lunes, 7 de mayo de 2018

Eliseo (4)


-Tú estás mala.
-Que no.
-Que sí.
-Que noooo…
El último no se alargó lo bastante para que Susana pudiera firmar la nota  a Pili y salir corriendo, con el saco del pan en volandas, hasta el bar. Susana notaba el calor de la masa cocida, traspasando el papel hasta su piel. Era una calidez casi sensual, que hubiera prolongado si el trayecto hubiera sido más largo. A veces Paco la encuentra lavándose las manos con el grifo del agua caliente abierto y le llama la atención porque no lo cierra después de haber terminado de usarlo. En realidad ella está yéndose por el desagüe con el agua. Mientras el agua discurre entre sus dedos es libre, pero Paco no se da cuenta y ella no se lo explica, porque las explicaciones siempre llevan a explicaciones más largas y cuanto más largas, más posibilidades de llegar a la verdad, esa verdad desnuda que tanto miedo da y que acecha en actos vulgares, como lavarse las manos durante cinco minutos sin causa aparente. Susana entró por la puerta trasera del bar y dejó la carga en la cocina sin hacer ruido, se puso el delantal y comenzó a trocear cebollas con la boca abierta. Dicen que si abres la boca no te dan ganas de llorar, pero Susana quería llorar, necesitaba llorar, así que con la boca abierta comenzó a sorber las lágrimas, saladas, inacabables, que comenzaron a caer sobre la tabla donde se amontonaban los trocitos minúsculos, primorosamente clónicos, que poco a poco iba vertiendo a la cazuela para hacer un fondo genérico –tomate, cebolla, pimiento- que le aprovecharía para casi cualquier cosa. Al avivarse la cocción, una oleada cálida y húmeda le subió hasta los ojos haciendo que los entornase. Tapó la cazuela para sofocar el vapor. Bajó el fuego. Se sirvió una taza de té. Destapó varias veces la cazuela y comenzó a remover con mimo aquellos trozos, poniendo atención en cada uno de ellos, entrando en un estado parecido a la atención consciente donde aquellas unidades resultaban  diferentes e iguales a otra; de este modo pasaban los minutos por su mente, viendo casi con amor el cambio de textura y color a cámara lenta, sintiéndose cebolla y aceite, vapor y metal. Tras dos tazas de té y sin saber cómo, había preparado algo parecido a un pisto. Últimamente le ocurría que hacía cosas sin reparar en que las había hecho; a menudo llegaba a casa con el coche tras recoger al niño, y aparcaba sin recordar haber pasado por este o aquel semáforo, por los pasos de cebra o los cruces. Por la mañana Paco siempre salía antes para ir al merca y comprar género del día, así que él se llevaba el coche y ella iba caminando al bar.  De paso recibía en la cara el fresco de la madrugada, y aunque siempre coincidía con las mismas personas que iban a coger el transporte para ir a trabajar, podía permitirse el lujo de caminar sola sin decir una palabra, un verdadero lujo para una persona que como ella, pasaba el día hablando con los demás. Casi le resultaba gracioso que la considerasen una mujer afable, cuando ella estaba deseando no intercambiar una palabra con nadie, prisionera de su posición en la barra, de los saludos que esperaban respuesta, de tantos y tantos relatos que consideraba basura que era depositada en su mente como una semilla de mala hierba que germinaba en cualquier momento. Bastaba que saliera a la calle o llegase un cliente para que sin querer recordase esa cosa tan intrigante que alguien había dejado caer mientras le pagaba. Puñetera la falta que le hacía saber ciertas cosas, que no eran sino pequeñas venganzas, chismes o verdades que no importaban a nadie, pero que dejadas caer al descuido sobre la barra, tenían posibilidad de ser esparcidas si no por Susana, que se consideraba persona discreta, por parroquianos que, hartos de su propia vida, cultivaban la ajena con verdadera entrega. No, a Susana no le interesaba la vida de casi nadie. Bastantes fatigas pasaba ella en el bar. Trabajar con Paco allí era como estar en un escaparate, porque a fuerza de estar delante de la gente, se pierde la capacidad de disimular, y todo el mundo se entera cuando las cosas van bien o mal, si el niño saca buenas notas, si quiere un perro como su amigo o si su amigo se va con sus padres a Benicarló, porque es más barato que Peñíscola. No era consciente de su transparencia hasta que llegaba un cliente y preguntaba -por mera cortesía o por puro cotilleo- cualquier cosa que había sido dicha sin tener conciencia de ello. En esas ocasiones le asaltaba un desasosiego grande, pensando que algo más de la cuenta se les había escapado a ella y a  Paco, y que alguien, tal vez, atara cabos al verla entregada a sus abluciones. Aquella exposición era casi una penitencia, porque cuando planificaron el bar ella quiso que una parte de la cocina quedara en el campo visual de los clientes, para no perderse nada del bullicio de las mañanas. Con el tiempo supo de la falta de acierto de su decisión, pues aquella disposición la dejaba  desamparada respecto a la mirada implacable del otro. Aquella vida sin secretos corroía a Susana, que necesitaba cada día un pequeño lugar para la intimidad y el silencio. Un lugar silencioso para ver sin ser vista, para estar sólo ella como espectadora de un mundo que la ignoraba, dándole así una paz que deseaba más de lo que estaba dispuesta a reconocer.
