La lavadora gira y gira. Es la primera vez que va a una
lavandería, siempre había querido hacerlo desde que vio una película fresca y
distinta sobre gente que iba a esos sitios. La colada da vueltas a una
velocidad estable. Todos los movimientos continuos tienen algo hipnótico, y
Eliseo, sentado en el banco que hay enfrente de su máquina, empieza a entrar en
un trance espacio-temporal. Antes de hoy ha visto esa sucesión de círculos
continuos, airosos, perfectos. Su madre batía los huevos así, con precisión mecánica. Los cascaba en el borde del lebrillo y los
iba dejando resbalar poco a poco por la superficie del esmalte, ligeramente
inclinado el recipiente, para facilitar la faena. Montaba unas claras blancas y
untuosas con un brazo fuerte, que acunó muchos niños, que segó trigo y arroz, que restregaba la
ropa en el agua. Las manos de su madre no descansaron nunca. Hubiera quedado
muy satisfecha al ver la solución que aportaban aquellas lavadoras gigantescas,
pero seguramente -así se la imagina él- hubiera demostrado una cierta
incomodidad, al estar sin hacer nada mientras la máquina rodaba y rodaba.
Eliseo recuerda a su madre en estos momentos. La
sabiduría transmitida en susurros, generación tras generación de mujeres, tendría
seguramente una solución para aquellos días inciertos. Ella le hubiera dicho
qué hacer, qué decir, qué cocinar, cuándo callar, cuánto acompañar. Eliseo se
siente a ratos pequeño y torpe, como un pajarillo inmaduro, y sólo ha acertado
a decir a Susana que le preparase algo que hacer para aliviar a Matilde. Susana
hizo unos bultos de ropa que metió en sacos de plástico y le dio instrucciones
precisas: lava esto en la gasolinera. Las sábanas en la secadora, las cortinas,
no. Pasa después a quedarte un rato. Le dejaré una ensalada con pollo para
cenar. Por hoy no te preocupes, a ella le gustan esas cosas. Siempre ha sido
muy fina para comer, una señora muy señora.
La lavadora centrifuga, acelerando poco a poco. Mueve las
sábanas y las cortinas como si tal cosa. La otra vida de las sábanas y las
cortinas empezaba ahora. Supone que ambas acabarán en el fondo de un armario;
ya no tiene sentido volverlas a poner. Le gustaban esas cortinas, cómo se
mecían, cómo filtraban la luz en su justa medida. En su casa sólo había un
visillo permanentemente retirado. Tal vez era hora de cambiarlo. En su casa,
hace mucho ya, hubo habitaciones con cortinas que él veía danzar en las horas
muertas de la siesta. Parece que hace mil años; era esa época en la que su
madre lavaba, agachada en el paso del agua, frotando con toda la inercia del
cuerpo las miserias de los suyos. Tenía las rodillas redondas. Se levantaba del
suelo con las marcas de las esteras que ponía debajo de ellas. Cualquier cosa
servía para no estar directamente en el barro. Se maravilló cuando tuvo la
primera lavadora de turbina, aquella especie de marmita de porcelana donde se
metía a dormir el gato por la noche, pegado al olor de la ropa del trabajo, del
jabón y de los detergentes que llegaban para maravilla de todos. Eliseo, ve y
tráeme azulete. Azulete para las camisas. ¿Existirá aún? Era para unas camisas
tiesas, perfectas, que planchaba sobre la mesa, con una manta debajo, mientras
los demás hacían su vida. La vida de su madre transcurrió de asombro en
asombro, a caballo entre dos épocas, al margen del mundo cuando su padre faltó.
