martes, 29 de diciembre de 2020

Extranjera

 Me dice Ramona que si tanto nos importa el virus es porque compromete a la parte rica del mundo, que llevan los pobres muriéndose desde siempre de muchas cosas, y que hasta ahora apenas había preocupado a nadie.

Ramona viene de un estado fallido. Es indígena, mujer y pobre, y tiene en su cuerpecillo esa clase de valentía que yo no tendré nunca. Lo que para mí es soledad para ella es la tierra generosa que sólo se puede recorrer a caballo. Ir a urgencias no entra dentro de sus preocupaciones. Me dice que la casa más cercana a la suya está a cinco kilómetros. Su casa sigue siendo su casa. Si grito no me oyen, me dice.  Tal vez por eso habla despacio y muy bajo, como susurrando. A veces me deja caer que los españoles parecemos enfadados y desafiantes en nuestro tono, y seguramente es así. Ella nos ve como somos, seguramente. Se sorprende aún hoy, después de tantos años, de lo insípido de nuestros alimentos, de la tranquilidad de las calles.

No hemos hablado de la vacuna. Sé lo que me dirá: ¿llegará la vacuna a todas partes? Callará, como hace siempre. Es prudente pero no se puede ignorar su silencio. En él va toda una historia: la de todas las de su etnia, las de todas las que andan por aquí, peleando. Su gato da un par de vueltas y se acomoda, coqueto, entre los cojines. Ella es su humana, y ella lo ha aceptado. Me confiesa que tener un gato es algo que sólo aquí tiene sentido. Tenerlo para atesorar su ronroneo, para observar su vida aburguesada y limpia. Darle de comer para que no cace.

Estar con ella siempre es edificante: su risa al ver lo que yo llamo panela, el concepto de lo necesario. Su óptica es inmensa, su perspectiva amplia. Su mirada es profunda y limpia y yo, a su lado, sólo una niña pequeña. La vida nos la trajo y ahora está lejos, observando con paciencia las tiranías del mundo libre. Libre pero no tan libre, dice Ramona. 

Dicen los papeles que sigue siendo extranjera. Ustedes son extranjeros en mi país, dice, riendo. Tendrían que ver sus ojos cuando está alegre...


domingo, 13 de diciembre de 2020

Auras

Fíjese la próxima vez que vaya caminando por la calle. Hay gente que provoca un atasco en la acera. ¿No pueden andar más deprisa? Como persona lenta militante, soy increpada a menudo. Señora, por favor, señora, deje pasar, señora. Cualquiera sabe qué ocurre en el motorcillo de un peatón que no acelera. Cuesta correr con unos malos zapatos, con frío, con juanetes. Cuesta caminar con artrosis, con con una ejecución inminente, con una cuenta en rojo. Con un disgusto, con un erte, con un despido incomprensible, con un silencio administrativo. Con un hijo que está enganchado, con otro que es bueno y cabal, que lo hizo todo de cine y no encuentra trabajo, y se te mustia como una planta de esas que amarillean antes de morirse lentamente. A veces, en una calle cualquiera, pasamos por delante de una persona que está con la mirada perdida. Hace mucho me quedaba pegada al escaparate de una de esas tiendas de teles, viendo cosas por ver algo, con unas monedas pequeñas, las justas para llegar al pueblo. Otros estaban como yo, haciendo la misma ruta, esa que es la de hacer tiempo, pensando en llegar a casa, en qué habrá pasado mientras, en si habrá cambiado algo. Los que no tienen prisa por llegar caminan por rutas invisibles y cualquier cosa es objeto de atención. El mundo se vuelve lento, milimétrico, fascinante. Eres indiferente para el mundo pero no al revés, puedo jurarlo. 

La realidad de las cosas es peor en estos días. Aquellos están casi olvidados. Estos que ahora nos ocupan son vertiginosos, llenos de gráficas y predicciones, funestos, absurdos. Lo digo por los dolientes del covid. Para ellos no hay nada que pueda salvarse ya. Lo digo por los sin techo, para ellos no se pide rescate alguno. Lo digo  por los que andan en listas de espera, por los que no tienen ni lo mínimo para subsistir con dignidad. Salvar la Navidad, dicen. Vemos gente que camina despacio, ajena a la alegría y la prisa, y no entendemos que no quieran luces y terrazas. Haremos -si nadie lo impide- algo digno de estudio. Una navidad sin miles de nuestros mayores, festejando el triunfo de nuestra propia chiripa, quemando los cartuchos que nos dejen, porque estaremos a lo que nos manden siempre que nos convenga. Es lo suyo obedecer lo justo para poder quejarse luego, dudar de todo y hablar de lo que no se entiende, para terminar haciendo lo que se debe a medias. Y caminar garboso, sorteando a todos los tristes, esos que caminan por las aceras ocupando un espacio y un tiempo, y que tienen el aura apenas visible. Almas rotas y paseantes, almas hermosas y castigadas que sólo llaman la atención porque molestan al que tiene prisa. 
Me niego a caminar más deprisa, siempre miro a la cara al que me regala un reproche disfrazado de cortesía, ¿me deja, señora?, ¿Me deja? Me gusta cuando pasan rozándome, casi empujando, para hacer un quiebro acrobático en la puerta del bar, de la tienda. Tal vez correr sea lo mismo que ir lento. Cualquiera sabe qué se cuece en unas piernas ligeras.

viernes, 27 de noviembre de 2020

#27N


Como dijo Domingo el #25N, ahora que todo se ha dicho, actuemos.

Intentaré aportar cuatro cosas y ser breve. Posteriormente pagaré mi peaje.

1.Causalidad no es correlación. Hemos normalizado que se nos presenten teorías que no se sustentan en ninguna metodología, nacidas de mecanismos que tienen que ver más con el márketing que con la investigación social.

2. La sororidad y Mallorca.

3. La escaleta de la #VG. Lo prioritario, quién lo decide. A qué intereses sirve este o aquel debate.

4. Revisemos en privado. Continuamente. Difícilmente se evoluciona sin reflexión. No aceptaré como tal estas lluvias de ideas que tanto brillo dan a algunos perfiles públicos. Lo valioso suele extraerse después, no durante.

