Venía de casa, llegaba a casa. María bajó del tren una vez más y tropezó como el primer día en el que puso los pies en la ciudad. Aquel día también tenía los zapatos sucios, la boca seca. Pero ya no era aquel día. De aquel día habían pasado muchos años.
Comenzó a caminar, erguida. Ahora ya sabía dónde iba, sin prisa. Llegaría a casa en una hora. En esta casa, su casa, el tiempo tenía un valor universal y las personas se movían con soltura mirando el reloj constantemente. Todo era previsible, todo funcionaba. Todo era organizado, impersonal, eficiente. Tenía una sensación de
gratitud hacia su tierra de acogida que la hacía querer ser mejor ciudadana,
mejor vecina. La vecindad en una ciudad grande era ilustrada por su hombre con
historias sobre los pueblos mediterráneos conectados por
las olas, por los faros, por la arena de las playas que con él vio por primera
vez cuando llegó, temerosa y huidiza a la urbe que la estaba esperando sin
hacerle ningún caso, dejándola ser invisible. Aquellos expertos en navegación
de cabotaje, con sus dioses exuberantes, imperfectos y pasionales crearon el
marco donde se elevaban aquellos edificios que por dentro eran como todos los
edificios. Un hombre afeitándose, un gato de zarpas hábiles, un niño
desdentado, un abuelo viviendo en la añoranza, un velatorio que pasa inadvertido... Transistores y ollas pronto, estampitas y escapularios,
caminos de mesa, tapetes de ganchillo...
El trayecto al casa que
tantas veces hizo María, en aquella línea eterna de tren o autobús, la sumía en un
estado de excitación difícil de explicar. Eran viajes frecuentes que se fueron
distanciando, hasta sólo volver en el verano; era un ir y venir de sensaciones
encontradas. Por un lado, el reconocimiento de los orígenes, la familiaridad de los sonidos, los sabores, los colores. Por otro
lado, la repulsión que sentía hacia todo aquel estilo de vida anclado en un
pasado cuyas imágenes volvían una y otra vez con insistencia. El pueblo era
el dolor: la ciudad, el olvido. Cómo no querer permanecer a salvo entre aceras
y tranvías, entre transeúntes desconocidos, mirando escaparates, yendo hasta el
puerto a mirar el mar...
La tierra arenosa del pueblo,
aquella tierra pobre era una alegoría. La sangre vertida para conseguir nada, la hacía volver la cabeza una y otra vez al creer
reconocer entre la gente una voz familiar, un gesto de alerta, una mirada. A veces el crimen había sido por silencio,
otras, por ignorancia. Siempre odio y miedo. El miedo se respiraba en su mente,
se pegaba a los pulmones oprimiéndolos, sin dar tregua. El miedo sembrado en
los campos, cosechado cada día, volvió yermas a las gentes que fueron yéndose a
buscar otra vida mejor lejos de las garras de aquellos señoritos descastados,
inútiles.
Se fueron desvaneciendo, dejando piedras pesadas sobre las persianas.
Mataron los animales del corral, los regalaron.
Montaron en un tren de madera y
respiraron hollín por primera vez. Llegaban a cientos a la capital que prometía
una vida mejor que era en realidad una vida diferente. Como si de otro mundo se
tratara, tuvieron que aprender a vivir lejos de sus costumbres y vieron por
primera vez el mar. Ese mar de las culturas micénicas les hipnotizaba en su
eterno batir de olas, las mujeres con pañuelos atados en el pelo, las
jovencitas con melenas que se iban acortando gradualmente en un ejercicio de
mimetismo con aquella modernidad recién descubierta. Empujados por el hambre
llegaron a la ciudad que guardaba sus propias esencias viejas, sus aristócratas
acabados, su mística y su historia. Y
fue así, como en una especie de bautismo, en una ceremonia de iniciación
primitiva, cualquier recién llegado aprendía otra vida, otra lengua en la que intercambiar sonrisas. Aquellas sonrisas eran las que empujaban
a María a sentirse parte de la gran urbe que apenas reparaba en los emigrantes pero que les admitía sin problemas, generando en aquellos
hombres y mujeres un sentimiento imborrable de agradecimiento. Muchos años más
tarde, cuando todo hubiera acabado, cuando solamente existiera de la urbe
rápida y limpia el recuerdo en los que la habitaron en aquellos días de
juventud y prosperidad, quedaba un lugar en el corazón para la rabia hacia los
que crearon un pueblo inhabitable en cada camino, un cortijo en cada finca, para los
que ejercieron de forma despótica el poder sin trabas y para los que dejaron
morir aquel proyecto humano compuesto por la sed de muchos y el agua de otros tantos.
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