Eliseo prepara el desayuno con parsimonia. Como hoy
cierra Paco, tendrá que conformarse con una creación propia. Paco le recomendó
una moka, una cafetera de aluminio de toda la vida, porque la francesa que tenía no cumpliría nunca las expectativas de alguien enamorado del expresso. Le hizo prometer que abandonaría el café soluble,
porque tomarlo es atentar contra el buen gusto. Ni caldo de pastilla ni café soluble.
Son fronteras que no hay que traspasar. Paco se puso intransigente con estas
dos cuestiones y Eliseo lo tomó como un toque de atención. El soluble era como
el hule y él ya no estaba en esa onda. Si había conseguido acostumbrarse a un
mantel de poliéster que se lavaba bastante bien, lo mismo haría con el primero
de la mañana. Así que sacó un paquete que había comprado en un tostadero
cercano y pensó en Paco mientras le
llegaba esa fragancia intensa que sólo se despliega la de la primera vez. Leyó las
instrucciones de la cafetera, lo lavó todo bien con jabón y agua tibia. Puso la
junta con cuidado, cargó el agua y el café y ajustó cuanto pudo la cafetera.
Una vez todo en orden, se dispuso a hacer un café de prueba que no tomó. El primero
perfumó toda la casa. El segundo le subió la moral por las nubes. Nunca más
soluble. Nunca más francesa.
Sorbe lentamente frente a la ventana, se siente
satisfecho de su pequeño avance. Remueve con la cucharilla en un movimiento sin
fin. Hay algo relajante en este gesto que repite sin propósito concreto, ya que
en casa toma el café aguado y sin azúcar, pero mover la cucharilla le relaja,
qué le vamos a hacer. Mientras se entrega a este trance, observa a Susana que
da vueltas y vueltas por el piso hasta que algo la empuja a bajar
precipitadamente. Paco sube con alguien ¿será el chico? Es el chico. Susana le
estruja contra ella, el muchacho sólo la abraza. Sí, debe ser el chico. Es más
alto que ella, y sin embargo ella le está protegiendo. A sus veinte años, con
Tere ya casada, nadie le esperaba en el portal. Iba y venía con absoluta
libertad, con la serenidad del que no tiene que dar explicaciones. Tuvo una juventud sin decepciones, sin tiranías. El
piso vacío se llenaba con las voces de la radio y ya no estaba solo; su familia era aquella gente que llamaba
contando sus historias. Con veinte años no había madre que
esperase, madre que abrazar. Toma aire Eliseo. El chico es afortunado, ojalá lo sepa. Paco le
manda un mensaje diciéndole que le
espera a las ocho, está eufórico y quiere compartir su alegría con el mundo
entero. Matilde le recoge y se van juntos, todos han quedado en el bar. Sólo
los amigos y el niño que ha vuelto, dice el mendrugo. Matilde anda disgustada
porque aún no se ha recuperado del funeral de Remi, y huye de las multitudes
afables y bienintencionadas que diseccionan en vivo. Es mala idea, remarca Matilde,
no se puede dejar al crío en este circo romano para que nos lo comamos crudo.
El chico no nos conoce… el chico no conoce ni a sus padres, y que tenga que ser
así… este Paco no tiene remedio, lo quiere arreglar todo dando amor, y a veces
hay que dar tiempo y espacio. Paco, Paquito, dile al niño que ya le
saludaremos, que lo mismo no le apetece. Paco observa al hijo con cara de ratón
sabio, deslizando un poquito las gafas para ver mejor de lejos. Está un poco
parado. Está atacado, replica una
Matilde que quisiera darle dos patadas en el culo, porque el niño no
tiene dónde esconderse entre tanta sonrisa voraz y tanta mirada penetrante y
tanta pregunta tonta: ¿te gusta volver a casa?, ¿Estás más tranquilo aquí?, ¿Echabas
de menos a tus padres?... Pero qué estupidez más grande, la obligación que
tendrá de contarme a mi o a otro si quería o no venir, si la habitación le
parece pequeña, si su madre le cuida mucho o poco. Este niño está como cuando
Remi y yo nos jubilamos, que llevábamos tanto tiempo metidos en la rueda que no
sabíamos estar solos, y todo era tropezar y evitarse y descubrir de nuevo al
otro. Al chico le falta intimidad para ver si quiere o no quedarse, que es
posible que no. Fíjate si yo me fui a hacer un ridículo planetario, por no
tener claro si quería estar o no en el piso, pero tuve que hacerlo sola, porque
con gente no puedes ser tú y equivocarte todo lo que te hace falta.
-Hola, soy Biel.
-Hola. Soy Eliseo.