5. Las víctimas. No son especialistas, y si lo fueran, deberían inhibirse como en cualquier otra actividad. De las víctimas aprendemos aspectos del delito. Han de tener cuanto precisen, pero no han de ser expuestas constantemente, hasta la impudicia. Cualquier decisión que se tome a su favor ha de tener vocación y compromiso de permanencia.

No puedo hablar por otros criminólgos, hablaré por mi. Me duele el vacío constante al que se nos somete, el enfoque sensacionalista de los medios. Me duele la más que evidente falta de conocimientos de algunas voces que se han revelado como imprescindibles atendiendo a criterios para mi desconocidos, machacando con mantras que llevan camino de convertirse en una nueva moral. Hablamos de delitos. Los delitos son el campo de estudio de personas que buscan en las cifras no la confirmación de sus mensajes sino el aprendizaje continuo. De eso iba la ciencia, seguramente.

Una última hijuela. Cada año van a los centros educativos personas más y menos preparadas a dar conferencias sobre  violencia de género. Un consejo (eso que no se ha de dar ni aunque alguien te lo pida): dejen los videos con testimonios gore; a la edad que les dan estas jornadas a los chicos todos han visto ya The walking dead. Es difícil crear en sus mentes la inquietud de saber con formatos que ya conocen, año tras año. Dejen de repetir los slogan de las campañas. Den herramientas emocionales, enséñenles lo que es un narcisista, un sociópata integrado. Descúbranles que las emociones tienen muchos nombres, ayúdenles a que las reconozcan, a que canalicen la ira, a que sepan que aprendemos constantemente sobre nosotros y sobre el otro. Empatía y conocimiento, nada más y nada menos.

(Otro día, si hoy no me cierran las cuentas, hablamos de justicia restaurativa, de mediación y de cursos para el control de la ira).


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La imagen que encabeza el post es una rueda de emociones. Les aconsejo que la miren detenidamente y piensen en el colorido que les rodea, en el suyo propio. Del instagram de María Esclapez.

Sobre contar la feria según a uno le va, no dejes de leer a Javier Fdez Panadero (@javierfpanadero)

domingo, 22 de noviembre de 2020

Sucedido

 

Muy cerca del banco de alimentos de Torrevieja, alguien voló su piso con unas botellas de gas. Los restos de parte de una vivienda aparecieron de la nada a primera hora del día, como aparece la cola de las personas que acude estoicamente al reparto de comida. Viendo el panorama pareciera que el piso se asfixiaba y abrió su boca de par en par, llevando la contraria por las bravas a nuestra nueva vida menguante.

Los escombros desaparecieron pronto. Si ahora pasa usted por allí, no queda nada más que el esquema de una casa, a la vista de cualquiera. Tampoco está la cola del hambre. Todo se desvanece, como en un truco de magia; los desastres  tienen carácter programado. Imagino una caligrafía tensa y unas cartas apremiantes que notifican los calendarios de las miserias. Los plazos, los apremios, días naturales y hábiles, días para buscar una salida. Seguramente los que estarán la próxima semana en esa fila interminable necesitan ayuda. También el hombre de las bombonas, no lo dudo ni por un momento. Esta cola, este hombre, muchos más. Cuántos.

Estamos viviendo una realidad asfixiante. Ignoro si la población explotará o no. La pobreza y la desidia son catalizadores muy poderosos, pero que nada tienen que hacer frente a las lealtades y los cierres de filas. Las estructuras políticas andan pendientes de su propia hegemonía con todos los medios a su alcance. Frente al desayuno módico del parlamento, las demoras en las listas de espera, el ingreso mínimo mortal, como dice un amigo mío, no destinatario de la ayuda.

 Patricia necesita una cirugía, ¿me escuchan? Pregunten por Patricia.

(¿Cuántas Patricias?)

La normalidad no eran los aplausos, no eran esos carteles naif, exhibidos con gusto muy discutible. Mientras todo era creer en los milagros, hay quien estaba  apretando los dientes diez horas al día, viéndolo todo, tragándoselo todo. Adelgazaron lo público, nos hicieron víctimas de su codicia y ahora responsables de cuanto ocurra. Nos vendieron una nueva normalidad que sólo era una pausa para que nos echaran un poco de agua con la esponja. La normalidad son personas que se estrellan a diario como los ripios del derribo improvisado. Enfermos, solos, invisibles. Nadies de toda condición en un día a día tozudo y tétrico. Nadies para los que la vida es hacer una cola, dos colas, tres. Para escuchar una nueva negativa, recopilando montañas de documentación. Esperando una respuesta sine die. Fantaseando con una vida que no termina de llegar.

Una calle limpia da una extraña sensación de paz. Una calle sin gente, en cambio, da miedo. Y es que hay algo en el aire y no es el virus. Son los suspiros de los hambrientos, las ideas de los que andan pensando en algo drástico e imposible. Una calle vacía es lo que hay antes de un paisaje humano inquietante y triste, del que cualquiera de los que me rodea puede formar parte. Yo misma, aunque me gusta pensar que no, igual que nos gusta pensar que el hombre de Torrevieja fue solo el protagonista de un suceso estrambótico.

Hablemos de cualquier cosa mientras tanto, los grandes asuntos son siempre otros. Somos cada vez más los  que existimos en segundo plano, como esas colillas que siempre deja Ibáñez en sus viñetas para testimoniar la gente que pasaba por allí, pero que nunca protagoniza nada. Enciendo la tele y hay un señor con solemnidad necrológica diciendo que tenemos suerte. Me van a perdonar pero me da que no. Hoy este empaque no me convence, y aunque estoy muy lejos de la pirotecnia, entiendo que cuando sube la temperatura y los gases se comprimen, nada bueno ocurre. Lo aprendí en la pública, con las ventanas cerradas, porque hacía un frío horroroso. Ahora hay chavales que pasan tanto frío en clase como en su casa. Lo hemos conseguido: todos libres e iguales. Si esto no es conquistar las cumbres legislativas...

(me temo que continuará)

lunes, 24 de agosto de 2020

Revistas


Lo confieso:  he leído el Diez Minutos. Lo he hecho en la sala de espera de mi ginecólogo (privado). Por mi historia no entro en ninguna criba, así que voy y me ven. Y pago. Y leo el Diez Minutos y el Hola. Y el Vogue, que también tiene lo suyo y te dice lo pasada que estás -estéticamente- en todos los sentidos.

También leía la revista Sobremesa esperando la visita del pediatra de mis hijos, hombre exquisito donde los haya. También era privado. A veces no hay pediatra y el niño no está para urgencias. A veces no hay pediatra y tienes un niño crónico que se te mustia por momentos, y te lo quitas de lo que sea. Muchas veces no hay pediatra.

Donde el dentista -gente estupenda- leo Descubrir el arte. Qué maravilla de fotos, de artículos, de todo. Qué mundos descubre uno en las salas de espera de las ortodoncias que tampoco entran en la seguridad social, como si no fuera salud la cosa de esos dientes que crecen como les apetece.

En la ortopedia leo cosas del sector. La información exhorta a la higiene postural y te hace recolocarte en la silla. Pensar en las facturas ayuda. Las plantillas tampoco entran en la cartera básica, y los niños necesitan caminar con rumbo hacia la pelea que les espera.

Y así sucesivamente: dermatólogos a los que vas rendido de esperar; psicólogos para una crisis puntual para la que no hay citas. Clínicas donde se vuelve a escuchar el ruido de la vida con nitidez gracias a unos audífonos de vanguardia. Todos ellos con sus revistas, sus plantas, sus sillas de hacer tiempo. En todos esos lugares adquieres conciencia de que la mercancía eres tú. Y que te estás comprando con mucho sacrificio una relativa calidad de vida. Y como en las misas, rogamos por los que no se lo pueden permitir.

En esas salas de espera se comparten las revistas y se comentan las jugadas, desengrasando de las preocupaciones inherentes a la situación, que nunca suele ser buena. Irene Montero en Diez Minutos no es más ni menos que otras señoras que sucumbieron antes a una estrategia o a un oropel. A partir de ahora circularán sus fotos de mano en mano, entre muestras de cosmética avanzada y ecos de una sociedad que me es totalmente extraña. ¡Es otro nivel!, resume mi amiga mientras nos llaman y no nos llaman. Otro nivel, otra vida, otra óptica. Para millones, otro planeta. Ojalá un día todos los de las revistas en mi planeta, sólo un día en nuestras vidas. 
Escucharíamos más alaridos que en la Divina Comedia.

martes, 11 de agosto de 2020

Jano

 

Jano estaba convencido de que el mundo necesitaba una bomba de vez en cuando, una especie de diluvio universal, un empezar de nuevo. Para acabar con tanta maldad no bastaba con sus propios medios.  El cielo amaneció naranja y malva mientras recordaba a su madre. Había nubes en el cielo. De pequeño él pensaba que ella era capaz de mandarlas hacia arriba, soplando. Su madre era poderosa y amasaba el pan honestamente, sin prisa. Jano miraba hacia arriba y las nubes le recordaban las rebanadas de pan blanco. Su madre dejó un día de hablar, y ya nadie encendió el horno.

La vida se acaba a cada rato, se dijo, y cada uno podemos vivir muchas vidas. Yo no seré hoy un hombre manso. Mientras caminaba, con parte de la camisa fuera de los pantalones, recordó esa sensación de tener la boca llena de polvo. Se iba a casar con Rosalía. Nada les iba a faltar.

Dice Rosa, que dice Isabel que Carmen le ha contado, que Jano iba por la calle trastabillando, y que decía cosas que no se entendían, un minuto antes de que embistiera a Rodrigo. Es este sol, dicen las mujeres, que miran al hombre, boca abajo, inmóvil, este sol que nos fríe la cabeza. Rodrigo no se movió apenas: un poco de trabajo en el pecho, solamente, y luego nada. Paco quedó en la esquina, cerca de su casa, agitó las manos torpemente y cayó como un fardo.

Tres días antes Rosalía había enviado una carta. Salió a echarla a escondidas, apenas cien metros hasta el buzón, con el ruido de los pasos en las sienes. Jano, que tiene toda la sangre en los ojos, descubrió una especie distinta de valor en su navaja. Maniatado y consciente, conversa afable con un agente que no puede creer que haya habido tanta rabia en ese temperamento vacuno. Un hombre puede volverse una fiera y seguir mirándose en el espejo. Solamente es necesario que aquello que él cree inaplazable esté al alcance de sus manos, que se crea perdido, que se sienta depositario de la justicia de otro ser más pequeño.

Lleva la carta de Rosalía dentro de la camisa, pegada al pecho por el sudor. Mira a ambos lados de la calle con ojos de comadreja, tiene un reproche para todos. Los vecinos se retiran, vencidos por ellos mismos y Jano siente un sueño casi inaplazable. Ya no queda nada que hacer. Rosalía y él son libres, al fin.

viernes, 19 de junio de 2020

La primavera de los frikis


Esta va a ser nuestra guerra de Cuba. Como aquel abuelete con barba larga de los tebeos, vamos a hacer correr a los que nos tengan que escuchar. Podremos contar a los descendientes que hubo un tiempo en el que pareciera que la gente desayunaba versos de Schiller. Fraternidad, libertad. Quisimos creer. A ratos es muy necesario.

Han muerto tantos que nuestro cerebro no es capaz de tener una imagen de ello. Se ha sufrido mucho en todo este proceso. Podremos decir sin mentir que en los noticieros había personas formadas a todas horas: científicos, estadísticos, hablando de lo que sabían, no me dirán que no es una rareza, hablar de lo que sabe uno y sólo de eso. Y que se ilustró el estado de la producción industrial con imágenes en blanco y negro de cargas policiales. Y los que son demasiado jóvenes supieron que esto viene de aquello que llamaron reconversión, y que fue un atraco y un naufragio social que aún dura.