Así lo decía ella. Les faltó. Ya no estaba y estaba, sin embargo, en cada lugar
de la casa. Su madre se quedaba sentada, al lado de la lavadora, con la mirada
fija en los puntos de la porcelana. A él le parecía un pequeño firmamento
interpretable. Había puntos más y menos cercanos, se podía incluso hacer
figuras con ellos. Con el tiempo aquel diseño fue el del bajo del vestido de
ella, que su tía llamaba alivio, si acaso la palabra menos ajustada al caso,
porque igual que el bajo del vestido de su madre se fue poblando con geometrías
para sacarla del negro, su memoria replicó patrones y vivencias, llenando las
horas que las que él no estaba con las horas en las que él estuvo. Un día, –se
ahoga Eliseo al pensarlo- ella tampoco estaba. Quedamos nosotros, dijo Tere,
comunicándole un tipo de miedo desconocido. Las palabras de su hermana,
protectoras y cálidas, calaron en su ánimo comunicándole una idea que se hizo
fuerte durante mucho tiempo: el siguiente eres tú, Eliseo.
Viendo la colada dando vueltas sin parar, recordando
aquellas frases hermosas y enigmáticas sobre el círculo y Platón que Matilde
dejaba caer como si tal cosa, Eliseo metamorfosea en un ser estoico y tranquilo,
al que ahora mismo le preocupa aquello que tiene un horizonte temporal de unas
horas. Por eso, de vuelta al bloque 20, pasa por la panadería de Pilar y compra
unos hojaldres calientes de espinacas y unas magdalenas enormes. Su madre hacía
unas magdalenas doradas y altas, que invitaban a dar un mordisco en la capa de
azúcar que quedaba coronando las piezas. Su madre hubiera quedado extrañada al
verle, solícito y cálido, cuando él siempre había sido el más corto de la
familia, auxiliando a una mujer que acaba de quedarse sola, una mujer que ella
hubiera encontrado demasiado valiente, demasiado resuelta, demasiado leída.
Sería difícil explicarle a su madre muchas cosas. Le gusta pensar que ella
comprende sin que le explique, y que desde donde esté le escucha. Queda parado
en la acera, a punto de echarse a reír al pensar qué le diría Matilde sobre su
concepto algodonoso de la existencia. Queda parado y se le cae cualquier amago
de alegría al asaltarle las imágenes de las últimas horas. Parece mentira, se
dice, parece mentira. Es una verdad que atormenta y anula la capacidad de
pensar. Es viernes o sábado, no sabe decirlo, tendría que mirar el periódico.
Ha perdido la noción del tiempo. Le debían unos días y se los ha cogido sin dar
muchas explicaciones. Susana mira el paquete que nadie había pedido. Son unas
tonterías, para que coma lo que se le antoje. No comerá si está sola, replica
la amiga. Me quedo un rato, sin problema. No quiero gente dando tumbos por mi
casa, dice Matilde evitando mirar a los ojos, que a mi me gusta estar sola.
Será como tú quieras, dice Eliseo Serrano, pasante y ahora amigo, colocando los
pasteles en una bandeja, sirviendo un café descafeinado, removiendo incluso el
azúcar. Tendría que verte Tere, dice Matilde con sorna, liada en un albornoz,
con los ojos enrojecidos, dando un trago
que agradece; vaya con mi hermano el triste, que se ha quedado para poner
cafés. Se yergue Matilde un poco, para que la observen los que la quieren. No
miradme más, me cago en mi vida, que ya hablaré si necesito algo. Se queda
Eliseo de guardia, dice Susana mientras sale. En algún momento te vas a ir,
replica Matilde muy quedo. Debes hacerlo y yo, si veo que me come el miedo, te
llamo para que me socorras. Me quedo esta noche y andamos, propone Eliseo. Nos
vamos a caminar un rato. Matilde parece conforme hasta que una idea que no
revela descompone la serenidad de su gesto. Ya lo sé, dice Eliseo. Aún no has
tomado tierra.
El timbre suena una vez más. Lola se ha ido, dice Pilar
mientras entra a la habitación donde le sorprende ver a Matilde en una posición
imposible. Camina decidida hacia ella, pero la imagen de la mujer, profundamente
dormida en un sillón, la hace retroceder. Está agotada, dice Eliseo. Lleva
mucho sin dormir. Ambos la miran durante unos minutos.
-Siento lo de Lola.
-Debería habértelo dicho.
-No tenías por qué.
La cocina de Matilde es como un cuartel general. Hay pan
y café. Magdalenas y valeriana. Fruta y valium. Unas tazas de té. Un poco de
pan con mermelada.
