En casa de mi tía había un arca de
madera. En ella guardaba la lencería. Las patas, torneadas, estaban hechas a
mano, cada una diferente, sorprendentemente iguales. Estaba allí, en la
habitación que se veía desde el pasillo. Llegábamos y dejábamos encima los
bolsos y las llaves. A ella no le gustaba, pensaba que no merecía el castigo de
nuestra despreocupación. Ese arca siempre había estado con ella, y antes con su
madre. Era un vínculo con la casa vieja que visitaba de vez en cuando, lo que
quedaba de una vida larga y azarosa.
El arca tenía un inquilino, una
carcoma enorme y voraz que todos habíamos asumido como parte de la familia.
Roía y roía. Cuando hacíamos una pausa en la conversación ahí estaba. Asumíamos
su existencia como parte de aquel mueble, para el que no había remedio
razonable, según mi tía. La carcoma era parte del mueble y ya está.
La carcoma iba haciendo desaparecer la
densidad del mueble, pero aparentemente estaba igual. Soportaba a los niños que
se subían al descuido, los chaquetones de invierno, cualquier cosa que no
supieses dónde dejar. A veces las personas son como ese mueble. Nadie repara en
ellas, lo aguantan todo. La vida las destruye lentamente por dentro. Dejan de
contar en los planes de los demás. Soportan situaciones que les sobrepasan durante un mes, dos años, diez. Se convierten en los ojos de otro, en sus
manos, en sus piernas. En su mente. Desmontan delirios, curan escaras, realizan
esfuerzos que sólo deberían estar a cargo de las máquinas que no pueden pagar. Las
personas que cuidan suelen ser pobres. Se empobrecen rápidamente, aprenden a
vivir con nada, encuentran sólo obstáculos. Y siempre hablan de lo mismo. Las
amistades huyen, las familias envejecen. Y la carcoma triunfa y un día el
mueble se desploma hecho harina. La tormenta perfecta. Y diremos que no debería
haber actuado así,
que no debería haber hecho ésto o lo otro. Opinaremos y llenaremos los
periódicos y las teles de la truculencia de la camilla con sábana blanca, de
los manifiestos oportunistas, de los líderes sin estrecheces.
Y por supuesto encontraremos una razón
para disculpar el desamparo, la desidia y la incompetencia de nuestros
gestores, que no han diseñado aún una estrategia que detecte una carcoma que
rasca y rasca hasta transformar un mueble regio en algo informe y profundamente
triste.
La desidia, principalmente es política. Mejor dicho es apolítica.
ResponderEliminarTu ya me entiendes. ¿Verdad?
Verdad... antipolítica <8>
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