Remi respira trabajoso. A
veces le ocurre, dice Matilde. Pero hoy, no sé, le encuentro raro. Me ha
entrado miedo. ¿Miedo tú?, dice Eliseo. Si tú eres indestructible. No te creas,
no te creas, no te creas, dice Matilde bajando el tono poco a poco hasta
hacerse imperceptible. No te creas.
Matilde se ha sentado
junto a Remi. Bájate, Eliseo, bájate a casa, no he debido llamarte. Mañana no
trabajo, dice él. Puedo quedarme un rato. Eliseo baja a casa un instante, pone
una cafetera, la trae en una jarra, la sirve sin preguntar. Los sanitarios
hablan poco a estas horas. Lo que usted quiera, señora. Yo me lo llevaría.
Matilde desciende los escalones a unos centímetros de su hombre, espiando los
vaivenes de la silla. Cuidado, se le escapa de vez en cuando. Que está muy
cascado, que luego le duele el cuerpo, cuidado, cuidado…
Pasan dos horas, tres horas,
cinco. Es de día. Llega gente y se va. Matilde apenas dice unas palabras, más
para ella que para nadie.
-No estoy preparada,
Eliseo.
-Tienes que llamar a
Susana y a Paco.
-A Pili no, que viene
Lola. Le va a dar una sorpresa.
Eliseo acaba de comprender
quién es Lola, cuál es el secreto de Pili. Mientras intenta no aparentar su
asombro, Matilde le regala una sonrisa a cambio de su ingenuidad de niño bueno.
Remigio Cáceres, dice el interfono, y Matilde salta de la silla, perdiéndose
por un pasillo demasiado largo.
Hace una hora que Matilde
entró por la puerta cuatro. Susana y Paco llegan como llegan los que creen que
llegan tarde, con la culpa escrita en la cara, azorados, tristes.
-No sé nada.
Eliseo está pensando que
sobra. Ellos son sus verdaderos amigos, se dice con un poco de vergüenza. Ellos
saben lo que hay que hacer ahora, si hay que llamar a alguien. No sabe si
Matilde tiene familia, si en este momento ha de levantarse y desaparecer para
que todos puedan hablar más libremente. La mano de Paco en el hombro le disuade
en ese instante.
-Ella querrá que estés
aquí.
Susana sale a la calle. La
gente fuma a lo lejos, uno aquí y otro allá, cada cual con sus cuitas, trazando
círculos con los pasos, sin llegar a ninguna parte. El guardia de seguridad va
ahuyentando a los que salen, repitiendo sin parar la misma frase: caballero,
aquí no se puede, y ahí tampoco; allá sí, donde el árbol. De un alcorque lleno
de colillas brota una platanera escuálida que Susana dibuja en un cuadernito.
Todo en el árbol es triste, parece como esos pinos que crecen vencidos por el
levante, pero le falta fortaleza. Apenas unas pocas ramas después de una poda
expeditiva, sólo unas pocas hojas coronan las ramas más altas. Parece mentira
que haya un árbol tan melancólico, que el cielo esté tan vacío, que no haya ni
un solo gorrión. Parece mentira que Remi esté acostado con uno de esos pijamas
horribles y que Paco aún no haya hablado con Matilde. El árbol es anormalmente
estático y no hay nubes en el cielo, ni hay niños, ni nadie habla. La gente
fuma y da vueltas, parece un engranaje de movimiento continuo del que no sale
nada, que no va a ninguna parte. Paco sale a buscar a Susana. La encuentra
haciendo un boceto, sentada en un banco de hormigón. Este no se lo llevan, dice
rompiendo el hielo con una risa nerviosa. Remi se va a casa, pero está muy
débil, eso dice el doctor, y que le mandarán un enfermero a Matilde, para que
le vea allí lo suyo. Susana levanta la vista, haciéndole una pregunta. No, no
he hablado con ella. No me digas nada, mujer, ya sé que no soy buen amigo. Eres
como puedes, como todos, le responde Susana al oído, antes de cogerle de la
mano. A él no le faltas, porque él no está. Pero está ella, le dice entre
airada y triste. No tengo el cuerpo para esto. Dale un abrazo a Matilde y acaba
con este asunto.
Matilde estira el brazo
con la palma extendida hacia arriba. En ella están las llaves de su casa. Eliseo,
abre la puerta. Llega antes que nosotros, haz el favor, pide con un hilo de
voz, con expresión aturdida. Que esté la puerta abierta cuando lleguemos.
