lunes, 11 de junio de 2018

Eliseo (9)


Pasó la noche lentamente. La mujer de enfrente, pese a toda su artillería óptica, estaba inusualmente quieta, sentada en un sillón. Eliseo la observaba ya hacía un rato; tampoco hacía él gran cosa. Sus progresos de interiorismo habían llegado al cénit al poner unas cañas de bambú en un jarrón. Algo vivo y relajante, se dice un Eliseo satisfecho con sus pequeños cambios, aunque un poco molesto al descubrir que Nemo está injustamente confinado y que debe hacer algo con él, que será esperar su muerte por causas naturales, ya que Tere tiene un acuario de órdago, pero lo mismo las especies que lo pueblan son sólo depredadoras y no puede correr el riesgo de convertir al pobre Nemo en la merienda de uno de los campeones de José Antonio. Era José Antonio un hombre nacido para competir. Eliseo observaba su actitud de lejos y notaba cómo se erguía si su interlocutor era más alto, cómo cruzaba los brazos a la más mínima oposición de argumentos, cómo ponía una mano sobre el hombro de aquél al que quería marcar. Con él era distendido y hasta condescendiente, ejerciendo una especie de protección muy lejos de la realidad, porque casi veinte años les separaban, y su cuñado empezaba a acusar los achaques propios de la edad, en forma de articulaciones crujientes  y falta de visión periférica, lo que dificultaba tareas como la conducción de un coche de muchas válvulas sobre el que hablaba con más orgullo que si hubiera sido un hijo. No era mal hombre José Antonio, pero entraba en una categoría de personas con las que no era capaz de sintonizar. Desde hace unos días Eliseo está preocupado por encontrar a otros con los que sintonizar. Le gustaría saber qué opina de eso la mujer de los prismáticos militares.
Susana está desplomada en el sillón del balcón. Es ya muy tarde y el sueño no llega. Le dice el doctor que se acueste, que no empiece otras tareas, que establezca una rutina. ¿Otra? Se pregunta Susana. No puedo con más rutinas. Su doctor le dice con cariño que las rutinas hacen que todo fluya. Por supuesto que no ha preguntado la mujer a qué se refiere con todo y a qué se refiere con fluya. Paco y él se conocen desde que hicieron la mili. Lo mismo Paco le ha dicho que ella se va de la cama y que él hace porque vuelva y no lo consigue. Los puñeteros secretos. A ratos quiere ser Matilde y seguir a rajatabla su máxima, que es no callar nada y después apechugar hasta que escampe. Pero para eso hay que nacer así, con ese descaro y esa frescura. Pili lo tiene claro: te cueces a fuego lento, Susanita, y claro, así no te escapas de todo eso que piensas. No sabe si Pili está al tanto de ese morirse poco a poco que la agota por las noches, pero como es una sabuesa de primera, le comenta con autoridad que no dormir es el abismo. Pili lo sabe y ya está. Asumámoslo, se dice Susana vencida, y por eso a veces coge el pan a la carrera, aunque quisiera decirle que se consume porque el niño es mayor y la aparta, porque Paco es mayor y la requiere, porque ella es mayor para otra vida, porque se siente cobarde, porque casi cree que no pasaría nada si se quitara de en medio. Este discurso que avanza a grandes pasos hacia la tragedia sólo es posible si no está Matilde cerca; su forma de confrontarla con la realidad siempre la dejaba sin razones para la queja: la desgracia es relativa, como la felicidad, como la alegría. Tienes cara de difunta de tercera, le solía decir Matilde, con una especie de cariño brutal que la devolvía de nuevo al mundo.
Susana se mete sigilosa en la cama. Paco se vuelve hacia ella, le roza la frente apenas con las puntas de los dedos. Que yo te quiero, Susana. Que ya lo sé, Paco, descansa que aún queda noche. Paco espera la respuesta a esa petición velada que hay en toda declaración. Había tenido un buen día. Logró hacer un par de corazones perfectos en el café de una pareja, un tulipán al hombre que ha resultado ser pasante. Le gustaba ver la cara de fascinación de  sus clientes  al ver el resultado de la filigrana. La leche flotaba sobre el café  como por arte de magia y él se desenvolvía con ligereza de ilusionista. Sus clientes parecían niños asombrados. Qué agradable era poder coger un adulto cualquiera y hacerle feliz un instante. Una tostada perfecta,  una porción generosa de tarta, una cucharilla brillante como un espejo.  Qué lástima que Susana ya no se asombre de esos primores diarios, que Remi no venga a contarle que podía estar en Roma haciendo esas cosas y cobrar el triple por un café. Qué pena que la belleza de esos actos insulsos sólo toque el corazón del desconocido. Por qué, se pregunta Paco, no podemos conservar la capacidad de asombrarnos y nos convertimos en esclavos de las rutinas, de los recuerdos. Por qué reinventamos el pasado y deseamos un futuro imposible.
