Mientras se escondían entre los
matojos, pudieron ver con nitidez a Mariano el de Melica dar un culatazo con la
carabina en las costillas a Remigio, que se encogió un instante, rechinando un
poco los dientes. Así quedó el sonido en los oídos de los testigos junto con el canto del grillo, las ramas quebrantadas por los pasos, la brisa acariciante y las
respiraciones de los hombres, unas agitadas, otra trabajosa. Remigio llevaba
dando tumbos cerca de dos días, entre que le echaron al coche, le llevaron al
cuartel y le pidieron la lista con insistencia. Lo peor es que no había lista,
aunque empezó pronto a sospechar que la verdad era lo menos importante. Lo dijo
entre paliza y paliza de la noche anterior, antes y después de las patadas,
antes y después de los cubos de agua, de caer como un fardo y levantarse y
perder el norte un par de veces. Sin posibilidad de solucionar el trance le
llevaron entre tres, empujándole por el camino, uno de cada brazo, otro pinchándole
con la boca de un fusil para que caminase más deprisa, en un empeño nacido de la
violencia absurda que llevaba a los verdugos en volandas desde hacía un par
de semanas.
La noche estaba fresca y tras los
romeros estaban los Pericos, paralizados por la inminencia de lo peor, eso de
lo que no se hablaba, eso que todos sabían, ahora ya incuestionable, con aquel
papel arrugado que Remigio dejó caer en un descuido, apresado en una de las
manecillas de los chicos, cerrado el puño dentro del bolsillo del pantalón del
mayor de los hermanos, reprimiendo un grito que se instaló en su garganta para
siempre, y que no le dejaba beber agua cuando recordaba el trance.
Apenas un fogonazo y tras él todo
devino en una sucesión de actos engranados por una costumbre recién nacida: unas
palabras, unas paladas, los esfuerzos, la huída. Disciplina. Orden. Eficacia. Se
hizo un silencio cortante cuando Remigio quedó en el agujero, apenas tapado con
tierra, esa tierra roja y suelta que ansiaba el agua del arroyo. No hay nada
que hacer aquí, dice un chico con la cabeza, y el otro le sigue a casa,
sin apetito y sin prisa. Sin ganas de decir nada.
Después de una noche de cien
horas, la mujer está donde quedó al verle salir. Sobre el delantal de cuadros, Perico
dejó caer una caligrafía elegante:
“Cuánto te quise, Lola”
Lola le puso la mano en la cara.
-Qué pena que crezcan los niños…
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