sábado, 12 de octubre de 2019

Patria


Vivimos en un estado social, democrático y desmemoriado. La memoria se cubre bien las espaldas, se deja reinventar y reescribir, se llena de frases imaginadas en los despachos, en los ministerios y los partidos. Es complicado saber qué hay de verdad en la historia. Mis profesores de primaria (de FEN, aunque con otro nombre) escrupulosos y devotos, nos hacían leer unos textos que se titulaban “historia y leyenda”, sin que nos quedara nunca claro dónde acababa una y dónde empezaba la otra.

Con los años me di cuenta que el hueco que ocupa la leyenda pertenecía en realidad a la historia. Parte de mi historia se llama Manuel Hurtado. Nació en Rojales, Alicante. Murió en una saca en la cárcel de Alicante en el 39.  La leyenda dice que era sospechoso de  ser violento. La historia dice que aunque su pena de muerte estaba conmutada, se le ejecutó. Alguien extravió conscientemente ese papel que le liberaba de una sentencia de muerte fruto de un juicio sumarísimo , llevado por vaya usted a saber qué bilis. Alguien advirtió de la circunstancia, contraria a cualquier código que exista. Se le llevó aún así al paredón. Que yo sepa nadie pagó por ello. Fin.
Adhesión a la rebelión. Una hija. Una mujer muerta de parto. El exilio y la cárcel para su madre. El silencio de parientes y vecinos: una invitación al olvido en toda regla. Represaliados y conscientes recordamos lo poco que de él sabemos: que creyó en un mundo diferente, en la libertad y en la igualdad, que se mantuvo firme en el trance.

El miedo arraiga fuerte. Entonces había hombres que espiaban las blasfemias tras las tapias, confidentes, chivatos, sabandijas. Aceite de ricino y camiones de uniformados. A cantar por mis cojones. Eso también era España. España historia, no España leyenda. Ya no valen medias tintas. No se puede blanquear la miseria de dos  generaciones, el trauma que se transmite, esa manera de odiar al otro, aprendida en esa escuela de delación cainita de la que aún perviven herederos que fueron rentistas miserables, caciques roñosos, esa clase parasitaria y servil que se llama a engaño porque el mundo ha cambiado y no les gusta.

Tampoco le gusta a otros, amantes de la leyenda, parias de pleno derecho, sin posibles y sin futuro, estrambote y coletilla de los mantras escupidos a las audiencias sedientas de un mensaje peor. Lo peor es pensar que se puede pegar un tiro, que Dios tuvo algo que ver en aquello, que vendrán a salvarnos de los pobres más pobres unos señores siniestros que debieran ser pretérito perfecto. Si es verdad que la patria del hombre es la infancia,  no puedo dejar de olvidarme de la mujer de Manuel, en un retrato color sepia, y la cara de espanto de una señora cuando quise saber su historia. Tardé más de treinta años en saber toda la verdad. 
Como para dejarles avanzar siquiera un paso.


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