Se dan la mano con corrección. Biel es un muchacho de su
tiempo, nada en él desdice, todo es armónico. Ha pasado ya la adolescencia,
pero conserva algo de niño aún. Se acerca a Matilde rozando su mejilla, casi besándola,
susurrando.
-Sentí lo de Remi, era un hombre como pocos.
Matilde coge su mano y viaja mientras la mira. Ofrece una
silla al recién llegado. Los tres dan la espalda diplomáticamente al grupo más
numeroso, y así pueden evitar parte del bombardeo que va llegando a
cuentagotas. Que si tú eres hijo de Serrano, el militar, que si Remi
conocía a la gente al final, que si Biel
es un nombre extranjero. No hay calidad en cuestionario que salta de lo público
a lo privado sin anestesia. Esto es un pueblo grande y para todos hay, dice
Matilde, visiblemente molesta por el interviú vecinal. Ya verás cómo el próximo
cuestionario es para Eliseo, porque Eliseo ha estado fuera de circulación un
tiempo y la gente se muerde las uñas pensando si gana mucho en el bufete, si va
a juicios como ese de la tele. Matilde se rasca teatralmente la cabeza con un
tenedor cuando ve llegar a la señora García, que es como un aparato de rayos x en versión doméstica.
-No ha venido Pilar, ¿tenía algún compromiso?
-Está de parto.
Eliseo y Biel estallan en una carcajada estereofónica,
que Matilde intenta disculpar con afectación dramática. La droga, señora, que
es muy mala.
Pero qué tremenda eres, mujer, dice un Paco
divertidísimo. Deja la vena dramática que nos apalean. Lo merecemos por este
aquelarre colectivo, dice Matilde intentando parecer comedida. Qué manía de
juntar gente. La juntas y después ¿qué? ¿La pegas con pegamento? Nos une la
rutina, el horario, pero chico, que habrá días para que nos veamos todos… Pues tú,
Paco, no: croquetas para cincuenta, cien kilos de ensaladilla rusa, pollo
estilo no sé qué y muchas aceitunas rellenas. Tú tienes un trauma con las
olivas, que se ve que de pequeño no te dejaban comer todas las que querías. Qué
manera de complicarte la vida, con lo
fácil que es iros los tres a un chino, o a una tasca a que os claven como a los
turistas…
Susana saluda desde lejos a Biel, que se siente seguro
entre Eliseo y Matilde.
-¿Tiene altibajos?
-Poca cosa. Ha vuelto a pintar, y Paco es San Paco. Está
feliz de tenerte aquí el tiempo que te quedes. Ha asumido que te irás, así que
disfruta y no te preocupes de nada. Ella te adora.
Algo en la voz de Matilde es diferente al pronunciar esa
frase, algo dolorosamente verdadero. Ella te adora son palabras mayores. No
sabe Eliseo si ha adorado a alguien, o si alguien le ha adorado a él. Tal vez
Tere, de pequeños, cuando sentía por él mucha pena y también mucha hostilidad, porque
le robaba horas de sueño y de trabajo. A veces Tere le daba un pellizco en la
piernecilla redondota y blanca cuando hacía una trastada o daba guerra para
quedarse dormido. Más que dolerle le desconcertaba ese dolor, que era como una
picadura de pez araña, seguido de un manantial de besos sin sentido, de
carantoñas que compensaban los dos lagrimones que caían por la cara del niño
Eliseo, que no entendía nada, sólo que no quería comer, que no quería dormir,
que quería a su madre y no a Tere, que quería irse con ella donde estuviera,
ese lugar difuso donde la idea de la muerte anida en la cabeza de los niños.
Fernanda le hubiera dicho quién le adoraba y también le
hubiera dicho que no se busca adorar a alguien, que es un milagro que ocurre
cuando se quiere sin reservas, como le quería Tere en ese momento en el que
eran los dos contra un mundo absurdo que dejaba a los niños sin madre un sábado
por la tarde. Amar sin reservas, querer con locura. Frases que no decían nada
al hombre, que sólo ve en sí mismo tibieza al compararse con los que le
rodean. Lola y Pilar, Susana y Paco, Remi y Matilde… no, él
no estaba hecho de lo mismo. Hasta Yoni padre, con ese tatuaje en el brazo evocando
al hijo le parecía más pegado a la vida que él. Biel sale del local mientras
cavila y palmea la espalda de Eliseo.
-Gracias por todo, hasta mañana.
Eliseo le ve alejarse en dirección a casa. Parece que
todo le favorece.
-¿Y a ti qué te pasa?
Eliseo medita su respuesta. Tal vez es la felicidad de
los otros, que le supera. Tres palabras –ella le adora- se habían convertido en
la clave para entender cuántos grados había de variar su rumbo, establecido
para no llegar nunca a donde quiera que se pudieran avistar sus
emociones.
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