lunes, 28 de mayo de 2018

Eliseo (7)


Eliseo marcha con el pan a casa. Hoy se le ve exultante, con una camisilla de cuadros que ha intentado planchar sin demasiada fortuna. Parece un adolescente, inseguro y candoroso, con ese rubor indisimulable que le sube al rostro cuando la panadera le mira a la cara. Pobre hombre, se dice Pili, la que le va a caer. Vino antes que él Susana y le dijo que el padre de Yoni andaba tras un vecino de Matilde. Confrontaron sus conocimientos y llegaron a la conclusión de que el analista era en realidad el pasante, de nombre Eliseo Serrano, y probablemente por eso anduviera semejante personaje tras él, por uno de esos juicios que le caen de vez en cuando por cosas nada importantes, como llevar el coche sin seguro o conducir algo pasado de copas. Este hombre es un desastre, afirma Matilde -recién llegada a la tahona y puesta al día por Pili- refiriéndose al padre de Yoni, siempre metido en grescas, y este Eliseo, Dios mío, con tan poquísimo espíritu, con esa cara de escolapio, que le van a dar hasta en el paladar. Hoy vino hecho un niño cantor de Viena, dice Pili, que pone cara de hastío por el asunto de Yoni padre, a lo que Matilde responde entornando los ojos, tapándose la boca ante el bostezo inminente, pensando fugazmente en Remi  cuando enfila la acera en dirección a casa Paco. La cantidad coches verdes que circulan hoy, hay que  joderse… Paco, perdóname que estoy un poco gili, porque no sé si lo mío es madrugar o trasnochar. Se lo va a comer por los pies, dice Matilde  a Susana, nada más verla  salir de la cocina. Cualquier día vienen los de El Caso. Paco, Paquito, dame un café en condiciones, que Remi está en la cuarta dimensión desde ayer tarde… ahora dice que soy su tía.  
Yo invito al café, dice Paco cogiendo a Matilde de la mano, estrechándosela un poquito. Matilde sabe surfear la vida. Cuando daban clase los dos, Remi y ella, se iban de viaje a Roma y venían hechos dos figurines, bronceados, estilosos. Parece que ve a Matilde entrar con la cámara de fotos colgada y una bolsa de papel en la que siempre les traía algo; ahora que todo ha cambiado,  sabe llegar de la farmacia igual de señora, aunque lo que lleve en el capazo sea un catálogo completo de píldoras de todos los colores. Aún me quedaba mundo por ver, pero mira, no esperaba yo ver tanto esta parte, dice con su habitual sorna mientras acaba el crucigrama con las gafas de Paco, que según él son las gafas del pueblo, porque sus clientes las piden como piden la baraja. Paco le dibuja un corazón con la leche y le guiña un ojo antes de ponerle dos barquillos que Matilde muerde con éxtasis teatral. Sacude el azucarillo con la pierna cruzada, sentada en la barra con verdadero sentido del equilibrio. Que me pierdo, Paco, dice con media sonrisa amarga tras apurar la taza. Susana le manda un beso desde su puesto de mando y Matilde se va sin prisa. Mañana me dejas pagar, ¿me oyes? Paco sabe que anda escasa, pero que conserva intacto su amor propio. Cuando naufragó Remi se pulió los ahorros en doctores, y ahora ya sólo toma café cuando puede. Es una señora, se dice Paco. Mientras tuvo no le faltó a nadie que estuviera cerca… Una mujer así merece mejor suerte y no sufrir por si llega al día de cobro. Entre el dinero y Remigio, Matilde es especialista en luchar contra el tiempo. Paco empieza a pensar que el tiempo también a él le está venciendo, cuando se gira en la cama y Susana ya no está, y la ve respirando con dificultad, a grandes bocanadas. Lo mismo le falta el aliento porque quería ser cocinera y viajar. Quería ser muchas cosas, pero quería también quedarse. Decidió pagar peaje. Siempre se paga, cariño, le dice Matilde muy seria a Paco, siempre se paga, siempre. Si se hubiera ido, uno, si se ha quedado, otro. Matilde cree que son muy felices, a pesar del sofrito y las facturas. Cómo no vas a serlo, no te consiento otra cosa, le dice a Paco por lo bajo cuando Paco le cuenta sus cosas, como que Susana se levanta por la noche y camina descalza con las puntas de los pies para no despertarle, abre un poquito el balcón y se escabulle a mirar las otras vidas. Él recibe el aire fresco con los ojos cerrados, simula dormir y se da la vuelta. Matilde ve desde su casa apenas un esbozo de la maniobra, pero distingue a Susana, que se abre paso en la oscuridad de la habitación, se calza, se echa un chal sobre los hombros, va a la cocina, vuelve con un té. Paco la observa desde la luna del armario; Susana parece feliz mientras está acomodándose en el sillón, acercando la cara al telescopio. Paco cierra los ojos porque ya no quiere mirar, cree que ya ha visto bastante. Con el otoño se le quitará la curiosidad, dice a veces Matilde. Cada vez hace más frío, métete para dentro, dice Paco a Susana, que respira profundamente al escucharle, como cuando iban a la sierra el día libre, y salía del coche al amanecer, y volvía en una carrerita de niña pequeña, y se pegaba a su pecho, buscando calor. Pero Susana ya no vuelve. No contesta a esa petición que se diluye, muy poco a poco. Un día de estos, lo sabe Paco a ciencia cierta, Susana le va a dar un susto. Ahora sólo está triste, pero puede que un día de estos se levante decidida y le diga que le deja, o que le quiere pero le deja, que será mucho peor. Ella tiene la certeza de que no hay nada que hacer y por eso llora sobre la cebolla y niega estar triste cuando él se le acerca y la abraza, y la mira al fondo de los ojos, y ella huye porque no puede explicarse. Huir de él de día, huir de él de noche. Huye de la cama y refugia su mente en las casas de otros. El telescopio enfoca al piso de enfrente; es el de un hombre que dice el padre de Yoni que es analista, pero Paco cree que no, porque tiene maneras de administrativo y lleva las manos manchadas de tinta. Últimamente viene a tomar café. Un cortado a media mañana, desde hace dos semanas. Parece contento con el servicio; parece inofensivo, tal vez lo sea. Es vecino de Matilde y ella dice que es soltero, que tiene una hermana horrenda que le pone a caer de un burro. Paco sólo sabe que el padre de Yoni le sigue, le ha visto hacerlo unos días, y eso no puede ser bueno. Es un hombre sin matices, y si acecha a alguien es porque quiere caer sobre él como una fiera. Con él no tiene ni para empezar. Casi le dan ganas de advertir a la futura víctima, pero el plan tiene sus fallos. Le da que el vecino de enfrente no es un hombre especialmente aguerrido, y si piensa que alguien le sigue, lo mismo ni baja de casa.
Ajeno a casi todo, Eliseo se dirige despacio al portal del bufete. Estaba guapa Pili hoy. Al darle el cambio le ha mirado y él ha sucumbido una vez más. Juraría que ella lo ha notado. Qué bonita es Pili, se dice el pasante, un poco más seguro de la cuenta con su camisa recién planchada. Piensa que eso también lo habrá advertido ella, y que tal vez le vea con más benevolencia si sigue progresando en su particular camino de refinamiento. La suerte no suele acompañarle en estas empresas. Siente embarazo al recordar una de esas citas que nunca se produjo y de la que él esperaba grandes cosas.  Elia estaba en la puerta de la biblioteca y él había coincidido con ella varias veces. Habían compartido incluso un café. Aquel día había decidido Eliseo que sería el día. Ella llevaba un jersey amarillo, el pelo sobre los hombros.  Antes que llegara a su altura, la mujer lo miró  un instante y se despidió con la mano sin decirle una palabra. La vio alejarse por la calle, muy despacio, y nunca más volvieron a encontrarse. En aquel momento en el que ella se perdía entre la gente, él debiera haber ido a rogarle que le explicara, debiera haberle arrancado una promesa, pero en la expresión de ella había algo sólidamente edificado: una decisión sin vuelta atrás. Le dijeron que se había ido fuera con una beca. Luchó contra la realidad y la esperó durante una semana después de la partida en el mismo lugar donde solían coincidir, sólo que estas veces no podía hacer trampa y volar escaleras abajo tras verla él venir por la calle. Ella parecía sorprendida cuando él salía del portal y  la acompañaba paseando, ajustando ambos el ritmo de sus pasos para dilatar el recorrido, la conversación. Elia se desvaneció, sólo eso. Con ella se fue gran parte de la alegría del joven, que, volcado en sus estudios, desarrolló cierto aislamiento social. La había visto unos años más tarde. Ella iba en un coche y él esperaba en un paso de cebra que cambiase el semáforo. Pasó como una exhalación; bastó un segundo para volver a los escalones de la biblioteca, al jersey amarillo, a las esperas posteriores, a esa sensación de fracaso que llevaba camino de eternizarse con momentos como el de hoy, temblando como una hoja ante Pili, ante todas esas historias sobre lo que pudo ser y no fue. Por eso el trabajo era un lugar tan apacible. Todo estaba planificado, no había lugar para la sorpresa.  Inmerso en este pensamiento, entra Eliseo con su llave al edificio del bufete sin encender la luz del zaguán. Sabe caminar a oscuras. Nota calor en el hombro, es una mano que presiona, como queriéndole hundir en el suelo. Parece que algo le clava los pies, pues no puede articular el paso. Un hálito a tabaco negro envuelve unas órdenes confusas: que no se le ocurra decir nada, que no se le ocurra moverse. Algo le presiona las costillas. Puede que sea una llave,  un destornillador o una navaja. Puede que no sea nada, pero por si lo es, el hijo del sargento Serrano se queda como una figurita de escayola, esperando instrucciones de la voz que le llega inesperadamente cálida. No me mires, maestrillo, que te dejo sin barriga. No miro, piensa Eliseo, pero no sabe si lo ha dicho ¿Lo repite? ¿Y si se cabrea quien quiera que sea? Pincha un poco su asaltante, requiriendo su atención, y a él sólo le sale un sonido, como cuando Tere bebe agua, un gluglú que no es nada, sólo la constatación de que está aún vivo. Me apuntas en un papel dónde vive tu jefe, ¿está claro? Vendré mañana o al otro. Más gluglú. El empellón le deja contra el panel de buzones, y no oye siquiera la puerta. Buenos días, dice la del tercero derecha, pasados unos minutos. Le veo a usted muy blanco, ¿se encuentra usted bien? Eliseo asiente y sube hasta la oficina donde un cartel aconseja pasar sin llamar. Una vez dentro se desploma en una silla. Aún no ha llegado el jefe, y mejor que tarde un rato. Tiene que buscar cómo contarle que hay un quinqui que quiere darle un susto a domicilio, aunque no corre prisa, porque una nota en su mesa le recuerda que el jefe está en un congreso, y que vendrá mañana tarde. Tiempo de sobra para morir de infarto, se dice Eliseo.