Piensa Eliseo que ya han pasado tres días. Retira los
restos de los platos. Los tiraría si fuesen suyos. Tiraría hasta las alfombras.
Hay algo en este lugar que le suscita una aprensión desconocida, que le impulsa
a limpiar y desinfectar todo. Vierte un poco de vinagre en un barreño. Echa
unas gotas de detergente. Aspira el vapor penetrante que emana del líquido
donde sumerge poco a poco los platos y las tazas. Tras un remojo leve, los
frota con un cepillo, poco a poco. Los aclara. Los seca con un paño. Quita los
restos de agua de la pileta. Abrillanta el grifo.
Matilde sigue durmiendo en el comedor desde que Remi no
está. Eliseo subió con ella el primer día al piso, para que no lo hiciese
sola; la vio abandonarse en un sillón,
segura ante su presencia. Ahora hay un mundo de cosas pendientes, pensó el
hombre. Hay que fregar el suelo y los muebles, dice Pilar. Busca amoniaco,
Eliseo, por favor… Trae fruta. Lleva esto. Dile a Paco. Necesitamos bayetas.
Debe tener en los cajones.
Matilde tiene de todo en los cajones de la cocina. Tiene
fotos de Remi y de ella. Fotos de un perro que tuvieron, de una casa que
vendieron, de unas vacaciones pasadas. Las fotos están también entre la ropa,
como escondían las abuelas los dineros, en los pliegues de las almohadas, entre
las sábanas buenas. Qué jóvenes estaban
aquí, qué mierda de mundo éste. Sorprende verla colérica, encendida de pura
rabia. No puedo con esta estafa. Y dice Lola que Dios. No hablo porque me
enveneno. Pero qué mierda de estafa es ésta...
Reflexiona Eliseo en silencio. No cree en nada ahora
mismo, no cree firmemente en nada. En Matilde, es posible. En la pluma de
Susana. En el olor del pan de Pilar. En los cafés de Paco. Ahora cree también
en el dolor, en un dolor desconocido hasta ahora, que tiene que ver con la
impotencia que sientes al no tener nada que alivie al otro. Ese dolor le ha
asaltado al ver a Matilde agotada, al ver a Pilar tan triste, pensando en Lola,
seguramente, al ver a Susana, mirando a Paco. Qué dolor, Serrano, dice la
vecina del primero. Que era muy buena gente, que esto es joder por joder en
esta vida, que era un hombre de primera. Eliseo asiente. Le dicen cosas en voz
baja. Muchos lugares comunes, muchas preguntas al aire. Él sólo responde con
una sonrisa y una petición que no espera respuesta. ¿Me perdona?
Ven, Matilde, querida, es preciso que te desvistas.
Matilde se deja llevar por Pilar. Tienes que ducharte y comer cada día, tienes
que hacerlo sola. He mandado a Eliseo a la calle, para que nos traiga cosas. No
le trates como a un chiquillo, ha sido mis pies y mis manos. Mis pies y mis
manos, piensa Pilar, afligida. Nadie ha dicho eso de mí. Lola camina descalza.
Donde está no gastan zapatos. Es un animal salvaje, se dice la mujer, abrumada
por un sollozo que la ahoga. No necesita zapatos, no necesita a nadie. Su vida
allí no vale nada, pero aquí no sirve para nada. ¿Sirve para algo la mía?
Vuelve Eliseo y se va respetando la calma. No dice ni
siquiera adiós. Las bolsas en la cocina, la llave en el cenicero, la puerta con
suavidad. Ya en casa, la luz le asalta
desde la calle. Escucha a Pilar de lejos y hace como que no oye nada. Quiere
unos minutos a solas. Unas horas. Echar comida a Nemo y mirar un rato la tele. Pensar
en estos últimos tres días, en cómo la vida llega y se va. En cómo el dolor
llega y se queda. En cómo adoptamos el pesar del otro y lo hacemos nuestro. En
cómo, sin esa comunión extraña, no se puede decir que estemos vivos.
La vida, con sus recovecos, sus miserias, sus añoranzas, sus gritos, sus sinsabores, sus alegrías, sus destrezas... En fin... La vida.
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