lunes, 28 de mayo de 2018

Eliseo (7)


Eliseo marcha con el pan a casa. Hoy se le ve exultante, con una camisilla de cuadros que ha intentado planchar sin demasiada fortuna. Parece un adolescente, inseguro y candoroso, con ese rubor indisimulable que le sube al rostro cuando la panadera le mira a la cara. Pobre hombre, se dice Pili, la que le va a caer. Vino antes que él Susana y le dijo que el padre de Yoni andaba tras un vecino de Matilde. Confrontaron sus conocimientos y llegaron a la conclusión de que el analista era en realidad el pasante, de nombre Eliseo Serrano, y probablemente por eso anduviera semejante personaje tras él, por uno de esos juicios que le caen de vez en cuando por cosas nada importantes, como llevar el coche sin seguro o conducir algo pasado de copas. Este hombre es un desastre, afirma Matilde -recién llegada a la tahona y puesta al día por Pili- refiriéndose al padre de Yoni, siempre metido en grescas, y este Eliseo, Dios mío, con tan poquísimo espíritu, con esa cara de escolapio, que le van a dar hasta en el paladar. Hoy vino hecho un niño cantor de Viena, dice Pili, que pone cara de hastío por el asunto de Yoni padre, a lo que Matilde responde entornando los ojos, tapándose la boca ante el bostezo inminente, pensando fugazmente en Remi  cuando enfila la acera en dirección a casa Paco. La cantidad coches verdes que circulan hoy, hay que  joderse… Paco, perdóname que estoy un poco gili, porque no sé si lo mío es madrugar o trasnochar. Se lo va a comer por los pies, dice Matilde  a Susana, nada más verla  salir de la cocina. Cualquier día vienen los de El Caso. Paco, Paquito, dame un café en condiciones, que Remi está en la cuarta dimensión desde ayer tarde… ahora dice que soy su tía.  
Yo invito al café, dice Paco cogiendo a Matilde de la mano, estrechándosela un poquito. Matilde sabe surfear la vida. Cuando daban clase los dos, Remi y ella, se iban de viaje a Roma y venían hechos dos figurines, bronceados, estilosos. Parece que ve a Matilde entrar con la cámara de fotos colgada y una bolsa de papel en la que siempre les traía algo; ahora que todo ha cambiado,  sabe llegar de la farmacia igual de señora, aunque lo que lleve en el capazo sea un catálogo completo de píldoras de todos los colores. Aún me quedaba mundo por ver, pero mira, no esperaba yo ver tanto esta parte, dice con su habitual sorna mientras acaba el crucigrama con las gafas de Paco, que según él son las gafas del pueblo, porque sus clientes las piden como piden la baraja. Paco le dibuja un corazón con la leche y le guiña un ojo antes de ponerle dos barquillos que Matilde muerde con éxtasis teatral. Sacude el azucarillo con la pierna cruzada, sentada en la barra con verdadero sentido del equilibrio. Que me pierdo, Paco, dice con media sonrisa amarga tras apurar la taza. Susana le manda un beso desde su puesto de mando y Matilde se va sin prisa. Mañana me dejas pagar, ¿me oyes? Paco sabe que anda escasa, pero que conserva intacto su amor propio. Cuando naufragó Remi se pulió los ahorros en doctores, y ahora ya sólo toma café cuando puede. Es una señora, se dice Paco. Mientras tuvo no le faltó a nadie que estuviera cerca… Una mujer así merece mejor suerte y no sufrir por si llega al día de cobro. Entre el dinero y Remigio, Matilde es especialista en luchar contra el tiempo. Paco empieza a pensar que el tiempo también a él le está venciendo, cuando se gira en la cama y Susana ya no está, y la ve respirando con dificultad, a grandes bocanadas. Lo mismo le falta el aliento porque quería ser cocinera y viajar. Quería ser muchas cosas, pero quería también quedarse. Decidió pagar peaje. Siempre se paga, cariño, le dice Matilde muy seria a Paco, siempre se paga, siempre. Si se hubiera ido, uno, si se ha quedado, otro. Matilde cree que son muy felices, a pesar del sofrito y las facturas. Cómo no vas a serlo, no te consiento otra cosa, le dice a Paco por lo bajo cuando Paco le cuenta sus cosas, como que Susana se levanta por la noche y camina descalza con las puntas de los pies para no despertarle, abre un poquito el balcón y se escabulle a mirar las otras vidas. Él recibe el aire fresco con los ojos cerrados, simula dormir y se da la vuelta. Matilde ve desde su casa apenas un esbozo de la maniobra, pero distingue a Susana, que se abre paso en la oscuridad de la habitación, se calza, se echa un chal sobre los hombros, va a la cocina, vuelve con un té. Paco la observa desde la luna del armario; Susana parece feliz mientras está acomodándose en el sillón, acercando la cara al telescopio. Paco cierra los ojos porque ya no quiere mirar, cree que ya ha visto bastante. Con el otoño se le quitará la curiosidad, dice a veces Matilde. Cada vez hace más frío, métete para dentro, dice Paco a Susana, que respira profundamente al escucharle, como cuando iban a la sierra el día libre, y salía del coche al amanecer, y volvía en una carrerita de niña pequeña, y se pegaba a su pecho, buscando calor. Pero Susana ya no vuelve. No contesta a esa petición que se diluye, muy poco a poco. Un día de estos, lo sabe Paco a ciencia cierta, Susana le va a dar un susto. Ahora sólo está triste, pero puede que un día de estos se levante decidida y le diga que le deja, o que le quiere pero le deja, que será mucho peor. Ella tiene la certeza de que no hay nada que hacer y por eso llora sobre