lunes, 15 de mayo de 2017

Sucedido



Me perturba ver a un agricultor vestido de domingo. Lo digo con todo el respeto, porque la experiencia nos dice que suele ser señal de alguna solemnidad inminente. Apenas he visto un par de veces al hombre que me antecede arreglado para una ocasión. Casi siempre un entierro, a veces un médico o un notario, con esa ropa que va quedando ligeramente anticuada, que sirvió para casar a un sobrino, o para hacer unas gestiones que se presumían gravosas. El hombre que camina delante de mí parece enfadado mientras cubre un trecho de calle lentamente, como cuando mira los surcos. No se hizo el asfalto para sus pies, ni esa ropa que le incomoda y que su mujer recoloca cada pocos metros, dando pequeños tirones, como cuando a un niño se le prueba la ropa del hermano, para ver si le servirá. La ropa del agricultor es un atuendo de compromiso, que le enmarca en la acción que va a llevar a cabo. Hace unos días que se ha sabido que cerrará un banco local que fue caja de ahorros, aquella que daba dinero para sembrar, para levantar una cuadra que era una gloria, para construir una vida gota a gota. Desde que se supo que habría cierre hay un ir y venir de caras largas. Cómo nos hacen esto ahora, cómo que el ordenador, cómo que los hijos… Es una situación insólita, quizá porque por primera vez el dinero no abre ninguna puerta y sólo es un trámite que no es personal. Es una gestión con un número, y eso es casi un insulto. Cómo se atreven.
Los reales, pesetas, duros, se han convertido en euros. Dame veinte mil duros (cien mil pesetas, seiscientos euros) que me los llevo ya. ¿No le sobra con doscientos? Cualquiera le enseña al cliente lo que significa corralito. Es mí-o, contesta musicalmente el cliente. Vuelva usted el próximo día, contesta un chico que empalidece por momentos. El chico no sabe que desde que se propagó el rumor no para de hablarse de una vez que hubo un caso cuyo  argumento se recuerda entre dientes, erizando los vellos del respetable en menos tiempo del que hace falta para que se firme el recibo que escupe con finura la validadora. Si me da unos días veré, es la respuesta elegida, como el autógrafo de una estrella de rock, repetido mil  veces en un rato. Lo siento, oiga, de verdad, no es cosa mía. Ya me imagino, chaval, dice otro lugareño, pero dame lo mío. Lo mí-o.
Pasa una la vida trabajando como una mula, dice otra mujer, que te dan ganas de hacer algo, que ya ni te renta. Hasta la semana que viene no está, dice una señora rubísima que se vuelve didáctica a la cola que comienza justo detrás de sus omóplatos, frotando índice con pulgar, muy por delante de la marca de “espere aquí su turno”. Aquí nos conocemos todos, aquí nos conocíamos todos, reflexiona otro hombre que lleva una rebeca fina, de esas que no envejecen por falta de ocasiones de lucirse. Parece mentira que tengamos que llevarnos el dinero del pueblo. Que nadie cometa la torpeza de decirle al cliente defraudado que hay un espacio intangible que no tiene nada que ver con los mojones de la carretera, en el que los dineros fluctúan y se funden. Que nadie le miente las tarjetas a uno de esos hombres que están acostumbrados a coger los terrones en las manos estrujándolos con saña.

Hay una vida que se resiste a desaparecer. Esto pasará, dice otra voz a mis espaldas, y al cabo de un rato ya no queda nadie para mirar casi con pena al muchacho del mostrador, que se quitó hace un rato la americana de confección, asfixiado por los silencios de los clientes, buceando entre montones de recibos firmados con total desilusión. Esto ya no es lo que era, habrá que acostumbrarse, dice el último que se va, mirando la puerta que se abre y se cierra sin sentido. Tanta puerta pa qué, reflexiona. Pa qué tanta puerta…

2 comentarios: