Dos días después de la inauguración, Cinta abre el
escaparate de su tienda, “Enchanté”, un
local muy mono de marroquinería y complementos, con la vista puesta en las
ventas de hoy. Ha cambiado el escaparate y le ha quedado francamente bien, todo
en su sitio, perfecto para atrapar la mirada del que pasa con unos dineros de
más y tiene vocación de picar ese u otro anzuelo. Lleva Cinta un pañuelito rojo
en el cuello atado hacia un lado, unos pantalones tobilleros negros y una
camiseta de rayas. Se siente divina con su look francés, la ilumina un
optimismo inocente, cree que gracias a su amabilidad hará muchos clientes y con
una sonrisa pintada de fresa enciende el ordenador, la luz, la cafetera... Un golpe
la sobresalta, y es que hay un hombre con la cara aplastada contra el
escaparate mientras otro le da patadas en un costado. El hombre caído tiene la
cara girada hacia ella, pero no la mira. En realidad no ve ya nada. Cinta sólo
piensa en la alarma, la alarma. Tira el café sin querer, palpa bajo el
mostrador hasta que consigue pulsar el botón: ahí está ... Suena precisa,
estridente, piensa en salir corriendo... pero al dar el primer paso fuera del
portal encuentra a ese hombre de antes, que ya no se mueve, y del que le había
dejado así, ni rastro. Tiene la cara deformada, rota una ceja, las manos
apoyadas, una en la reja, como si
hubiera intentado asirse para escapar, y
la otra en la cabeza.
-Qué locura, qué locura...
-Tranquilícese, señora Cinta, sea
fuerte, le dice un empleado municipal a
punto de salir corriendo.
-Perico -alias Pejiguera- cascó a la primera, según
cuenta la portera. Ha acogido a Cinta y al revisor de los autobuses, ambos
mareados y deshechos por el espectáculo; el cabo de la policía local sólo acierta a quitarse la gorra para rascarse la cabeza.
-Todo me toca a mí, mira que el primer
día que me incorporo...
La portera contará y contará –con las
pertinentes modificaciones- lo que acaba de ver. Con un suceso semejante puede
extenderse sobre ese tema recurrente sobre el que le gusta explayarse, el ensañamiento y la carnicería que ronda estas
aceras desde que la gente buena se fue de allí, aquella gente que la conoció
diligente y con el pelo negro como el betún. Dice que el barrio se degradó
mucho de diez años hacia acá, y lo ilustra con un susto mayúsculo que tuvo y que
consistió en encontrar medio muerta en el rellano a una mujer que se pinchó
heroína en la portería.
-Una chica preciosa, bien vestida,
daba una pena... La calle se ha ido llenando de muertos, le decía al cabo
Vergara, que estaba a punto de desertar ante la falta de guantes.
-Yo sin guantes no trabajo, compréndalo.
-Pero me quitará este pastel ¿no?
-Por supuesto.
-Los muertos de esta calle ya no se
van, dice la portera con resignación, lo que yo le diga. Van por ahí sin
meterse con nadie, sólo inquieta que a una la miren fijamente, sin hablar.
Porque te miran como lechuzas... A la
Cinta este desgraciado
-era muy malo en vida, mucho- la va a visitar más de un día. Cuando
menos se lo espere, ¡zas! el Perico le sale y se la queda mirando como un gato de escayola. Mire, los pelos de
punta...
Ilustra la portera su escalofrío con
una piel erizada que enseña al cabo, que está como ella o peor. Le ha cogido el
suceso con el cuerpo suave después de una noche en la que había dormido como un
bebé. Ni por un momento llegó a imaginar lo que le esperaba cuando estaba tomándose
un café aguado en el bar, aunque
piensa para sí, que para mal cuerpo el de Perico. El que le ha dado así no
debería andar por la calle con el resto de la gente. Una vez fue a casa del
muerto cuando avisaron los vecinos. Había pegado a su mujer, una chica preciosa
que se quedó allí, encogida por el susto y la vergüenza cuando él se fue con aquel canalla esposado. Estaba bien muerto el indeseable, aunque el que lo había hecho no era mejor...
Se alegraba por la mujer sin reservas. Lo ideal es que a esta gentuza la
atropellara un tranvía. Con baldear, ya estaba la cosa resuelta, pero así no
podía quedar el asunto. Cinta estaba preciosa esta mañana, parecía una
francesita de película, tenía los labios pintados de un rojo que no había visto
nunca. La invitaría a un café cuando todo acabara, si ella quería, claro. Qué
bonita era...