martes, 5 de septiembre de 2017

Soy árbol

Me imagino a mí misma como un tronco de árbol. Mis anillos dicen lo que ha llovido, lo que he sufrido, lo que me han herido, lo que he dañado. Mis anillos se nutren de historias que han hecho de mi piel una corteza impenetrable de la que se caen pequeños jirones, como la corteza de un eucalipto que bebe brisa por sus estomas, orgulloso de su fuste, hacia arriba, hasta la casa de aquella ardilla que salta y salta. Mis pequeños pedazos caídos se desprendieron un día cualquiera en el que alguien me miró a la cara y me puso delante un espejo, sin más, y me mostró mi fealdad desconocida, adquirida tras pasar de puntillas por el dolor ajeno, tan extraño, tan lejano. Opinable, descarnado, obsceno, gratuito…
Soy a veces un eucalipto en el que anidan pocos pájaros, en cuyas ramas cuelgan los excursionistas sus basuras, adorno inesperado de final de tarde con niños cansados, parientes molestos, jugada de cartas, herméticos vacíos, un poco de arena, un poco de sol, un poco de sal, unos espárragos robados a las dunas, un columpio colgado con trabajo, una manta donde dormimos una siesta perezosa, que no duró apenas unos minutos, porque el niño vino, porque el niño quería, porque el niño, porque la madre, porque el cuñado. La manta ha quedado plegada con parsimonia, como esa bandera que ponen sobre el ataúd de los héroes y entregan a la viuda con solemnidad, que es sólo miedo ante la muerte del otro que ha quedado exangüe tras un episodio que nos causa un recogimiento que es la duda de saber si seríamos nosotros capaces, si llegado el momento, seríamos el que se queda ahí, consciente de su pequeñez, ante lo que le compromete el tiempo, lo único valioso a la postre. Esa imagen hace que mi corteza se vaya quedando desnuda, como cuando otro niño está un ratito esperando junto al árbol y se detiene leyendo los testimonios de amor que lo fueron un día, y que quizá sean como las cortezas que se van desprendiendo por el trabajo de sus dedillos, aburridos de la espera que no termina mientras los mayores discuten sobre cosas más aburridas aún que esas salidas que sólo acaban con trabajos como sacudir la manta, como lavar los herméticos, como cepillar la tapicería del coche familiar en el que aparece una carta que enciende una pequeña hoguera, porque una baraja sin una carta ya no sirve salvo para hacer castillos de naipes, que eso es nuestra vida dice ella, y llora y llora y llora y el árbol queda desconchado, sin más.
A veces soy un ombú. Nazco por la mañana como una yerba desgarbada, me quedo mirando el cielo y subo y subo, mientras los que se llaman mis dueños   -ellos creen que lo son-, admiran la potencia de mis ramas, yendo hacia las nubes. Especulan sobre lo frondosa de mi sombra. Dicen que será una buena sombra para que anide bajo ella una familia humana, para que bajo las hojas haya un lugar para que estén los niños lechosos de piel quebradiza, que no pueden soportar el sol. Niños de venas azuladas, de mirada oceánica, de piececillos mullidos bajo el ombú, al que también dan una familia. El ombú debe crecer al lado de otro, prosperar y soldarse a otro ejemplar y entre ambos, resultar uno magnífico. A veces soy ombú y bajo mi fronde se para un caminante casual, que es amigo, o desconocido, o hermano, y mi sombra le refresca y le ayuda a seguir un camino que no es el mío, porque no puedo seguirle, porque mis raíces salen del suelo para abrazar la tierra que huelo cuando llueve y que me da la vida. A veces soy ombú y mi tronco crece y crece, pero basta un pequeño sobresalto para que emerja mi corazón hueco donde anidan las gallinas y se esconden los niños. A veces un corazón hueco es un refugio alegre para el que sufre, para el muchacho que sólo quiere correr y esconderse, para el animal que necesita tan sólo un lugar donde cobijar a su prole, desesperadamente dependiente, incansablemente pedigüeña, transida de hambre, de sueño, de aburrimiento.

Soy ombú hueco. Soy corteza frágil de árbol gigante. Soy un organismo vivo que no quiere pertenecer a nadie y que sin embargo está  sujeto a ligaduras que anclan a la tierra y la remueven. Se sentarán en mis raíces a llorar sus penas, a comer un bocado, a contemplar la vida que se ha ido, el amor que no regresa, la oportunidad perdida, la tierra imaginada. Soy el lugar donde alguien reposa sus huesos antes de seguir virando el rumbo, que es lo que distingue a una mujer ombú de cualquier otra, porque una mujer ombú no puede sacar sus raíces del suelo, tan sólo girar sus hojas de manera imperceptible para sentir una vez más la caricia del sol y ver partir al niño, al anciano, a los amantes, a los amigos, a los desconocidos y a cuantos se quedaron un minuto mirando hacia la copa, extasiados por el juego de luces que hacen de las ramas un caleidoscopio que aprecian al sacar de su interior un niño que andaba dormido o escondido en el hueco del  tronco, tal vez jugando con otro, tal vez escondiéndose de la madre que le llama, y ante la que se resiste a comparecer, porque cuanto le une a la infancia le aleja de la decadencia que son mis ramas secas,  ante las que mira sus manos nudosas, esas manos que me unieron a este espacio para siempre. 

8 comentarios:

  1. Jope, Angie, nos dejas sin palabras porque eres la dueña de todas. Excepcional, gracias por escribir así 😘

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    1. Eres generoso, gracias por estar. ¿Para cuándo un botillo? Abrazos ;-)

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  2. Qué maravilla, por favor… Yo quiero ser árbola contigo, paya, y aprender a escribir así de ti ;-)))

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  3. Angélica, definitivamente, eres una de mis escritoras favoritas. Tus palabras cantan.
    Qué ganas tengo de saludarte en persona...
    Un besazo,
    Laura

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    1. Ay, que no puedo ir a Naukas, pero crearemos la ocasión para reachuchar a Oihana y saludarnos como merecemos. Muchas ganas. Gracias por la lectura ;-)

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  4. Es usted sauce de suave sombra, de infinitas ramas accesibles, de cimbreo susurrante, asqueado pero firme, enraizado en el mismísimo humus...

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