Podremos contar que hubo (hay, habrá) colas para recoger alimentos, que la gente fue solidaria, que muchos se siguieron quedando al margen. Otra vez más gente con la vista quemada de leer habló de otra sociedad posible, y tuvieron sus minutos, y les preguntaron sobre lo que de verdad importaba. Adela Cortina salió en televisión en horario de máxima audiencia a ponernos frente al espejo. Habló de amistad cívica. Yo sentí gozo y vergüenza.

Han sido meses raros. La primavera de los frikis. Personas con pasión por el saber, ofreciendo un mundo de matices, sin triunfalismo, sin estridencias. Poco ha durado esta estación. Antes de que la gente haya pasado su duelo, los matones vuelven a reinar en los pasillos. La vida política presume de chusca en las redes, donde unos insultan y otros hacen loas que exudan militancia. Nada cambiará si sigue el sistema cucañero de los partidos y el de listas cerradas para los votantes, nada cambiará si los partidos son condescendientes con los excesos de los suyos; de nada sirve decir que el otro comenzó antes. El mundo no es de tus frikis, me dice alguien que me quiere, no le pertenece a esa gente que te gusta tanto, ¿no ves que han vuelto los hooligans a las noticias?

Si pueden lean los informes del caso Lasa-Zabala. Si existe un paraguas que evita que quien lo hizo se moje, andamos en un caso claro de déficit democrático. Si las muchachas explotadas de Mallorca no hacen rodar cabezas, si los que nos protegen no son demócratas y pacíficos, poco o nada enseñaremos a los hijos. Porque ahora que la escuela y la casa es uno, como siempre debió serlo, estamos cosiendo las costuras de los hijos con fuego amigo. Hijos que crecerán y votarán lo que ahora estamos sembrando, no les quepa la menor duda.

Pasas más hambre que un maestro, se dice aún por aquí. Les adelanto que llegará septiembre y habrá litros y litros de gel hidroalcohólico, que no habrán bajado las ratios por clase y que los maestros se comerán el melón de la conciliación con el jamón ligeramente acartonado del heroísmo.  Todo empieza en una escuela que hay que dotar para que, entre otras cosas, el alumno salga siendo un ciudadano crítico que abomine de esto que ahora estamos viendo. No echemos nunca la culpa al otro. El otro somos nosotros cuando crispamos, cuando permitimos, cuando protegemos y jaleamos.

La escuela como centro, como resistencia. La sociedad libre e igual como fin. No comprendo otra sociedad posible. A mis brazos, frikis.


viernes, 15 de mayo de 2020

Tercero interior


Mauro no comparte las euforias. Su piso es interior y pequeño. Lo bastante interior para que no entre el sol. Lo bastante pequeño para no tener una habitación libre. En el piso de Mauro suena la radio noche y día. Las noticias son inquietantes y profusas: los que hablan no se hacen entender, será que el mensaje es complicado. La suspicacia no le ayuda a ser optimista, pero intenta dejarse llevar. Le gusta que le digan que todo va a salir bien, pero la verdad es que lo acepta con poca fe, como cuando su padre le cogía de la mano y le decía que siempre estaría con él. Mauro supo muy pronto que nos mienten para no hacernos sufrir. Su padre se fue hace mucho. Fue padre demasiado mayor, simplemente.

El padre de Mauro hablaba poco y él prefería no preguntarle. Mauro rascaba la pana de sus coderas haciendo dibujos. La chaqueta de su padre es un lugar feliz. Olía a tabaco y pesaba mucho. Su padre se la echaba sobre los hombros cuando hacía frío. Su padre decía que no tenía frío pero no era verdad. Las mentiras piadosas se sucedieron durante un invierno largo y lejano que se parece a esta primavera lluviosa. Ahora tiene todo lo que precisa. A su padre le hubiera parecido abundancia. La señora Puri le lleva de todo de la iglesia. Es buena mujer y le compadece. Él no se cree digno de compasión, pero la señora Puri es tendente a la lástima y le encomienda en sus oraciones. Se lo dice y a él no le molesta, aunque duda de la eficacia de esas palabras repetidas mil veces. Mauro sabe que tuvo mala suerte la señora Puri, que su fe arrecia porque su marido no la mira con cariño y sus hijas se fueron a trabajar lejos. Si él hubiera querido a una mujer hubiera sido como ella, una mujer temblona y con la piel blanca, llena de secretos y vergüenzas. Una mujer que le dijera: Mauro, menos mal que estás en todo, que si no fuera por ti… 
A Mauro le gusta pensar en que pudo ser importante para alguien.

En la radio la gente habla de lo que ha perdido. La vida es un perder y descontar, y desear mucho y ver cómo todo se escapa. Él apenas tiene, y por eso no pierde. Puri lo ha perdido todo poco a poco: la ilusión, las hijas, la confianza. Usted, señor Mauro, podía hacerse voluntario, que hay mucha soledad. Ahora cuando esto pase, puede usted venir a la iglesia y yo le presento a gente que está necesitada de hablar, como usted. Mauro no cree que necesite hablar; Puri en cambio está sedienta de su labor, como si al realizarla reescribiera su historia. Mauro cree que eso es casi enfermizo, que la vida se asume y se perdona. Su padre está presente en sus horas, imagina lo que le diría de estas cosas complejas de la ciencia, sin apenas entender nada. Tiene una certeza sobre él, y es que en su visión sencilla de las cosas, sabría que hay mucho dolor y haría por aliviarlo. Que ellos, él y el niño Mauro, tenían suerte en el fondo, y que a pesar de las horas azarosas no tenían nada de qué avergonzarse, porque su miseria era como un apellido compuesto de abogado de capital, algo que se hereda y te define, una brújula que resiste todas las tempestades.