Susana salta de la cama en un movimiento eléctrico y repentino. No puedo más, se dice, y se levanta, dejando a Paco fingiendo un sueño que también ha perdido. Si dejo el bar, tengo que ir a trabajar a algún sitio. Si dejo el bar dejo a Paco, porque yo quiero a Paco, pero no quiero lo mismo que él. Si dejo a Paco tengo que dejar el barrio, porque llevamos aquí toda la vida y no podré responder tantas preguntas. Donde quiera que mire estará él y eso será insoportable. Paco dirige sus ojos hacia el balcón, donde Susana divaga. No parece mirar hacia ninguna parte, apenas murmura en voz baja. Quisiera poderla escuchar, poder hurgar en lo que la inquieta. Susana le escuchará, pero ¿qué decirle ahora? Paco ya no tiene razones, sólo creencias: sin ti me muero, sin ti no vivo, sin ti no tiene sentido, sin ti, sin ti. Se ve como esos clientes que entran a veces al bar, buscando comer cualquier cosa y se quedan mirando a Susana, y ella les sirve muy seria, y ellos parecen infantes, y todo lo encuentran bueno porque les recuerda a alguien, porque necesitan comida caliente, porque andan perdidos entre la gente, buscando a quien no vendrá. Él no quiere ser un hombre triste, pegado a una vida pasada, un soltero calavera, intentando tener veinte años. Él quiere tener los años que tiene, pelear con el hijo  de vez en cuando, comer en el campo los domingos. Él quiere que en todas estas escenas esté Susana de fondo, que llene con sus gestos los silencios. Él cree. Él quiere. Lo que nadie sabe aún es qué quiere y qué cree Susana.
Susana  se remueve en el sillón, parece que hace frío, pero entrar es entrar a decir: mira Paco. Prefiere helarse en el sillón y ver cómo duermen los vecinos. Matilde ha sacado un pañuelo blanco y le ha hecho dos señales. Ayer le dijo muy seria que cuando la viera como un alma a esas horas haría cualquier chorrada, para que quedara patente lo que estaba pensando ella. Ya lo sé, Matilde, ya lo sé. Paco esta noche se resiste. Mañana libran y no hay excusa. El hombre de la pecera tampoco hace por dormir, apoyado en la ventana hace horas, mirando cómo otros duermen, o vigilan, o  huyen de  las propias ideas. El hombre de la pecera, Eliseo desde hace unos días, ya no apaga la luz y ayer, al coger el pan, miró a Pili a la cara. Matilde las tiene al corriente, dice que no hay maldad en su cuerpo, y Pili suspira con fastidio. No puede ser que este hombre me llegue un día y me diga: Pilar, quiero cenar con usted. Pues es inminente, dice divertida Matilde. Pili se pone seria y requiere a sus amigas. Decidle lo mío con Lola. Decidle que no me gustan los tíos. Anda, boba, dice Matilde, ese no se lanza en la vida. Va a esperar que casque Tere en tal de no oírla, y para eso faltan  diez años al menos.
La puerta suena, rotunda. Paco se fue en algún momento. Susana entiende que amanece. Apenas un rayo de luz, un frío que la ha entumecido, ni un alma por la calle. Paco debió doblar la esquina, le ha perdido de vista. Qué descanso, se dice ella. Paco se quita el mal humor caminando, un día llegó hasta la playa. Llevaba arena en las zapatillas y olía a sal al volver. Lo recuerda. Recuerda la incertidumbre, el sabor de la sal, el crujido de la arena. Otras veces ha decidido Susana que la vida es una estafa, y otras veces Paco ha esperado una inflexión caminando. Esta mañana se ha ido sin decir nada a Susana.  Es una forma de respeto que utiliza en contadas ocasiones, en las que la paciencia se ha consumido en actos sin significado aparente, como leer en el balcón antes del sueño. La ha dejado sola para que pueda ir donde Pilar y allí hable con Matilde y con ella del hastío, de la vida, de lo que no se puede negociar de los días que pasan, implacables.
En la panadería, Matilde tiene a Pili cogida de ambas manos. Tú no te agobies, mujer. Tú verás cómo eso no es nada, cómo es muscular, o nervioso. Susana llega suspirando. Mira quién llega… Ayer te vi gilipollesca, serían al menos las cinco, ¿viste que te pedí la oreja? Matilde tiene para todas y pone a Pili en antecedentes. Paco se ha ido a andar, lo mismo tarda tres días. Eso no es malo, eso es la vida. Yo ya no peleo con Remi, me dice a todo que sí. Lo que daría yo por poder tener con él aunque fuera una bronca. Eliseo entra sin hacer ruido y da un buenos días muy pobre, Pili le alarga la barra y él le da justo el importe. Un adiós aséptico y la puerta zanjan una posible conversación. Camina Eliseo por la calle diciendo que tal vez mañana, cuando una mano en el hombro le hace detenerse por sorpresa. Lo mismo es el quinqui que le acecha. Si grita, le oirá Matilde. Hace un esfuerzo supremo al girarse y mirar. Es la mujer del bar.
-Me llamo Susana, Eliseo. Soy la del telescopio.

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