viernes, 29 de enero de 2021

Viernes

Dice facebook que escribí un libro. Eso es lo de menos. Me recuerda que José Luis me mandó una foto de un ejemplar. Según sus palabras, tenía que ocurrir. También decía que en esta vida no se puede ser cruel y que hay que intentar siempre ser justo. Siempre le estaré agradecida: somos la fe que pusieron en nosotros. José Luis se fue por el covid. Adoraba a su mujer, a sus hijos y a la ópera, por ese orden. Generoso en sus explicaciones, me llevó a los teatros que posiblemente no pise nunca. Un hombre culto, bueno, amable. 

Ayer se fue Joaquín. De esas personas que profesan el afecto de una manera transparente. Me acogió en su casa muchas tardes: solfeo, teoría. Estaba por allí, mirándonos, feliz, en manos del maestro. Se alegró sinceramente de nuestros progresos. Angelita, me decía. Sólo él me llamaba así. Tenía a gala una familia muy bonita, unos hijos muy buenos, unos nietos desenvueltos, aguerridos. Siempre nos alegrábamos de vernos. Socialista, formal, austero. Metódico. Vehemente. Y el covid de nuevo. 

Desaparecen de mi horizonte personas que me quisieron mucho. Personas que creían en la palabra, que vieron la miseria y la prosperidad, que ambicionaron el saber para los suyos. Todos tienen en común una manera honesta de ver las cosas, pegada a la realidad de lo cotidiano, sin despegar los pies del suelo. Los días de duelo son días en los que el tiempo vuela. Recuerdo aquella pregunta de examen: "El tiempo en Kant". Lo intuitivo, lo trascendente. El rubato, diría José Luis, impregnando sus frases de aquella estética tan bien entendida, tan didáctica, con la que ilustraba la vida. Joaquín, viendo hoy cinco minutos de tele, me hablaría de la amistad cívica. Sin saberlo, era aristotélico. Se va sin ver mis limoneros, que este año dan fruto por fin. Se lleva la sabiduría de los árboles, ese mirar la tierra y los surcos. Me deja un mandato: cuídalos y que estudien.

Qué pena más grande.


martes, 26 de enero de 2021

Cara de conejo

 

La noche empezó mal. Marta quería que me quedase a cenar. Hace tiempo que la evito.  Evito su manera de fregar el suelo, de dar vueltas poniendo y quitando los mismos trastos en la cocina. Cuando los platos chocan los tímpanos me zumban y se me queda un pitido penetrante que me hace apretar los dientes. Cuando aprieto los dientes el pitido no disminuye, pero puedo pensar mejor. Controlo mi cuerpo, ejerzo una fuerza descomunal, mi mandíbula muta en mandíbula de perro. Me imagino mordiendo a Marta en el brazo cuando lo pasa por delante de mi, para poner o quitar algo. Hace unos días casi le muerdo. Pasó una barra de pan por encima de un vaso de agua. Vi cómo se llenaba de migas que se hinchaban poco a poco, flotando. A ella le hizo mucha gracia mientras yo me moría de asco. Tenía arcadas y ella seguía riendo. Marta se ríe de una manera irritante, pone cara de conejo y saca los dientecillos. De novios me gustaba su risa y su boca, sus labios. Estaba enfermo con ella. Era ella y nada más a todas horas. No tuve otro objetivo que casarme con ella desde el primer día que pasamos la tarde juntos. No soportaba la distancia. Nos casamos. Fuimos felices.

Los primeros años todo era sorprendente y su familia vivía muy lejos. A ella no le apetecía tampoco más acercamiento, de tal modo que en un año sólo nos vimos una vez, brevemente, fríamente. Éramos ella y yo. No tuvimos hijos.

Marta era bonita y graciosa. Su cuerpo fue derrumbándose. Digamos que perdimos el interés en ser aquellos eternamente. Yo tampoco estoy joven, también la edad me ha aplastado. Un día, pasados los cincuenta, empezó a irritarme su voz, su risa. Todo lo que decía me parecía estúpido. Se lo dije.

-Sólo dices tonterías.

-Vaya con el premio Nobel.

Risa de conejo.