Eliseo arregla la cama con ayuda de Susana. Hay algo impúdico en estirar
aquellas sábanas que no son suyas. Paco espera en el rellano. Ayuda a subir la
silla. Cierra tras Remi y espera que alguien le diga algo. Se van los extraños
y queda un silencio glacial. Ven aquí, dice Matilde, estrujando a Paco contra
el pecho. Te echo de menos, mucho. Y echo de menos el mundo, la juventud, la
vida. Nadie tiene la culpa de esto. Vosotros sois mi familia. Eliseo se
escabulle hacia la puerta. Baja la voz Matilde mirando a Paco. Ayer me salvó la
vida; me moría de miedo, hizo café, dice a una Susana que traga a malas penas.
Es bueno no estar sola, responde la amiga. Paco y yo estamos bien, que sé que
te preocupas por todo. No te creo, dice Matilde, pero agradezco la intención.
Queréis que tenga paz y no puedo, porque lo que no me deja vivir es lo otro.
El timbre otra vez. Más
sanitarios. Son cariñosos. Le preguntan su nombre, le hablan. Sigue estando
Remi ahí, se repite Matilde. Apenas abre los ojos. No quiero que le duela nada,
firmaré lo que haga falta. Míreme, me llamo Pepe. Este es mi número. Me llama
usted cuando haga falta. Pepe tiene un aspecto delicado. Matilde abre mucho los
ojos, incapaz de comprender por qué la ha tomado de las manos. Pepe se va por
la puerta, es tan joven... Eliseo cierra con la tarjeta en la mano y habla un
instante con Paco para que les hagan comida. Idos al bar, yo me quedo. Luego me
escapo y me pones algo. Ahora subo un momento.
Le hace falta una ducha.
Ducharse le sentará bien. Eliseo deja caer el agua sobre el cuerpo. Caliente,
fría, es lo mismo. Su cuerpo tiene al fin sentido. Ha adquirido significado al servir para algo más que para
existir. Le duelen todos los músculos, rígidos, contenidos. Los siente, cada
uno de ellos. Todos han sido movidos de su posición habitual, incluso su cuerpo
le parece diferente. Se seca frente al espejo, ha adelgazado algo. Las camisas
le quedan grandes. A Remi le venía grande el pijama. No le conoció antes de
estos días confusos; sólo había tropezado a Matilde alguna vez, tampoco tantas.
Es como si hubiera estado dormido, y se siente rabioso por ello. La vida había
pasado, tantos años sin hacer nada, sin un objetivo claro, sin algo por lo que
dar la pelea. La imagen de Remi le
atormenta, incluso siente algo similar al miedo, que no sabe lo que es, que es
algo así como congoja, como ira, como angustia. Tiene unas náuseas muy
insistentes. Le domina un miedo atroz a lo que ha de llegar, a no saber qué
hacer con Matilde. Medio orfidal escupido al instante. Ropa cómoda. Fruta. Una
mochila. Un libro. Dinero suelto. Las gafas de sol. Un reloj. Un cargador. Las
llaves. Como si se fuera de viaje. Se siente como si estuviera de viaje en un
lugar desconocido.
Paco le espera en la puerta. Te agradezco
que te quedes. Eliseo siente pudor, no cree que nadie le tenga que agradecer
nada. Desde la ventana de Matilde se ve
la ciudad, la autovía, las personas. Se ve lo mismo un poco más alto que se ve
desde su casa. A los pocos minutos de llegar, Susana ya sale de su portería. Se
quedó Dora en la cocina, les ha salvado la vida. Las rutinas se repiten hora a
hora. El mismo autobús en la parada, las mismas personas que suben y bajan. Hay
algo metódico en ese ir y venir, algo productivo y necesario. Eliseo cierra los
ojos, sabe qué hay en cada lugar a fuerza de mirar y mirar por su ventana. Los
días se replican sin remedio. Hoy hay mercado. Pasan señoras con carros, con
capazos de los que sale algo verde. Lo ha visto miles de veces. Cada martes es
así, desde que lo recuerda, y hoy es martes. La ciudad, sin embargo, había
cambiado para siempre.
Enorme... Me encanta como conviertes la normalidad en un thriller intelectual. Avanti toda!
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