La miseria había hecho que los hombres como ellos estuvieran pendientes de volver a las calles, donde siempre se araña algo. El asfalto, por primera vez en su vida, no era un lugar seguro, y con mucho esfuerzo se había propuesto aprender de las arrugas del papel pintado del pasillo o las manchas del terrazo del suelo, que siempre cuentan algo, jeroglíficas y cambiantes. El tercero era un buen sitio para ver cómo la ciudad ya no despierta, ni pasan las oleadas de obreros, ni suenan las persianas de los comercios, ni las motos de los chicos que vienen a impresionar. El tercero de Mauro pudo ser un apartamento cuqui, pero él ya no sabe vivir en ninguna otra parte. Le toca un rayo de sol a partir de mayo, todo suyo, directo del cielo, y a eso no se puede renunciar. Es extraordinario, como un gorrión que se baña en una charca, ajeno a los males del mundo, sin pertenecer a nadie. Libre como él. Como su padre.   

miércoles, 29 de abril de 2020

Hambres


Mi abuela siempre decía que la posguerra fue peor que la guerra. De todo lo malo que contaba, lo único que la hacía torcer el gesto era describir esa estampa de mis tías hambrientas, y ella dándoles unas monedas para que se fueran a comprar altramuces porque no había para comer. Entretenimiento, lo llamaba ella. Las acostaba en la siesta y les lavaba la ropa. La única ropa que tenían. Que el trabajo valiera menos que un pan, que trabajaran todos los de una casa para una cofa de patatas. Cada cual tiene su capital sentimental y este es el mío.

Mis tías fueron a servir. Una de ellas tenía que permanecer de pie, firme mientras la familia de los señores comía. Siempre vigilada. El servicio sólo quiere medrar, ya saben ustedes, que este año es año Galdós, y Galdós nunca pasa de moda. Mi tía es preciosa y alegre aún, con más de ochenta años, pero jura cuando gente como Ayuso da lecciones de cómo se ha de vivir. Sin leer a Naomi Klein tiene muy claro que el shock es esto.

Llegué a conocer un hombre que pasaba los domingos con una lata a  por restos de comida. Coletazos de la pax romana. Me quisieron convencer de que no era lo que parecía. Sólo le vi una vez, pero es una imagen que me hiere, porque entre nosotros que éramos pobres, y aquel hombre, había un abismo. Hay abismos entre todos los escalones de la miseria, eso se aprende pronto, y se reconoce el pelo deslucido de un niño que come mal, ese mate en la piel, ese carecer de todo, y empiezas a darte cuenta que a tu lado hay mucha naturaleza muerta. Sin ir más lejos, de chica, frecuentaba una tienda que venía la mitad del cuarto de azúcar. 125 gramos. Fiado. ¿Han conocido la libreta de fiar? Había un hombre que se compraba una lata de atún para pasar el día. Cada día. Su familia ya era pobre hacía seis apellidos. Ahí aprendí que la pobreza se hereda como el color de la piel. Yo me llevaba fideos a granel, cabello de ángel, y chocolate Plus Ultra. Y era hasta feliz en la ignorancia.

Ocurre que una crece y se estropea. Tuve una amiga en el colegio que llevaba zapatillas de verano en invierno. Entonces se congelaban los charcos y ella venía de la huerta con la nariz rojísima, siempre contenta. Tenía la letra redonda y los ojos vivos. No pudo estudiar a pesar de ser de sobresaliente. Nadie luchó por ella, porque no era nadie. En realidad los niños de los pobres son los pobres, sin más. La infancia es una categoría que se pierde en las carestías, y que empalaga en momentos como ahora, con tanto lazo y vídeo grabado (PADRES: ya está bien de colgar imágenes de vuestros hijos), con tanto niño hablando razonablemente desde una casa equipada y tranquila. Los niños pobres para la administración de Ayuso son una prolongación de sus padres. Son una clase de gente a la que se trata de una determinada forma, que es exactamente la contraria que te gustaría para los tuyos. Pizzas, refrescos y fast food para una generación que  de seguir así puede devenir  en obesa, diabética y con una relación disfuncional con la comida. En esto y en dar las llaves del cajón a un pirado vamos un paso detrás de Trump. En EEUU ya hace tiempo que alarman las cifras de diabetes y enfermedad cardiovascular ligadas a poblaciones vulnerables. Al fin y al cabo para los neocon más fundamentalistas el pobre lo es por flojo, o sea, que merece el lugar que ocupa. Por ende Ayuso está donde está por la brillantez de su discurso, que viene a ser que la dieta que se impone a  los niños más desfavorecidos es razonable. Brillante no es, la verdad, pero sí útil. El que tiene que elegir entre que el hijo coma o no coma tiene pocas posibilidades de rebelarse, y ella lo sabe, porque en ese mundo feroz de los míos y los tuyos, ajeno a cualquier sentimiento fraterno, hay quien no puede hacer una apuesta para no depender nada del sistema.

En el atrezzo de la caridad se nos ha colado un menú que hace que se rompa el corazón literalmente. Como Van Gogh prefiero comer pan duro y café, pero amigo, un hijo es otra cosa. Como dice nuestra víbora favorita, Hellen Lovejoy, “¿es que nadie va a pensar en los niños?” Ya verán cómo esta frase se convierte en el nuevo comodín. Ayuso la desliza. Mejor comer pizza que nada, como en Venezuela, nos suelta desde el atril con el cuajo que da tener salmón fresco para los críos. Y salvaje, a ser posible, que  ser del morro fino tiene su proceso. Es un aprendizaje que empieza en un concertado y termina en un parlamento, aunque sea haciendo el ridículo. Todo sea por la cucaña del partido y la puerta giratoria, que llegará. 
Mala suerte, Ayuso: Paradores ya está cogido.

viernes, 17 de abril de 2020

Panes y peces


Imaginen ser una de esas personas que no tiene don de gentes, que tienen algo que las hace diferentes, puede ser una pincelada, o simplemente algo que no las deja encajar con los demás. Imaginen ser pobres, o ser mayores, o las dos cosas. Imaginen ser enfermos crónicos a cualquier edad. Imaginen que el rechazo es la constante en sus entrevistas de trabajo por cualquier razón que en otro tiempo no lo fue (cv, edad, género, estado civil,…). Imaginen que viven en un país desindustrializado, con una administración adelgazada por los recortes, con una clase política que tal vez tiene mejores adentros que reputación, con unos referentes de éxito que no debieron serlo nunca, con una protección social manifiestamente mejorable.

