapicería y puso unas fundas de plástico en los asientos y en la alfombrilla del conductor. El mecánico  se ha sentido obligado a pasarle una gamuza con un chorrillo de limpiamuebles al habitáculo y aspirar unas virutas del torno que ha metido con el dibujo de la suela de las botas de seguridad.
Y ahí está Luis dándole con desgana, cuando un papelillo se resiste a desaparecer en la entrada del aspirador de mano. Es un ticket del centro comercial: dos botellas de aceite (3x2), arroz, detergente para el lavavajillas, sal, abrillantador..., un bidón de cinco litros de anticongelante marca “grrrr”…
Tras un minuto de estupor, se le escapa un pensamiento.

-Mierda. Le va a matar de verdad. Y yo tendré parte de culpa.

Se echa el ticket al bolsillo, lo cierra con la cremallera. Es una prueba, será una prueba. Toda la puta vida trabajando para quedar como un inductor al asesinato… su hermano le va a retirar la palabra y su cuñada… su cuñada lo va a desollar, con las ganas que le tiene…
Luis está asustado, desolado, enfadado… No sabe qué pensar ni en qué orden… ¿Cómo puede ser que Paca le hubiera tomado en serio? ¿Cómo una mujer como ella decide matar al marido solamente porque se lo ha escuchado a otro hombre? Y lo más difícil del caso, ¿podía él hacer algo para frustrar los planes de Paca?
Ha pasado una hora y Manel ha vuelto al taller a ver si se sabe algo de su coche. Luis está sentado en un banco con la cabeza agachada. Parece que un dolor intensísimo le atenaza.

-¿Estás malo, capitán?

-Ná, la gente que está ida.

Manel lo ha dicho sin quererlo decir, lo ha dicho de forma espontánea, como lanzando un acertijo, como queriendo que Manel le preguntara más y así poderle decir “oye, Paca está un poco rara”… Bueno, la verdad es que no le diría nada, él sabe que no. Se siente cobarde  ante Manel, no es capaz de revelarle el secreto de Paca que también es suyo. Quizá por eso no se lo dice y le deja marchar con el corazón en un puño.
Al entrar por la puerta del cuartelillo, temiéndose un ridículo espantoso, Luis duda si seguir o no. Le da en la nariz que va a sonar demasiado peliculero, pero era su deber, ya que él había comenzado todo ese lío. Tampoco la guardia civil era lo mismo que cuando hizo el servicio militar. En la puerta sin ir más lejos había un  cabo con unos brazos tatuados hasta el codo que ni Popeye. En verdad se sentía algo cascado viendo aquel portento de hombre. Tenía una sensación de culpabilidad creciente que esperaba aliviar con su confesión. Al entrar en la sala de espera un husky precioso del grupo de montaña le miraba desde un poster donde se recreaba un rescate de un dominguero con equipación deportiva completa. Se veía un animal noble, solícito, capaz de dar la vida por cualquier panoli con las polainas a juego con la chaqueta, de esos que se lo compraban todo, y se lo ponían todo, como si fueran olímpicos.

-¿Quién va ahora?

Una sargento sorprendentemente joven le indicó que ya podía pasar al despacho de denuncias.

-Siéntese. ¿Viene usted solo?

-Sí.

-Su DNI, por favor… ¿Y bien?

La sargento ha abierto el formulario y rellena los datos mientras Luis carraspea.

-Pues mire, vengo a avisar que mi vecina quiere matar a su marido.

La sargento levanta la vista de la pantalla para mirar con curiosidad al hombre.

-¿Y eso se lo ha dicho ella?

Manel se acaba de dar cuenta de que no le creerá.

-No, pero yo lo sé.

La sargento toma aire y mira a Luis fijamente.

-¿Y cómo le va a matar?

-Con anticongelante.

-¿Anticongelante de coche?

-Sí, de ese.

-¿Y usted cómo lo sabe?

-Porque yo le di la idea.

“Pero bueno… que él le ha dado la idea, nos ha jodido el químico”- piensa la mujer.

-A ver, hombre, explíquese- dice la mujer con una sonrisa.

