miércoles, 31 de marzo de 2021

Prodigio

Todo el mundo sabe que los prodigios acuden a los días normales. Un día normal es aquel que ocurre sin intervención de médico o abogado; un día normal lo es de una forma pequeña y egoísta, porque depende de dónde ponemos los ojos. Transcurre el horror al lado de la alegría y éstas, suele pasar, ni se miran ni se tocan. La normalidad de los días, la placidez de las horas, es la lentitud de los momentos que se superponen, encabalgados como esos versos que amarillean en el corazón del que sufre, ese corazón que coloniza sienes, garganta, oídos. Esos versos y momentos son como esos días desde la cristalera, viendo llegar y alejarse a desconocidos que que trabajan, que salen de sus casas y sus coches, cada día a la misma hora. Les observas, les estudias. Primero te distraen, después empiezan a ser diferentes, cada uno por un detalle. Aquel invierno, a fuerza de mirar la vida desde el mismo ángulo fui capaz de predecir cuándo pasaría un coche azul con un éxito clamoroso.  La incertidumbre se había apoderado de mis horas y poder adelantar cuándo pasaría aquel punto de color índigo me aportó una felicidad infantil que mantuve unos días. El patrón era claro: furgonetas (tres), bus escolar, coche azul. Se repetía a las ocho de la mañana y a las seis de la tarde. Algo predecible, al fin.

El coche azul, una mañana, entró en el recinto. Aparcó bajo un pino enorme. Era una mujer de mi edad, caminaba deprisa. La perdí de vista a la altura de la garita. Estuvo el coche aparcado seis días sin moverse. El techo fue cambiando de color por las agujas que se desprendían al compás del viento que yo sólo podía intuir. Tal vez el aire que mecía el árbol era fresco y olía a leña. El mío era tibio y aséptico. La mujer del coche azul y yo compartíamos un aire que contenía miles de palabras. Siéntese, será mejor. Tengo que decirle algo. ¿Ha venido sola? Las fórmulas que antecenden al desastre, las introducciones a los infiernos. El séptimo día, un par de muchachos se llevaron el coche azul, poniéndole los cables a la batería. Ni rastro de la mujer. Siguieron pasando el bus y las furgonetas y no hubo más coche azul. Otra vez el mundo fue caótico. Otra vez busqué patrones y algoritmos. Días normales, días ordenados y persistentes, llenos de pulsos y de rutinas. Se va usted. Gracias. Faltaba para que pasara mi transporte y decidí pasear. Al llegar al aparcamiento noté cómo me seguía alguien con los ojos. Debajo del pino estaba el coche azul y frente a él había una mujer en una ventana, atrapada en un cuerpo, una vida, un edificio. Yo soy el otro que mira buscando un prodigio, pero como les dije, un prodigio no ha de tener un médico entre sus razones. No era, pues, mi caso.

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