Imaginen vivir en un barrio malo. Pero no malo porque no haya bares. Malo de chungo, malo de no salir por la noche ni a tirar la basura. Imaginen que su economía y la de cuantos le rodean sea la subsistencia, el arañar y el estirar los pocos cuartos que circulan. Imaginen ese estirar y ese arañar viviendo en un barrio normal. Ser impensable para los demás, ser invisible.

Ahora imaginen -si no se han hartado ya- que el país se para por lo que los antiguos llamaban “fuerza mayor”. Esta fuerza que nos atrapa no es que sea mayor, porque fuerza mayor era enterrar a un padre y ni eso han podido hacer en condiciones los que han tenido la desgracia de verse en ese trance. Esta fuerza es la biología en todo su esplendor. Y la biología tiene unas leyes que no entienden de días hábiles. Biológico es nacer y morir, y entre tanto, comer.

Comer cada día, varias veces. Imaginen no poder hacerlo. No poder dar a tus hijos lo que precisan. La única duda que tengo es cuánto puede aguantar una población asfixiada. Siempre lo digo: somos asombrosamente cívicos. Resistimos con entereza, pero vivir no es sólo resistir. Vivir no es sobrevivir, es no perder la dignidad que se nos suponía: avanzar, consolidar, tener esperanza.

No es paguita, es cohesión social. El cinismo del término califica no a los destinatarios potenciales sino a quienes sacrificarían a media humanidad en el altar del dinero. Para ellos mi desprecio. Todo.  Deberían haber entendido que muy a su pesar, nacemos libres e iguales. Perdonen, me han quedado grandes las palabras. Ojalá tras la resaca seamos más libres e iguales.

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*Mención especial para un curita obrero que me explicó hace mil años la multiplicación de los panes y los peces: el secreto es repartir. Si se reparte, hay para todos. El evangelio, señores, el evangelio. O sea, la buena noticia -espero- para los pobres.

sábado, 14 de marzo de 2020

Urgencias


Ayer, en un clima de absoluta irracionalidad, en el pico de una escalada prebélica, se me ocurrió hacer mi compra semanal. Iba como cualquier viernes, pero no quedaba apenas nada. Obviaré los empujones, la mala educación, el acaparamiento. A veces merecemos el meteorito ese que nos tienen prometido.

Se me vino a la mente la gente que compra al día. Hay quien de eso no se entera en su vida, pero a veces a muchas personas, durante toda su vida, les llega el dinero justo para un par de días. Esas personas, en días como ayer, no tenían opciones. Porque para que alguien se lleve todo el pollo del planeta a otro alguien le toca no comer. Me canso de escuchar que estas crisis sacan lo mejor de nosotros. No lo sé. Seguramente será así. Seguramente haya sectores en los servicios públicos que estén dándolo todo. Seguramente hay sectores que duermen a pierna suelta en estos días extraños mientras se cierran comedores sociales o hay quien no tiene donde confinarse. Porque para eso hay que tener casa. Y hay gente que no, como se lo cuento.

Las dos semanas que nos quedan, sin nada que arañar en ese mundo de los trabajillos de subsistencia, en esa economía subterránea ahora también recluída, muchas personas, miles, van a pasar hambre. Hambre de la posguerra, de esa de hoy no cenamos, de esa de acostarse a dormir sin nada en el cuerpo. Personas valientes, válidas, derrotadas. Invisibles, cansadas. Rotas.

Me gustaría, si esto sirve de algo, esto de escribir un sábado de encierro, que alguien me dijera dónde pueden tocar, a qué puerta, los que esta noche no tienen nada. Si hay un número, si una estructura, si un recurso, ahora que no se puede pedir cita al trabajador social, ni hay nada abierto, ni se presume que llegue la normalidad en unos días. Me gustaría que alguien empezara diciendo que en Alicante esto, en Valencia lo otro, en Barcelona lo mismo, y así, en una especie de cadena sin fin. Me encomiendo a Frank Capra y les digo que además de libros y aburrimiento, además de tedio y fotos con las mascotas, hay un mundo ahí, esperando la humanidad que tenemos empleada en otras cosas. Cuéntenme dónde pueden ir, o díganlo bien alto, hasta que llegue a todas partes el mensaje. Salvando a otro nos salvamos nosotros. No puede haber nada más importante.

sábado, 7 de marzo de 2020

#Heroínas


Concha no hubiera llevado bien que hablara de ella como de una heroína, pero como la muerte es una cadena de traiciones, cabe una más en la suya. Cuando se desdibujó su horizonte viajó contra todo pronóstico y buscó los confines del mundo. Cuando ya no pudo hacerlo me regaló partes de su memoria: ella trepando a un árbol para saborear la fruta recién cogida, ella sintiendo el sol con los ojos cerrados, ella contemplando el paisaje infinito de La Mancha, ella acariciando las teselas de un mosaico. Ella, perdida en la mirada de su mujer, que tanto la ama aún y que la homenajea viviendo. Porque Concha no creía en la muerte, creía firmemente en la vida. Ese es su legado, esa es su valía.  Por eso nos enseñó que su trance no era nada extraordinario y que acompañar consiste en regalar amor y tener una mirada serena pese a todo. Nos dejó claro que hay que protestar cuando toca. Ir en contra de la costumbre. Ser activista, siempre, y amar y amar y amar porque eso es lo que mueve el mundo.
Hoy hace sol. Hoy saldría ella a dar una vuelta cerca de la estación, donde, según ella no cabían en el aire más metáforas “con tanto tren que se escapa”… Hoy me diría, “Milady, dile a George que se os ama”. Aún la veo llegar, perdida yo en Valencia, con una sonrisa en la cara, enérgica, vibrante. Recuerdo ese primer abrazo y el último. En ambos me infundió valor, como sólo lo hacen algunas personas que llegan a nuestra vida a mejorarla. Me mira sonriendo en una foto, desde una cumbre, he olvidado a dónde pertenece, pero está cerca del cielo. Ahora mismo me diría, “pero qué cursi eres, mujer”. Hoy te traiciono, Concha, y entro en el teatro del mundo a hacerte un homenaje, tú que eras tan comedida, tan discreta. Y le cuento a quien quiera saberlo que andas en nuestra vida aún, que andarás para siempre. Qué suerte tuvimos contigo. Mucha suerte.