La mujer ha comenzado a hacer dibujos sin sentido en la esquina de un folio. Es una forma de canalizar un nerviosismo creciente ante la historia de este hombre. La mujer pinta y pinta hasta rizar la esquina de la hoja. No hay quien se trague esta historia, no hay quien trague a este visionario que sabe que su vecina le va a dar matarile al marido así, como si hubiera tenido un pálpito.
Luis sabe que no le creerán. Está poniendo la agente la misma cara que cuando le  llega alguien a él con un abollado y medio parachoques colgando y dice que si el perro, que si el hijo, que si el espíritu santo, que si cuando salió ya estaba así. Esa cara de incredulidad que puso Paca cuando él le dijo que era mala. Esa cara.

-¿Y por qué cree usted que su vecina quiere matar a su marido?

Luis se pone solemne para contestar y que su respuesta clarifique este asunto tan turbio y tan rebuscado que parece mismamente de novela rosa.

-Paca –mi vecina- está desatendida, ¿sabe usted? Paca necesita un hombre que le haga caso como el comer y se está planteando enviudar.

Al pronunciar la palabra “desatendida” la sargento le hubiese tirado a patadas. Ha habido un lapso muy breve de tiempo en el que ha sentido una antipatía feroz por el hombre que intenta, sin éxito, que le tomen en serio, ya que con sus palabras  Luis encarna lo peor de la condición masculina, y ese impacto no hay forma de anularlo. Luis no sabe que cuando una afirmación así se hace delante de una mujer como la que le estaba interrogando, automáticamente el imprudente se convierte en poco más que un elemento folclórico. La mujer respira hondo y sigue preguntando.

-¿Discute con su marido?

Es una pregunta simple, se dice la mujer. Hasta un hombre como Luis sería capaz de  responder sin apartarse la idea principal: si la relación entre los cónyuges era desagradable, tensa, o directamente, violenta.

-No, su marido está como una seda, está liado con una profesora de yoga y llega a su casa con mucha paz en el cuerpo. Paca le deja disponer para gastar y vivir  a su aire, y yo le diría que ella lo sabe todo, pero se calla para hacerse la víctima y que él la deje tranquila. 
Esa Paca tiene peligro. Le dije lo del anticongelante de broma ¡y va la tía y se lo compra!

-¿Y usted es amigo de ella?

La sargento ha dejado de apuntar.

-No, yo soy su mala conciencia. Le dije que le envenenara con anticongelante “échale un chorrito y ya está”,  en pleno cachondeo, y la muy perdida fue y se compró un bidón de cinco litros. Aquí tiene el ticket, que me lo encontré en su coche pasándole el aspirador: soy su mecánico.

La sargento ha hecho una pausa y mira el ticket sin cogerlo.

-Si ustedes miran las cámaras, ella se verá pagando, o algo así, yo no sé cómo va esto...
 Tienen que ayudar a Manel, se lo va a cargar…

- Bueno, tendremos en cuenta su testimonio… iremos a investigar. Con lo que sea nosotros le avisamos…

La sargento se levanta mirándole directamente a los ojos, como diciendo “ahueque”... y Luis ahueca lentamente, mirando de reojo al otro agente que está allí, quieto como una estatua. Lo mismo estaba allí porque le han visto cara de pirado. La sargento estrecha su mano. La mano del hombre le parece poca cosa, para nada parece la mano de un mecánico...

-Gracias Luis, ya le llamaremos.

Al salir, mirando hacia atrás, ve a la mujer que le sigue con la vista, como vigilando su salida; el cabo que lleva un universo maorí en los brazos le despide con un gesto que él no sabe si contestar o no. Ha sentido el impulso de cuadrarse al verle tan marcial, tan apolíneo y tan de todo. A buenas horas hace unos años iba a ir un guardia de esa guisa. Él, la verdad, sólo entendía de guardias carajilleros y bicicletas con capote. Él pertenecía a un mundo extinto que a veces daba un coletazo para manifestar que algo de él quedaba. Luis es anacrónico, no quiere aceptarlo, hay algo en él irremediablemente obsoleto y según esa línea de pensamiento, Paca necesitaba un hombre. Al recordarse diciéndolo, una sensación de ridículo le invadió. Le sorprende la cortesía de la sargento, si lo piensa dos veces. 
Tal vez deba replantearse el asunto y esperar a que ocurra cualquier cosa. Y si no ocurre nada, mejor.