domingo, 20 de mayo de 2018

Eliseo (6)


Susana sigue con la mirada al gato famélico que merodea en la esquina donde la señora Mirta pone montoncitos de pienso. En esa esquina huele a pis de perro, a basura y a sopa de pollo agria. Se superponen pequeñas bandejas de pet transparente con carcasas de ave casi roídas, blancas por el sol. Pequeños cráneos de conejo los lunes. Hileras de hormigas siempre. Restos de paellas y cocidos. Fideos amarillísimos y resecos. Se ve que Mirta no vino o que otros gatos acabaron con todo, porque el animal da vueltas y más vueltas sin pararse. Tiene el pelaje mate y no hay en él ni un ápice de energía. Yo seré como ese gato, se dice la mujer. Se me marcarán los rasgos y la gente comentará que tuve dos rosetones en las mejillas, un hijo que hace tiempo que no viene a verme, un marido que vive en otra dimensión… Susana cree que Paco perderá la cabeza un día, así, sin estrépito, y que en lugar del pensamiento lógico y amable que le caracteriza, poblará su mente una maraña de datos revueltos, como esa masa de tarta de manzana que tanto gustaba  a su hijo cuando era pequeño y que se comía cruda, al mínimo descuido, rebañando el bol con una cuchara grande de madera. Una memoria que sea como una masa con tropezones en la que destaque algo dolorosamente aleatorio, como los pájaros que a veces se paraban en el balcón desde el que ella miraba ahora. Puede que su atención se centre en algo inocente que se convierta en obsesivo, como el marido de Matilde con los coches de color verde, que pasaba las horas muertas contándolos y perdiendo la cuenta, y que sólo llegaba hasta tres. Esperaba Susana que si Paco perdía el oremus le quedase un algo de cariño y la llamase con picardía como hacía el marido de Matilde, trayendo de estraperlo al adolescente que la llevaba a coger melocotones en bicicleta. Matilde acaricia los melocotones con nostalgia y siempre los huele antes de comprarlos, le parece una villanía no llevarle a su hombre la mejor fruta del mercado, aunque ella tenga que comer garbanzos de bote por cosas del equilibrio presupuestario, que ella llama funambulismo, con un deje de amargura. Matilde aún conserva la costumbre de pisar fuerte; le hace falta porque su hombre se desmorona poco a poco cada día. Su mal avanza a traición robándoles la alegría de estar juntos unos pocos años más. Ahora que se han ido los chicos, ahora que nos hemos jubilado, dice con hostilidad entre dientes. Sólo quisiera que su hombre estuviera un poco más con ella, que no perdiera de hablarle, porque a veces, entre tanta palabra sin sentido, le dice “ven, chula”, y Matilde se derrite y se le sienta en las rodillas, hasta que él se queja de que le hace daño, porque se ha ido y ha vuelto el que habita dentro del cuerpo de su hombre. Matilde no quiere dar pena y Susana la admira por ello. A veces no abre la puerta cuando va a verla. Ella sabe que está dentro, pero que no tiene ganas de lástimas ni de jaculatorias, así que no se lo toma en cuenta y le dice pegándose a la bisagra que la verá mañana cuando vaya al pan. Susana quiere estar segura, como si eso fuera posible, que cuidará a Paco como Matilde a su hombre, sin perder el temple, aunque esté confinada en el torreón del cuarto, según palabras textuales. Matilde está confinada en su cuarto piso sin ascensor con su hombre que cuenta coches, que persigue pájaros con los ojos, que apenas dice su nombre. Ha perdido las amistades con la costumbre de salir; hace años que no son buena compañía. La familia la visita poco, y ella casi lo prefiere, según le contaba a Susana esta mañana mientras tomaba un café. No quiero lástimas, te lo juro, dice arqueando una ceja. Desde el balcón de Susana se ve la persiana en rejilla de Matilde con un poquito de luz desde las cuatro. Su hombre perdió la cabeza y el reloj. Se ve que pasan mala noche, maldita sea.
A la misma hora, un hombre da vueltas por la puerta del bloque 20. Quien sea no puede dormir. Lo mismo no duerme porque le muerde la conciencia, porque le muerde la pena, o las tripas, que duelen de miseria y de ira, solas o combinadas en proporciones variables. Vaya usted a saber por qué el hombre se acerca a los interfonos con una linterna. Vaya usted a saber a quién busca y por qué a estas horas. A ella sólo le han llamado a estas horas para darle malas noticias, por lo que espera con cierto pudor desde su atalaya que se resuelva el misterio. Hay que ser cauto cuando sufre el otro, respetar, confortar, escuchar…pero mirar es casi impúdico. Aún así aguarda a cierta distancia de la lente, con el deseo de saber contenido. La ventana del hombre que cambió las bombillas se ha iluminado y ha sacado tímidamente la cabeza mirando a la calle. Quien fuera que tocase se ha ido corriendo a la esquina, donde el gato escuálido se escabulle con el espinazo   erizado.  Un poco más de aumento da la solución: el que toca es el padre de Yoni, y el hombre del bloque 20 tiene todas las papeletas para ser el analista. Susana suelta el telescopio que oscila peligrosamente en el trípode… ¿Y ahora? Está devastada. Casi se siente responsable de la suerte del hombre que quiere redecorar su casa.
Eliseo arrastra los pies por el salón, menuda gamberrada, insistir a estas horas para salir corriendo. Sería algún muchacho que venía de beber. Hay edades en la que las estupideces no tienen fin, por más que hagamos por olvidarlo. Hace unos días un conocido le recordó una fiesta a la que fueron juntos, aún muy jovencitos, y que acabó mal, a juzgar por cómo le recibieron un tiempo más tarde, cuando volvió al lugar del crimen. Eliseo apenas recuerda nada de aquella noche, pero según le contaron, insistió en bailar con una chica, el novio se lo impidió y todo desembocó en una riña tumultuaria, con platos rotos y desgarrones en las camisas a la altura del bolsillo. Cree recordar que la chica se casó con aquel novio y seguramente ambos le recuerdan como un jeta que les dio la noche. No se puede hacer nada para arreglar algo así. Eliseo suspira, porque aunque apenas lo recuerda ha sido joven y un poco locatis cuando estaba lejos fuera del control de Tere. Qué lejos queda todo eso. Qué lejos.
La vecina insomne está levantada, la ve en su observatorio del balcón. Si no fuese tan vergonzoso intentaría enterarse de quién es y por qué no duerme. Pili seguro que lo sabe. Pili lo sabe todo y lo comenta con gran lujo de detalles. Hace que los espectadores esperen sus golpes de efecto. Usaba un tono dramático que encandilaba a Eliseo, al que el tiempo de comprar el pan siempre se le hacía corto. Este mediodía, al pasar por delante de Casa Paco, la vio en la puerta de la panadería. Estaba recogiendo y limpiaba el escaparate subida a un taburete con los tobillos muy juntos, como en esas plataformas en las que prueban a las novias para poner los alfileres en el bajo del vestido. Pili estuvo casada y ya no lo está. Él se fue, dijo una vez, sin aportar más detalles. Eliseo recogió el dato con avidez y se sintió agradecido por la estupidez del desconocido. No supo que había abandonado a una mujer magnífica, o tal vez sí, y se arrepiente y larva la idea de volver para no sentirse tan desgraciado. Porque no se puede ser feliz habiendo hecho eso. Debe a uno corroerle el alma un viento abrasador, una sed implacable, al verla tan entera, tan independiente, tan distante. Eliseo es candidato a desvariar, por eso coge su pan cada día y hace un sprint para subirlo a casa, para que no se ponga duro, para volver a pasar por la puerta y mirar cómo va la venta, si ha vuelto el desconocido. Si ella le espera.
Pili tiene mar de fondo en los ojos. Hay personas que portan una tristeza remota, que emerge sin previo aviso, una tristeza que relata otra vida pequeña que se obstina en aparecer. Una vida olvidada, una vida vergonzosa, una vida trabajosa que se ha superado. Una vida que pudo ser otra pero que no lo es y está ahí para dejar claro que fuimos precisamente esa persona. Eliseo ve en Pili una mujer triste, tal vez una novia triste, como su prima Raquel, que fue al altar con ojeras de puro miedo. Un niño es como un perro, que olfatea lo invisible, y ese día en el que comieron y bebieron todos juntos, la novia apenas comió, apenas bebió, apenas estuvo con nadie. Eliseo recuerda a Raquel cuando pasó por su lado, con el vestido rozándole las pantorrillas de niño grande. Raquel olía a flor de naranjo y tenía las manos pequeñas. Tocó su cara imberbe; ese tacto se quedó prendido en el recuerdo como un jirón de vida arrebatada. Cree que Raquel regaló sus días en lugar de compartirlos a aquel hombre perfilado que la marcaba de cerca. Se apagó poco a poco, es lo que decían de ella cuando apareció en la cama con unos frascos vacíos de optalidón. No pudieron hacer nada. Fueron a casa de Eliseo por la madrugada y tocaron a la puerta como hoy, robando el sueño, desbocando el corazón y la cabeza. Su madre apenas le habló.  Al día siguiente le vistió de domingo y le llevó a casa de su tía. A Raquel la enterraron con el traje de novia, y  Eliseo estuvo en el velatorio. Tenía diez años y era la primera vez que veía un muerto. Le pareció todo extrañamente irreal. Esperó infructuosamente que Raquel se levantara a tocarle la cabeza, siempre lo hacía cuando le veía.  Mientras su tía remetía el vuelo del vestido dentro del ataúd, el niño Eliseo descubrió que la tristeza mata. Que la muerte es definitiva. Incontestable.


lunes, 14 de mayo de 2018

Eliseo (5)


Se planteaba bien el día. No tenía más que escanear unos expedientes, mirarse una declaración y hablar con los de la imprenta para que mandasen material de oficina. Llevar tantos años en la empresa le permitía hacer numerosas gestiones por teléfono; cuantos trabajaban habitualmente con sus superiores le conocían. Al fin y al cabo era el pasante más viejo del mundo. En realidad no constaba como tal en ninguna parte, pero a él le gustaba considerarse así. Era un hombre sin ambición, así lo tenía asumido  desde que tenía memoria, incluso antes, con la conmiseración escrita en la cara de sus allegados. Las familias suelen dibujar sus propios esquemas de poder. Eliseo, para los suyos era un pobre hombre, sin posibilidad de sobresalir en nada, candidato a estar tutelado o dominado toda su vida. Todo eso, repetido más o menos claramente durante años, creó en el hombre una forma de ver la vida desapasionada y lenta, dando la razón a los que pensaban que no debía pelear más que por la estabilidad que le ofrecía un empleo como el que tenía, ejerciendo muy por debajo de su categoría, sin molestar a nadie, quizá la mejor razón  para perpetuarse en la firma que le acogió hace ya más de veinte años. Pocos de sus compañeros de promoción tienen su sosiego, y Eliseo siempre agradece esa ventaja de su posición. Los más veteranos invertían horas en estudiar a los nuevos,  siempre pendientes del ascenso, permanentemente amenazados por el más joven y aguerrido, envidiosos, suspicaces. Él renunció a la zozobra del oficio en una reunión en la que su superior le avanzó su futuro, siempre y cuando estuviera dispuesto a fotocopiar, traer café o tomar declaración indistintamente, sin reclamar espacios de reconocimiento, sin retos que fuesen más allá que cumplir las tareas encomendadas cada día. Las órdenes, escritas en notas sujetas con clips, aparecían como el maná cada mañana, y eran ejecutadas de manera eficaz por Eliseo, que encontraba en su nómina un estímulo suficiente para su actividad. Había visto caer muchos buenos letrados y subir muchos inútiles en guerras estériles en las que se disputaba un prestigio que nada tenía que ver con el valor, sino con el lugar que se ocupaba en un escalafón tan artificial como tramposo. No, él no estaba para esos juegos. Prefería ser un auxiliar administrativo feliz que no un juez frustrado. Por eso te dejó tu novia, dice Tere cuando saca el tema, con el único propósito de la humillación. Ella sabía que no te harías rico nunca. A veces Eliseo siente la tentación de decirle a Tere que José Antonio, su cuñado, es un trepa y un tragaldabas. Tragaldabas habla de su gula y su desmesura, de su afición por los puticlubs y los chismes que comprometen. Tragaldabas. Saborea la palabra hasta que Tere le interrumpe de manera desabrida diciéndole que está lelo. Yo lelo y tú cornuda, musita.
-¿Qué dices?
-Nada.
El compañero no sabe que Eliseo discute mentalmente con Tere mirando fijamente la impresora nueva, programada con un tóner de polvo. Ha costado más cara que otras, pero ofrece copias y copias sin errores, y la ha elegido él. Se siente orgulloso de esa pequeña conquista que le hará la vida más fácil, sin tener que esperar tanto tiempo para leer los relatos escalofriantes de los sumarios. Eliseo opina que hay sentencias que son una novela truculenta y las lee como el que ve películas gore; también hay otras, para contrastar,  que son solamente aburrimiento y desidia a partes iguales. La última en llegar al bufete -del segundo grupo- es sobre un accidente en la vía pública. Una señora cayó por un adoquín mal puesto y se rompió su muñeca de modista fina. Algo tan vulgar como una piedra que sobresale había provocado que una mujer estupenda estuviese a punto de dejar veinte años de oficio. Las cosas  que nos corroen, se dice Eliseo. A mí, las impertinencias de Tere, a la señora del adoquín, no poder enhebrar una aguja desde hacía seis meses. Seis meses, piensa Eliseo, no se sabe si eso es mucho o poco, todo depende de haciendo qué. A él no le importaría estar seis meses haciendo fotocopias, día tras día. En cambio, seis meses con Tere eran material para la tragedia. La idea de tenerla detrás y delante de él con su letanía de reproches era tan estresante, tan desagradable, que fue torciendo el gesto hasta el punto de llamar la atención de su compañero de despacho, Peláez.
-Deja de leer esas historias, que vas a tener pesadillas. Por cierto, está merodeando el lanzador, mira antes de abrir la puerta.
Peláez se refería a un caso en el que acusaban a un hombre de haber tirado por un balcón una bolsa de basura al mismo tiempo que pasaba una señora, ocasionándole un esguince cervical. Hasta aquí, casi la risa. El día que aceptaron el caso todos comentaron lo cutre del asunto, y en eso debería haber quedado, en un sucedido de esos que contaba con tanta salsa Pili, pero la señora que se convirtió en blanco tenía marido, que subió sin pensárselo a la casa desde donde cayó la bolsa y bajó al lanzador cogido del cuello tres tramos de escalera, con resultado de empate a esguinces cervicales. Las partes tuvieron a bien amenazarse de palabra, y el lanzador, además, pensó que era buena idea zarandear al jefe de Eliseo, el abogado de la primera víctima, cuando le encontró en el bar en el que estaba comiendo, a la salida del juzgado. Desde la denuncia por la agitación del letrado, no pasaba día en la que no apareciera por la puerta del bufete gritando barbaridades; era un caso de trabajo social, eso había dicho el jefe para tranquilizar a todos, y Eliseo respetaba su criterio de no entrar al trapo, aunque él veía un caso criminal inminente. Esa misma mañana, antes de subir al trabajo, después de un cortado cremoso y aromático, el sujeto en cuestión se le había acercado con aire confidencial preguntándole si trabajaba en el bufete, a lo que Eliseo contestó en una milésima de segundo que no, que él era del laboratorio de análisis clínicos de la segunda planta. Hubo en ese momento un algo de afrenta y de derrota, pues un segundo después, rindiéndose a la visión de un tatuaje con el nombre de Yoni rodeado de hojas de acanto y estampado en el antebrazo del sujeto en cuestión, subió los escalones de dos en dos. Eliseo nunca había conocido a un Yoni o al padre de un Yoni. Se ruborizó mientras corría escaleras arriba, pensando en que Tere le hubiera dicho como mínimo cagado, al ver su reacción, y hubiera invocado a su santo para que diese lecciones de hombría. José Antonio, su cuñado del alma,  que lleva un ancla en el pecho, fruto de una noche movida en el puerto de Cartagena,  hubiera sido capaz de castigarle las costillas al lanzador como clase magistral, no ya por sentido de la justicia, sino por ese código de honor que dice que un hombre no puede gritar a otro sin salir caliente del trance. Le hubiera puesto verde su cuñado viéndole mentir y correr, a punto del síncope ante la perspectiva de verse en manos del personaje. Eliseo, víctima del efecto Yoni,  llegó hasta el cuarto piso conteniendo la respiración, permaneciendo allí unos minutos, tras los cuales bajó al segundo, humillado y ofendido. Lo recordaba azorado mientras salían las copias, perfectas, una tras otra. Aquella máquina, cuyo plástico aún olía a nuevo, le reconciliaba con su amada vida normal. Eliseo cogió los folios, los grapó con precisión milimétrica y los colocó primorosamente en una carpeta.  Escuchó algo en la calle y abrió levemente el visillo. Un hombre –ese hombre- caminaba arriba y abajo por la acera de enfrente, parándose de vez en cuando a mirar hacia arriba.
……………..
-Ponme dos gildas y una caña.
Dos cañas más tarde, Eliseo pasó por la puerta del bar, camino a casa.
-Mira, el analista.
-No quiero líos aquí.
El hombre pagó y salió sin decir una palabra.
-Ese nos traerá problemas.
-Lo sé.
Susana huele los problemas de lejos. Conoce a esas personas que buscan culpables de sus desgracias, que fabulan sobre la vida de los otros, pensando que algo de ella les pertenece: el coche del otro, la casa del otro, la mujer o el trabajo del otro. En ocasiones, si nadie pone freno al desvarío, esa idea toma cuerpo, se vuelve sólida, y el objeto de la envidia empieza a percibir una hostilidad creciente, más o menos manifiesta, desgranada en pequeños actos mezquinos, en maledicencias, en acciones intrascendentes cuyo único fin es arrebatar el sosiego y la felicidad que se supone hurtada. El hombre que acaba de salir con la mirada fija en el peatón tiene una especie de misión, una entrega mística a un objetivo. Susana no quiere saber qué lleva entre manos, pero si viera al analista cara a cara le diría que se andase con ojo. No sabe uno qué puede estar pensando alguien con tan poco seso, qué puede estar ideando para poner en su sitio al hombre que nada ha hecho para merecer tanta atención y que aún debiera vivir con cierta despreocupación, aunque fueran sólo unas horas.

lunes, 7 de mayo de 2018

Eliseo (4)


-Tú estás mala.
-Que no.
-Que sí.
-Que noooo…
El último no se alargó lo bastante para que Susana pudiera firmar la nota  a Pili y salir corriendo, con el saco del pan en volandas, hasta el bar. Susana notaba el calor de la masa cocida, traspasando el papel hasta su piel. Era una calidez casi sensual, que hubiera prolongado si el trayecto hubiera sido más largo. A veces Paco la encuentra lavándose las manos con el grifo del agua caliente abierto y le llama la atención porque no lo cierra después de haber terminado de usarlo. En realidad ella está yéndose por el desagüe con el agua. Mientras el agua discurre entre sus dedos es libre, pero Paco no se da cuenta y ella no se lo explica, porque las explicaciones siempre llevan a explicaciones más largas y cuanto más largas, más posibilidades de llegar a la verdad, esa verdad desnuda que tanto miedo da y que acecha en actos vulgares, como lavarse las manos durante cinco minutos sin causa aparente. Susana entró por la puerta trasera del bar y dejó la carga en la cocina sin hacer ruido, se puso el delantal y comenzó a trocear cebollas con la boca abierta. Dicen que si abres la boca no te dan ganas de llorar, pero Susana quería llorar, necesitaba llorar, así que con la boca abierta comenzó a sorber las lágrimas, saladas, inacabables, que comenzaron a caer sobre la tabla donde se amontonaban los trocitos minúsculos, primorosamente clónicos, que poco a poco iba vertiendo a la cazuela para hacer un fondo genérico –tomate, cebolla, pimiento- que le aprovecharía para casi cualquier cosa. Al avivarse la cocción, una oleada cálida y húmeda le subió hasta los ojos haciendo que los entornase. Tapó la cazuela para sofocar el vapor. Bajó el fuego. Se sirvió una taza de té. Destapó varias veces la cazuela y comenzó a remover con mimo aquellos trozos, poniendo atención en cada uno de ellos, entrando en un estado parecido a la atención consciente donde aquellas unidades resultaban  diferentes e iguales a otra; de este modo pasaban los minutos por su mente, viendo casi con amor el cambio de textura y color a cámara lenta, sintiéndose cebolla y aceite, vapor y metal. Tras dos tazas de té y sin saber cómo, había preparado algo parecido a un pisto. Últimamente le ocurría que hacía cosas sin reparar en que las había hecho; a menudo llegaba a casa con el coche tras recoger al niño, y aparcaba sin recordar haber pasado por este o aquel semáforo, por los pasos de cebra o los cruces. Por la mañana Paco siempre salía antes para ir al merca y comprar género del día, así que él se llevaba el coche y ella iba caminando al bar.  De paso recibía en la cara el fresco de la madrugada, y aunque siempre coincidía con las mismas personas que iban a coger el transporte para ir a trabajar, podía permitirse el lujo de caminar sola sin decir una palabra, un verdadero lujo para una persona que como ella, pasaba el día hablando con los demás. Casi le resultaba gracioso que la considerasen una mujer afable, cuando ella estaba deseando no intercambiar una palabra con nadie, prisionera de su posición en la barra, de los saludos que esperaban respuesta, de tantos y tantos relatos que consideraba basura que era depositada en su mente como una semilla de mala hierba que germinaba en cualquier momento. Bastaba que saliera a la calle o llegase un cliente para que sin querer recordase esa cosa tan intrigante que alguien había dejado caer mientras le pagaba. Puñetera la falta que le hacía saber ciertas cosas, que no eran sino pequeñas venganzas, chismes o verdades que no importaban a nadie, pero que dejadas caer al descuido sobre la barra, tenían posibilidad de ser esparcidas si no por Susana, que se consideraba persona discreta, por parroquianos que, hartos de su propia vida, cultivaban la ajena con verdadera entrega. No, a Susana no le interesaba la vida de casi nadie. Bastantes fatigas pasaba ella en el bar. Trabajar con Paco allí era como estar en un escaparate, porque a fuerza de estar delante de la gente, se pierde la capacidad de disimular, y todo el mundo se entera cuando las cosas van bien o mal, si el niño saca buenas notas, si quiere un perro como su amigo o si su amigo se va con sus padres a Benicarló, porque es más barato que Peñíscola. No era consciente de su transparencia hasta que llegaba un cliente y preguntaba -por mera cortesía o por puro cotilleo- cualquier cosa que había sido dicha sin tener conciencia de ello. En esas ocasiones le asaltaba un desasosiego grande, pensando que algo más de la cuenta se les había escapado a ella y a  Paco, y que alguien, tal vez, atara cabos al verla entregada a sus abluciones. Aquella exposición era casi una penitencia, porque cuando planificaron el bar ella quiso que una parte de la cocina quedara en el campo visual de los clientes, para no perderse nada del bullicio de las mañanas. Con el tiempo supo de la falta de acierto de su decisión, pues aquella disposición la dejaba  desamparada respecto a la mirada implacable del otro. Aquella vida sin secretos corroía a Susana, que necesitaba cada día un pequeño lugar para la intimidad y el silencio. Un lugar silencioso para ver sin ser vista, para estar sólo ella como espectadora de un mundo que la ignoraba, dándole así una paz que deseaba más de lo que estaba dispuesta a reconocer.
A cien metros metros de allí, Eliseo se desayunó con una noticia inesperada: en el bufete habían estado de reformas, y hasta las once no querían que fuese nadie, porque hasta esa hora no acababan de limpiar. Un pequeño contratiempo; a efectos prácticos era como si se hubiera levantado dos horas antes de la cuenta, y por si fuera poco,  se había echado a la calle cuando según su reloj sólo eran las diez y media. Había calculado mal y ahora le sobraba media hora en la que no sabía qué hacer. ¿Qué se hace cuando a uno le sobra media hora y no puede hacer nada? Sus conocidos estaban todos ocupados, y media hora era poca cosa. Recordó por un momento, mientras colocaba el diario bajo su brazo y echaba a andar sin rumbo, aquella época de opositor famélico, en la que la calderilla era convertida en café, sin duda la mejor forma de matar el tiempo y el hambre. Un café, sí. Un café le sentaría bien.
-Un cortado, por favor.
El camarero, con seriedad académica, comienza con agilidad coreográfica eso que lleva haciendo, posiblemente, los últimos treinta años. Golpea el cazo para que caigan los posos a un cajón cuyo borde aún resiste. Seguidamente dosifica en dos pulsaciones la mezcla. La comprime posteriormente con delicadeza y encaja el portafiltro en un movimiento leve pero suficiente. Eliseo cree en los artistas de cualquier sector y acaba de encontrar eso que llama Tere baristas. Tere fue a Italia en unas vacaciones pagadas y nadie que la rodee se ha recuperado de su entusiasmo con el tema, de sus diapositivas y sus historias interminables sobre el expresso y sus matices. Seguramente le hubiera gustado ver cómo este señor -que no tenía nada sobresaliente a primera vista- abría el grifo de vapor dejando salir un poquito, para después calentar la leche haciéndola burbujear el tiempo justo para que no quedase demasiado caliente. Tere hubiera llorado de pura emoción al ver el paño blanquísimo, ligeramente húmedo,  que era usado con despreocupación profesional por el camarero para eliminar los restos de leche. A Tere le hubiera complacido esa forma de verter la leche, formando una hoja, ese dejar la cucharilla brillante, el azucarillo y la galletita de canela en el platillo del café. Y esa barra, limpia como un espejo. Eliseo rompió el sobrecillo, y reparó en una frase motivadora de esas que se ven tanto en las redes, que alientan una vida zen y con sustancia. La tentación le pudo y le hizo una foto para subirla inmediatamente a su perfil social. Al abrir el sobrecillo terminó esparciendo unos granitos de azúcar. Menos mal, piensa Eliseo, que ha hecho la foto antes. Tal vez las fotos que ve por ahí son todas de antes. Antes del despido, antes de volverse desconocidos en un viaje, antes de pagar la mariscada, antes de la primera raya en la pintura del coche... Concluyó mientras removía el cortado que todas aquellas imágenes que le daban tanta envidia eran las del antes, pero él, desde su apocalipsis lumínico, era el hombre del después, así que se prometió solemnemente no subir más fotos del antes e intentar forjar un buen después sin darle demasiada publicidad. Se sintió satisfecho con ese pensamiento que sólo le vinculaba a él, pero que era una especie de promesa que no podía incumplir. Habían pasado diez minutos desde que entró. Removió un poco más el café que  le quedaba, sorbió un último trago, mordió la galleta y pagó según la lista de precios que había expuesta. Se limpió las comisuras de los labios con la servilleta, inusualmente algodonosa. Salió mirando al camarero sin decir nada, esperó a que sus ojos coincidieran y levantó las cejas con una leve inclinación de cabeza, un gesto que pudiéramos interpretar como “hasta luego”. El gesto fue devuelto con sonrisa incluida por el camarero mientras limpiaba la barra describiendo grandes círculos, y Eliseo experimentó con la reciprocidad de la despedida un cierto bienestar. Al fondo estaba la cocina, y allí la actividad era frenética. Una columna blanquecina salía de los fogones, pero no se podía adivinar aún qué compondría el menú. Al salir encontró una pizarra en la que se había escrito en caligrafía primorosa la minuta del día: “Pisto con huevos. Emperador a la plancha. Pan, postre y café. 8€”. En aquel lugar todo parecía funcionar como una máquina bien engrasada.  Sin considerarse un gourmet, gustaba de un buen café de vez en cuando, y allí no estaba nada mal y tampoco podía decirse que fuera caro. La espuma, perfecta, la consistencia, también. Sí. Tomaría café allí de vez en cuando, camino del trabajo.