Marta tiene internet y amigos que no conozco. Supongo que me he hecho famoso entre sus amistades virtuales. Tiene varios amigos con los que habla mucho. Ella es ocurrente. Mira el móvil y se ríe. Más risa de conejo. Mira y ríe y pasa el dedo por la pantalla. Más risa sacando dientes. Desde el bar puedo escuchar cómo se ríe. Estoy con Esteban, al que el mundo escupió hace años. Todos tenemos una casa donde volver, pero esperaremos a que sea tarde y todo haya decaído. Cuando ya no quede nada de qué hablar.

Marta está dormida. La escucho resoplar desde la puerta. He dejado caer las llaves con efecto, a ver si el ruido la despierta. Le cuelga la cabeza hacia un lado. Milagro, está despierta. Sonríe con el pelo abierto como una flor, con una raíz blanca y una cabeza más blanca aún. La piel de su cabeza me recuerda la de una gallina escaldada, casi puedo oler ese vapor de agua hirviendo, olor a gallinero de domingo. Antes hundía los dedos en su pelo y le cogía la cabeza para besarla. No siento ya la necesidad de su cuerpo, de ningún cuerpo.

El suyo calienta las sábanas en las que me abraza sin tregua. Es excesiva, desde siempre. Le digo impertinencias y ella lo acepta todo, lo sabe todo y lo transforma todo. Ella me imagina y me interpreta. Me construye sobre ideas ya caducas.

-Ven, ven.

Ojos de conejo, dientes de conejo.

jueves, 7 de enero de 2021

Trigo y agua

 Después de trece años descifraron el genoma del trigo. Imagino la emoción contenida del equipo, gestado en miles de días iguales. El trigo es una religión de pobres. Las gachas, las migas, las harinas en todas sus formas, los fideos tísicos, los macarrones sin sustancia. Todo ese despliegue que llena y no lustra, que engorda y entretiene al que sorbe ese caldo humeante que es distracción y liturgia. Un tío mío llama náufragos a los fideos que se resisten a caer de la cuchara en un último intento de salvarse de precipitarse al plato.  El agua también es vida, el agua salvadora  que es limpieza y alegría hoy cae sobre nosotros, ayer, y mañana. Y pasado mañana también. En este lavado anual de las paredes que se desconchan hay un renacer de los hongos, negruzcos y silenciosos, pacientes, resistentes, indelebles.  Cuando se instalan no hay desahucio posible. Te fatigan, te envenenan. Hacen toser a los niños, irritan sus cuerpecillos. Nos recuerdan que hay humedades que se infiltran como la frustración y se quedan , como una mancha de fruta de verano, para siempre. Nieva también y dicen que eso es bueno: agua de futuro imperfecto. Nieva el doble en las casas pobres. Infiernillos, estufillas, mantas y chales. Roperíos.

Los hongos huelen de una manera muy especial. No sé a qué huelen las moquetas del mundo libre. Tal vez a whisky y a pólvora. Tal vez a prozac y a insecticida. Se agusanan en directo mientras estamos sepultados por edredones de todas castas, vigilando un brasero precario o echándonos un gato a los pies, que también calienta. Cuando eclosiona una puesta de gusanos parece una asistir a una especie de orgía. Hay algo obsceno en ese frenesí destructivo, pero hubieron de darse muchas tardes de calor y cuidados para que cuajaran tantos huevos y que el día de ayer, sorpresa, todo ocurriera en un instante.

Ayer llovió y se ahogaron unos inmigrantes que no llegaron a la costa. Agua y más agua, como la de los cañones que disolvieron a tantos pobres en el sur, mientras patricios ebrios de  lo suyo miraban desde los despachos profanados la eficacia de su gran experimento. La única ley extraíble es que para que esos suelos almohadillados fueran lo bastante cálidos, debía haber otros alfombrados de cartones. Gobiernos de cartón, estados de papel. 

Hoy no hay refugio en las aceras, y en la Cañada Real no hay luz. El trigo cotiza en la bolsa y el agua sepulta niños sin sopa, sin suelo y sin alfombras. Andamos entretenidos con el barro que engulle al coloso. No hay gloria en esta debacle. Hay un aviso a los navegantes. 

Agorera, me dicen. 

Va, ya me callo.