la cebolla y niega estar triste cuando él se le acerca y la abraza, y la mira al fondo de los ojos, y ella huye porque no puede explicarse. Huir de él de día, huir de él de noche. Huye de la cama y refugia su mente en las casas de otros. El telescopio enfoca al piso de enfrente; es el de un hombre que dice el padre de Yoni que es analista, pero Paco cree que no, porque tiene maneras de administrativo y lleva las manos manchadas de tinta. Últimamente viene a tomar café. Un cortado a media mañana, desde hace dos semanas. Parece contento con el servicio; parece inofensivo, tal vez lo sea. Es vecino de Matilde y ella dice que es soltero, que tiene una hermana horrenda que le pone a caer de un burro. Paco sólo sabe que el padre de Yoni le sigue, le ha visto hacerlo unos días, y eso no puede ser bueno. Es un hombre sin matices, y si acecha a alguien es porque quiere caer sobre él como una fiera. Con él no tiene ni para empezar. Casi le dan ganas de advertir a la futura víctima, pero el plan tiene sus fallos. Le da que el vecino de enfrente no es un hombre especialmente aguerrido, y si piensa que alguien le sigue, lo mismo ni baja de casa.
Ajeno a casi todo, Eliseo se dirige despacio al portal del bufete. Estaba guapa Pili hoy. Al darle el cambio le ha mirado y él ha sucumbido una vez más. Juraría que ella lo ha notado. Qué bonita es Pili, se dice el pasante, un poco más seguro de la cuenta con su camisa recién planchada. Piensa que eso también lo habrá advertido ella, y que tal vez le vea con más benevolencia si sigue progresando en su particular camino de refinamiento. La suerte no suele acompañarle en estas empresas. Siente embarazo al recordar una de esas citas que nunca se produjo y de la que él esperaba grandes cosas.  Elia estaba en la puerta de la biblioteca y él había coincidido con ella varias veces. Habían compartido incluso un café. Aquel día había decidido Eliseo que sería el día. Ella llevaba un jersey amarillo, el pelo sobre los hombros.  Antes que llegara a su altura, la mujer lo miró  un instante y se despidió con la mano sin decirle una palabra. La vio alejarse por la calle, muy despacio, y nunca más volvieron a encontrarse. En aquel momento en el que ella se perdía entre la gente, él debiera haber ido a rogarle que le explicara, debiera haberle arrancado una promesa, pero en la expresión de ella había algo sólidamente edificado: una decisión sin vuelta atrás. Le dijeron que se había ido fuera con una beca. Luchó contra la realidad y la esperó durante una semana después de la partida en el mismo lugar donde solían coincidir, sólo que estas veces no podía hacer trampa y volar escaleras abajo tras verla él venir por la calle. Ella parecía sorprendida cuando él salía del portal y  la acompañaba paseando, ajustando ambos el ritmo de sus pasos para dilatar el recorrido, la conversación. Elia se desvaneció, sólo eso. Con ella se fue gran parte de la alegría del joven, que, volcado en sus estudios, desarrolló cierto aislamiento social. La había visto unos años más tarde. Ella iba en un coche y él esperaba en un paso de cebra que cambiase el semáforo. Pasó como una exhalación; bastó un segundo para volver a los escalones de la biblioteca, al jersey amarillo, a las esperas posteriores, a esa sensación de fracaso que llevaba camino de eternizarse con momentos como el de hoy, temblando como una hoja ante Pili, ante todas esas historias sobre lo que pudo ser y no fue. Por eso el trabajo era un lugar tan apacible. Todo estaba planificado, no había lugar para la sorpresa.  Inmerso en este pensamiento, entra Eliseo con su llave al edificio del bufete sin encender la luz del zaguán. Sabe caminar a oscuras. Nota calor en el hombro, es una mano que presiona, como queriéndole hundir en el suelo. Parece que algo le clava los pies, pues no puede articular el paso. Un hálito a tabaco negro envuelve unas órdenes confusas: que no se le ocurra decir nada, que no se le ocurra moverse. Algo le presiona las costillas. Puede que sea una llave,  un destornillador o una navaja. Puede que no sea nada, pero por si lo es, el hijo del sargento Serrano se queda como una figurita de escayola, esperando instrucciones de la voz que le llega inesperadamente cálida. No me mires, maestrillo, que te dejo sin barriga. No miro, piensa Eliseo, pero no sabe si lo ha dicho ¿Lo repite? ¿Y si se cabrea quien quiera que sea? Pincha un poco su asaltante, requiriendo su atención, y a él sólo le sale un sonido, como cuando Tere bebe agua, un gluglú que no es nada, sólo la constatación de que está aún vivo. Me apuntas en un papel dónde vive tu jefe, ¿está claro? Vendré mañana o al otro. Más gluglú. El empellón le deja contra el panel de buzones, y no oye siquiera la puerta. Buenos días, dice la del tercero derecha, pasados unos minutos. Le veo a usted muy blanco, ¿se encuentra usted bien? Eliseo asiente y sube hasta la oficina donde un cartel aconseja pasar sin llamar. Una vez dentro se desploma en una silla. Aún no ha llegado el jefe, y mejor que tarde un rato. Tiene que buscar cómo contarle que hay un quinqui que quiere darle un susto a domicilio, aunque no corre prisa, porque una nota en su mesa le recuerda que el jefe está en un congreso, y que vendrá mañana tarde. Tiempo de sobra para morir de infarto, se dice Eliseo.


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