A cien metros metros de allí, Eliseo se desayunó con una noticia inesperada: en el bufete habían estado de reformas, y hasta las once no querían que fuese nadie, porque hasta esa hora no acababan de limpiar. Un pequeño contratiempo; a efectos prácticos era como si se hubiera levantado dos horas antes de la cuenta, y por si fuera poco,  se había echado a la calle cuando según su reloj sólo eran las diez y media. Había calculado mal y ahora le sobraba media hora en la que no sabía qué hacer. ¿Qué se hace cuando a uno le sobra media hora y no puede hacer nada? Sus conocidos estaban todos ocupados, y media hora era poca cosa. Recordó por un momento, mientras colocaba el diario bajo su brazo y echaba a andar sin rumbo, aquella época de opositor famélico, en la que la calderilla era convertida en café, sin duda la mejor forma de matar el tiempo y el hambre. Un café, sí. Un café le sentaría bien.
-Un cortado, por favor.
El camarero, con seriedad académica, comienza con agilidad coreográfica eso que lleva haciendo, posiblemente, los últimos treinta años. Golpea el cazo para que caigan los posos a un cajón cuyo borde aún resiste. Seguidamente dosifica en dos pulsaciones la mezcla. La comprime posteriormente con delicadeza y encaja el portafiltro en un movimiento leve pero suficiente. Eliseo cree en los artistas de cualquier sector y acaba de encontrar eso que llama Tere baristas. Tere fue a Italia en unas vacaciones pagadas y nadie que la rodee se ha recuperado de su entusiasmo con el tema, de sus diapositivas y sus historias interminables sobre el expresso y sus matices. Seguramente le hubiera gustado ver cómo este señor -que no tenía nada sobresaliente a primera vista- abría el grifo de vapor dejando salir un poquito, para después calentar la leche haciéndola burbujear el tiempo justo para que no quedase demasiado caliente. Tere hubiera llorado de pura emoción al ver el paño blanquísimo, ligeramente húmedo,  que era usado con despreocupación profesional por el camarero para eliminar los restos de leche. A Tere le hubiera complacido esa forma de verter la leche, formando una hoja, ese dejar la cucharilla brillante, el azucarillo y la galletita de canela en el platillo del café. Y esa barra, limpia como un espejo. Eliseo rompió el sobrecillo, y reparó en una frase motivadora de esas que se ven tanto en las redes, que alientan una vida zen y con sustancia. La tentación le pudo y le hizo una foto para subirla inmediatamente a su perfil social. Al abrir el sobrecillo terminó esparciendo unos granitos de azúcar. Menos mal, piensa Eliseo, que ha hecho la foto antes. Tal vez las fotos que ve por ahí son todas de antes. Antes del despido, antes de volverse desconocidos en un viaje, antes de pagar la mariscada, antes de la primera raya en la pintura del coche... Concluyó mientras removía el cortado que todas aquellas imágenes que le daban tanta envidia eran las del antes, pero él, desde su apocalipsis lumínico, era el hombre del después, así que se prometió solemnemente no subir más fotos del antes e intentar forjar un buen después sin darle demasiada publicidad. Se sintió satisfecho con ese pensamiento que sólo le vinculaba a él, pero que era una especie de promesa que no podía incumplir. Habían pasado diez minutos desde que entró. Removió un poco más el café que  le quedaba, sorbió un último trago, mordió la galleta y pagó según la lista de precios que había expuesta. Se limpió las comisuras de los labios con la servilleta, inusualmente algodonosa. Salió mirando al camarero sin decir nada, esperó a que sus ojos coincidieran y levantó las cejas con una leve inclinación de cabeza, un gesto que pudiéramos interpretar como “hasta luego”. El gesto fue devuelto con sonrisa incluida por el camarero mientras limpiaba la barra describiendo grandes círculos, y Eliseo experimentó con la reciprocidad de la despedida un cierto bienestar. Al fondo estaba la cocina, y allí la actividad era frenética. Una columna blanquecina salía de los fogones, pero no se podía adivinar aún qué compondría el menú. Al salir encontró una pizarra en la que se había escrito en caligrafía primorosa la minuta del día: “Pisto con huevos. Emperador a la plancha. Pan, postre y café. 8€”. En aquel lugar todo parecía funcionar como una máquina bien engrasada.  Sin considerarse un gourmet, gustaba de un buen café de vez en cuando, y allí no estaba nada mal y tampoco podía decirse que fuera caro. La espuma, perfecta, la consistencia, también. Sí. Tomaría café allí de vez en cuando, camino del trabajo.

4 comentarios:

  1. Un café es la disculpa perfecta para cualquier cosa. Algunas veces incluso he sentido deseo de no removerlo para no diluir el precioso corazón que el desconocido camarero ha inventado dentro de la taza.
    Su bar es de una pulcritud digna de escribir, a pesar de la introversión de Susana.

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