Muy cerca del banco de alimentos
de Torrevieja, alguien voló su piso con unas botellas de gas. Los restos de parte de una vivienda aparecieron de la nada a primera hora del día, como aparece la cola de las personas que
acude estoicamente al reparto de comida. Viendo el panorama pareciera que el piso se
asfixiaba y abrió su boca de par en par, llevando la contraria por las bravas a
nuestra nueva vida menguante.
Los escombros desaparecieron
pronto. Si ahora pasa usted por allí, no queda nada más que el esquema de una
casa, a la vista de cualquiera. Tampoco está la cola del hambre. Todo se desvanece, como en un truco de magia; los desastres tienen carácter programado. Imagino una caligrafía tensa y unas
cartas apremiantes que notifican los calendarios de las miserias. Los plazos, los apremios, días naturales y hábiles, días para buscar una salida. Seguramente
los que estarán la próxima semana en esa fila interminable necesitan ayuda. También el hombre de
las bombonas, no lo dudo ni por un momento. Esta cola, este hombre, muchos más. Cuántos.
Estamos viviendo una realidad asfixiante. Ignoro si la población explotará o no. La pobreza y la desidia son catalizadores muy poderosos, pero que nada tienen que hacer frente a las lealtades y los cierres de filas. Las estructuras políticas andan pendientes de su propia hegemonía con todos los medios a su alcance. Frente al desayuno módico del parlamento, las demoras en las listas de espera, el ingreso mínimo mortal, como dice un amigo mío, no destinatario de la ayuda.
Patricia necesita una cirugía, ¿me escuchan? Pregunten por Patricia.
(¿Cuántas Patricias?)
La normalidad no eran los
aplausos, no eran esos carteles naif, exhibidos con gusto muy discutible.
Mientras todo era creer en los milagros, hay quien estaba apretando los dientes diez horas al día,
viéndolo todo, tragándoselo todo. Adelgazaron lo público, nos hicieron víctimas de su codicia y ahora responsables de cuanto ocurra. Nos vendieron una nueva normalidad que sólo
era una pausa para que nos echaran un poco de agua con la esponja. La
normalidad son personas que se estrellan a diario como los ripios del derribo
improvisado. Enfermos, solos, invisibles. Nadies de toda condición en un día a
día tozudo y tétrico. Nadies para los que la vida es hacer una cola, dos colas,
tres. Para escuchar una nueva negativa, recopilando montañas de documentación.
Esperando una respuesta sine die. Fantaseando con una vida que no termina de
llegar.
Una calle limpia da una extraña
sensación de paz. Una calle sin gente, en cambio, da miedo. Y es que hay algo
en el aire y no es el virus. Son los suspiros de los hambrientos, las ideas de
los que andan pensando en algo drástico e imposible. Una calle vacía es lo que
hay antes de un paisaje humano inquietante y triste, del que cualquiera de los
que me rodea puede formar parte. Yo misma, aunque me gusta pensar que no,
igual que nos gusta pensar que el hombre de Torrevieja fue solo el protagonista
de un suceso estrambótico.
Hablemos de cualquier cosa mientras tanto, los grandes asuntos son siempre otros. Somos cada vez más los que existimos en segundo plano, como esas colillas que siempre deja Ibáñez en sus viñetas para testimoniar la gente que pasaba por allí, pero que nunca protagoniza nada. Enciendo la tele y hay un señor con solemnidad necrológica diciendo que tenemos suerte. Me van a perdonar pero me da que no. Hoy este empaque no me convence, y aunque estoy muy lejos de la pirotecnia, entiendo que cuando sube la temperatura y los gases se comprimen, nada bueno ocurre. Lo aprendí en la pública, con las ventanas cerradas, porque hacía un frío horroroso. Ahora hay chavales que pasan tanto frío en clase como en su casa. Lo hemos conseguido: todos libres e iguales. Si esto no es conquistar las cumbres legislativas...
(me temo que continuará)
Que gusto leerte...<8>
ResponderEliminarGracias, Javier, querido <8>
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