lunes, 17 de diciembre de 2018

Aire


Es esa brisa que se desvanece. Un día tras otro. Las respiraciones quedan diluidas en el aire. El aire que exhalamos y que otros respiran. El aire que embellece el rosal y mece el mimbre.

Es otra vez esa brisa desmayada la que me trae de vuelta al recuerdo, desvaído como ese aire, y me deja perpleja en mitad de un lugar familiar, medio vacío, demasiado tranquilo, extrañamente quieto.

Nadie dice una palabra. Parece que la alegría nos envuelve, pero se abre paso algo sin nombre, algo que es como un humo entre nosotros y la felicidad verdadera, la felicidad de la inocencia y la plenitud, la de los niños que fuimos, en esa misma casa, donde ya nadie sale al encuentro.

Qué grande se ha hecho el huerto, sin nadie con quién tropezar estos días. Se puede hablar muy fuerte y nadie saldrá a buscarte. Esa certeza es rotunda, como el sabor de la piel de la clementina que arranco poco a poco, haciendo un homenaje a esos sonidos que van y vienen a su antojo.

Un limón y una naranja dulce. Una lima. Una sanguina, aún verde. El agrio, alfombrándolo todo, mecido como un mar en calma, sólo interrumpido por los pasos que van y vienen. Pasan los coches muy cerca y ni ellos pueden romper este aire que nos rodea, como una campana de cristal de aquellas que guardaban los bombones y que levantábamos con sumo cuidado en días como estos días, hace demasiados años, cuando éramos los más pequeños, cuando la casa estaba llena.

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