sábado, 15 de febrero de 2020

Pobreza

Philip Alston confirma que somos pobres. El relator nos ha dicho cosas que no queríamos escuchar. Ojalá le hubiéramos prestado la misma atención que al coronavirus. Porque hay que ver la gente que muere por ser pobre. Morirse de pobre es diverso: puede ser un brasero, una instalación eléctrica ruinosa, una neumonía perpetua, una dieta inmoralmente escasa. Hay para elegir, y me dejo opciones. Me dejo el aislamiento social, la tristeza que se enquista y degenera, el entorno que olvidan los despachos y en el que se invierte muy de vez en cuando, porque total, para qué.

Los lugares que se olvidan no tienen industria. Si no hay trabajo hay mucho adolescente ocioso y ya saben lo que viene después. Querer la vida de otro, el coche de otro, ser respetado, tener un nombre. Si no les ofrecemos cosas, ellos montarán otra cadena trófica. No tienen la culpa de querer vivir. Tampoco la tienen de su falta de herramientas emocionales, que debieron adquirir en casa, en la escuela, si sus padres no trabajaran mil horas, si el cole no estuviera desbordado, si a su barrio llegaran los trabajadores sociales que hicieran falta.

Si esos trabajadores sociales tuvieran medios, si los colegios fueran el centro de los barrios, si los servidores públicos lo fueran de verdad, si no invocaran a todas horas su falta de competencias en los problemas, pasando la pelota continuamente, como si la responsabilidad siempre fuera del otro... Tal vez la pobreza que el relator cuenta tuviera también una estrategia viable. 

Hacer una estrategia viable es como plantar en un campo yermo. Hay que enriquecer el suelo, proteger la debilidad, ser paciente con los altibajos. Hay que querer respetar la vida que debiera ser digna por definición y que en algunos lugares sólo es una lucha constante. No somos más que víctimas de diferentes depredaciones, de diferentes laboratorios monetarios, de diferentes megalómanos sin escrúpulos. Somos lo que queda cuando ya no hay nada. Un erial que arrasa las mentes. Porque la pobreza también es eso.

domingo, 2 de febrero de 2020

Mercado


En un mercado siempre hay frutas de temporada. La verdura de ahora mismo, cortada hace unas horas, brotando de los tallos unas gotas de agua. Se acaban los persimon, nos quedamos con las manzanas, compañeras de todo el año. Hay paradas con unas fresas, no sé de dónde vienen. “Del invernadero”, dice el vendedor con sorna. Hay aguacates, muy maduros, unos plátanos pintones, unas lechugas muy tristes.

Hay mesas, también, con ropas viejas. Segunda vida para los trapos. Un traje de comunión, una cazadora estrambótica, un traje de reina mora. Voy bajando la cuesta y encuentro mucho más. Monedas que no valen nada, ollas que estuvieron llenas, unas gafas que no son de nadie. Hay un resto de un bar: platos buenos, de esos de batallar, tazas de café con leche con el brillo del esmalte intacto. Alguien fue a pique no hace tanto.

Rubia, ¿quieres ajos? Digo que no con la mano. Tengo delante un puesto. Zapatos de niño a un euro. Zapatos de niño que ha crecido y que servirán para otro. Los mayores bregamos con cualquier cosa, pero ponerle a mi niño unos de esos zapatos, hay que estar hasta el cuello… Cuesta pensar que hoy alguien ha visto esas deportivas pequeñas, y se las ha llevado pensando que ha tenido una gran suerte. Sigo andando, no tienen fin los montones de edredones de volante, con colores ochenteros. Una señora mira hacia otro lado mientras fuma. Vende las obras completas de Julio Verne encuadernadas en rústica, y una colección de novelas. Me incomoda verlas con polvo, las tengo en casa con mis colchas de algodón, mis zapatos de primavera, mis vasitos para tomar café.

Me llevo un par de hueveras de arcopal. Me recuerdan a mi abuela; ella vivió la guerra y la posguerra, “que fue peor”. Ella, que ya iba a los rastrillos en aquella Barcelona de los realquilados, se hubiera quedado de piedra al ver que sigue el racionamiento feroz de bienestar, de esperanza y de alegría, que hay una nube de miradas tristes en cualquier lugar, si te molestas en buscar. Si miras bien, al lado de la flor del almendro, está la humanidad raquítica que no medra, que está condenada y condena a su prole a un futuro imperfecto. Al lado de la flor del almendro, esta mañana, estaba esa mitad del mundo que no está ni se la espera, trampeando, ganando un poco de tiempo, afanosa, entregada. Claudicando.

miércoles, 29 de enero de 2020

Todo lo que flota


Mallorca es la caverna. La actuación de las autoridades es incomprensible, y tiene un aroma a Marcial Maciel muy poco edificante. Huele como los pasillos de esos colegios que nunca saben nada de acoso escolar y que saltan a la prensa por un suicidio. Nadie sabía nada, no se podía sospechar. La víctima era problemática. Consternación, peluches, cartulinas. Discursos y palomas de la paz a posteriori. Ya lo dijo un señor metido a político: es difícil gestionar la ruina. La ruina en este caso de Mallorca es de una violencia obscena, pero no es nada que no hayamos leído antes, porque la violencia va con el hombre: es el reverso de un corazón entregado que lo da todo por el otro. Hermana de la cobardía. Enemiga mortal de la justicia.

