sábado, 15 de febrero de 2020

Pobreza

Philip Alston confirma que somos pobres. El relator nos ha dicho cosas que no queríamos escuchar. Ojalá le hubiéramos prestado la misma atención que al coronavirus. Porque hay que ver la gente que muere por ser pobre. Morirse de pobre es diverso: puede ser un brasero, una instalación eléctrica ruinosa, una neumonía perpetua, una dieta inmoralmente escasa. Hay para elegir, y me dejo opciones. Me dejo el aislamiento social, la tristeza que se enquista y degenera, el entorno que olvidan los despachos y en el que se invierte muy de vez en cuando, porque total, para qué.

Los lugares que se olvidan no tienen industria. Si no hay trabajo hay mucho adolescente ocioso y ya saben lo que viene después. Querer la vida de otro, el coche de otro, ser respetado, tener un nombre. Si no les ofrecemos cosas, ellos montarán otra cadena trófica. No tienen la culpa de querer vivir. Tampoco la tienen de su falta de herramientas emocionales, que debieron adquirir en casa, en la escuela, si sus padres no trabajaran mil horas, si el cole no estuviera desbordado, si a su barrio llegaran los trabajadores sociales que hicieran falta.

Si esos trabajadores sociales tuvieran medios, si los colegios fueran el centro de los barrios, si los servidores públicos lo fueran de verdad, si no invocaran a todas horas su falta de competencias en los problemas, pasando la pelota continuamente, como si la responsabilidad siempre fuera del otro... Tal vez la pobreza que el relator cuenta tuviera también una estrategia viable. 

Hacer una estrategia viable es como plantar en un campo yermo. Hay que enriquecer el suelo, proteger la debilidad, ser paciente con los altibajos. Hay que querer respetar la vida que debiera ser digna por definición y que en algunos lugares sólo es una lucha constante. No somos más que víctimas de diferentes depredaciones, de diferentes laboratorios monetarios, de diferentes megalómanos sin escrúpulos. Somos lo que queda cuando ya no hay nada. Un erial que arrasa las mentes. Porque la pobreza también es eso.

domingo, 2 de febrero de 2020

Mercado


En un mercado siempre hay frutas de temporada. La verdura de ahora mismo, cortada hace unas horas, brotando de los tallos unas gotas de agua. Se acaban los persimon, nos quedamos con las manzanas, compañeras de todo el año. Hay paradas con unas fresas, no sé de dónde vienen. “Del invernadero”, dice el vendedor con sorna. Hay aguacates, muy maduros, unos plátanos pintones, unas lechugas muy tristes.

Hay mesas, también, con ropas viejas. Segunda vida para los trapos. Un traje de comunión, una cazadora estrambótica, un traje de reina mora. Voy bajando la cuesta y encuentro mucho más. Monedas que no valen nada, ollas que estuvieron llenas, unas gafas que no son de nadie. Hay un resto de un bar: platos buenos, de esos de batallar, tazas de café con leche con el brillo del esmalte intacto. Alguien fue a pique no hace tanto.

Rubia, ¿quieres ajos? Digo que no con la mano. Tengo delante un puesto. Zapatos de niño a un euro. Zapatos de niño que ha crecido y que servirán para otro. Los mayores bregamos con cualquier cosa, pero ponerle a mi niño unos de esos zapatos, hay que estar hasta el cuello… Cuesta pensar que hoy alguien ha visto esas deportivas pequeñas, y se las ha llevado pensando que ha tenido una gran suerte. Sigo andando, no tienen fin los montones de edredones de volante, con colores ochenteros. Una señora mira hacia otro lado mientras fuma. Vende las obras completas de Julio Verne encuadernadas en rústica, y una colección de novelas. Me incomoda verlas con polvo, las tengo en casa con mis colchas de algodón, mis zapatos de primavera, mis vasitos para tomar café.

Me llevo un par de hueveras de arcopal. Me recuerdan a mi abuela; ella vivió la guerra y la posguerra, “que fue peor”. Ella, que ya iba a los rastrillos en aquella Barcelona de los realquilados, se hubiera quedado de piedra al ver que sigue el racionamiento feroz de bienestar, de esperanza y de alegría, que hay una nube de miradas tristes en cualquier lugar, si te molestas en buscar. Si miras bien, al lado de la flor del almendro, está la humanidad raquítica que no medra, que está condenada y condena a su prole a un futuro imperfecto. Al lado de la flor del almendro, esta mañana, estaba esa mitad del mundo que no está ni se la espera, trampeando, ganando un poco de tiempo, afanosa, entregada. Claudicando.