Mallorca es un asunto feo y grande. Xelo Huertas -diputada entonces- instó a que se investigara el IMAS, tras escuchar a trabajadores y familiares (según su  propio testimonio), y claro, fue rechazada su iniciativa, ¡dos veces!: estaba loca, dijeron, eso sí, pasándole factura del coste político. Y todo siguió hasta ahora, que una agresión sexual ha hecho que todo salga a flote, como sólo flotan ciertas cosas. Una madre prestó su testimonio al saltar el caso a los medios, hay varios, todos tienen elementos comunes. Sus declaraciones están dominadas por la impotencia. Desgarra la devastación que describen. Antes que mujeres, eran pobres, eran nadie. De ahí el abuso y la impunidad. De ahí las proporciones monstruosas del caso, cuya sordidez nos lleva la memoria a asuntos más desdibujados, como el del Bar España, perdido en los laberintos digitales, o el caso Kote Cabezudo, cuyas raíces, hondas y añejas, molestan profundamente. Tanto como para que no se hable de él en las grandes cadenas, tanto como para que no se emita material sobre el caso.

Mallorca es un lugar donde todo confluye: desidia, violencia, política. La política -gran palabra- no ha dado aún respuestas satisfactorias. Porque falta esa gran rueda de prensa en la que mucha gente dimita o mucha gente sea despedida. Sobran excusas, retiradas y medias verdades. Así es como se pierde la fe en el sistema, contemplando este buffet de los horrores que era vox populi.  Tras la consternación empieza el jacobeo administrativo que no restará un ápice de sufrimiento a las víctimas. En palabras de Aznar, estamos trabajando en ello. A un ritmo aceptable y no como lo malo, que llega siempre a la velocidad de la luz.

La burocracia no puede acabar devorando a los más desprotegidos. Pasa con los dependientes, con las víctimas de acoso escolar o laboral, con las de VG, con tantos invisibles. Hay una maquinaria administrativa que empuja a la víctima a huir, que la hace más y más vulnerable y que a veces parece que ha hecho de subsistir como tal su único fin. Olvidaremos Mallorca, porque no nos afecta, porque no queremos tener nada que ver con esa parte de la sociedad, y hablaremos del coronavirus, que nos ha venido al pelo.

Porque un apocalipsis solapa cualquier monstruosidad y la deja pequeña. Un puntero láser y un gato, no sé si me explico. Pues eso.
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*Con el tiempo veremos qué o quién es todo lo que flota. Les adelanto que no será ninguna de las afectadas. 


martes, 21 de enero de 2020

Dice Rosa

Dice Rosa que dice Isabel que Carmen le ha contado, porque sabe que ella a nadie se lo dirá, que Fernanda ya sale a la calle aunque con poco empuje, eso sí, tampoco hay que faltar a la verdad. Sale ya a la calle como si nada. Un mes desde lo de su marido y va sin una triste chaqueta negra. Dice Isabel que ya se ríe, y que se arregla el pelo -sin mechas, con lo que ella ha sido- desprendiendo ciertas ganas de vivir. Fernanda ha sido interrogada sin pudor, bien lo sabe Carmen de primera mano, y ha respondido que vivir es cosa del cuerpo y que como no se murió en ese primer momento, en contra de todo pronóstico, vivirá para sus hijos y sus nietos, que al fin y al cabo no tienen culpa de nada. Fernanda tiene dos hijos buenos y ordenados que la rescatan para la realidad y el mundo consciente de manera que ha conseguido tener momentos en los que se olvida que Benito ya no está con ella, y que la cama es más grande y que la cocina no tiene nada fuera de su sitio, ni hay nada que fregar porque ya nadie come a deshoras.
Benito se fue una tarde de San Lorenzo y al irse hizo la casa más grande. Opina Rosa, de acuerdo con Isabel y Carmen, que la casa es demasiada casa para ella y que debería tener Fernanda una chica que la acompañase a la iglesia o al bingo, y al mismo tiempo espantara a Roque, el de Remedios, que siempre estuvo por ella y que lo mismo ahora ve la ocasión de conquistar su corazón maltrecho. Rosa tiene un pensamiento anhelante y fatigoso, y de su soltería extrae lecciones de soledad que no desea a nadie, ni siquiera a Fernanda, aunque se sentiría más tranquila si llevase luto al menos un mes. No nos queda ya nada, todo se pierde, dice Rosa lacónica al aire suave de la mañana, que trae olor a cocina y a fruta. Rosa tiene la cara torcida  desde el día cuatro del mes pasado en el que tuvo un mal aire, así llama ella a una parálisis facial de toda la vida que la aleja más de Roque y de la vida que se agolpa en las mejillas de Fernanda cuando sale de mañana a caminar y a recibir la compasión de sus vecinas. Tan bien que se llevaban. Tan buen hombre y fíjate la vida lo que es, una mentira solamente, sentencian otras señoras a coro, señoras que miran de arriba a abajo a la viuda de Benito, viuda alegre a su juicio, viuda suicida por las noches, viuda secretamente suicida y armada de ira contra Roque. 
-No habrá nadie más, Roque. Nunca más me hables de eso.
-Será lo que tú quieras...
Dice Rosa que Carmen le dijo que Isabel estaba caminando por la calle, y que vio a Roque decirle algo a Fernanda en plan confidencial y que ella parecía azorada o disgustada, que no sabría decirlo porque no llevaba las gafas. Pobre Benito, dicen a coro y hacia adentro, mientras Fernanda se acerca. Qué bien disimula esta mujer. Hola Fernanda. Qué tarde más buena se ha quedado, qué día más bueno para secar las sábanas, he puesto yo dos lavadoras... Fernanda lava menos desde que está sola, pero eso ellas ya lo saben. Fernanda se siente desgraciada por haber hablado con Roque, y la corroe un pesar doloroso y sórdido, como si Benito aún la estuviera esperando en casa. En realidad aún la espera. Ella va a buscarle a la cama desierta, a la mesa inmensa, al armario, saturado de sus camisas, al retrato donde está mirándola y que ha fijado su edad para siempre en la memoria de la mujer que sabe que ha de mirarlo muchas veces porque no quiere que se pierda nada, ni un detalle, porque entonces la vida será otra y no quiere, no quiere, no quiere...