martes, 25 de septiembre de 2018

Mala tarde


Esta luz es amarillenta, como la  cresta de un gallo que se desangra, gota a gota, para hacer la comida de la fiesta. Esta luz es amarillenta y contiene polvo suspendido, para hacer más fatigosa la tarde, una tarde llena de niños muertos y mujeres muertas y hombres muertos o huídos. Mujeres y niños asesinados, hombres asesinos suicidas, hombres que huyen de su destino.  La tarde amarilla como la cresta del gallo tiene un olor imperceptible que incomoda. Es ese olor a gente extraña, cuando de repente entra en tu casa un tropel de desconocidos y deja de ser tu casa y toman posesión de todo con excusas y con cariño, con una sensación de prisa que no es tal. Nos vamos lo antes posible, debieron decir alguna vez a la madre de una mujer muerta.
La tarde de cresta de gallo se ha quedado huérfana de explicaciones. Nadie parece saber por qué matan a las mujeres. O lo saben y no lo evitan. O no lo  evitan lo bastante. O no las protegen. O no saben protegerlas. O hay algo que se nos escapa. Puede ser, en esta tarde cetrina, que alguien muy importante esté dando vueltas a la idea de irse a la vida corriente, abdicando de sus glorias y miserias, cegado por la visión de una mano inerte y amarilla. Una vez vi una mano inerte y amarilla, una  mano sin rostro, asomando bajo una sábana. Qué  imágenes tienen los hijos que sobreviven, qué dolor el de los que se quedan, qué odio el de los matarifes, asesinos con excusas, ebrios de dominación, malos, malos, malos.
Está el aire amarillo como ese gallo que ya no importa a nadie. Está la tarde pesarosa. No sé si es cosa mía este aire que hace que el pensamiento se ofusque, que haya una casa, dos, tres, destrozadas a estas horas, invadidas por gente buena que ya no puede hacer nada, lejos de los que están tras sus parapetos: los que pudieron, los que debieron, los que no supieron evaluar correctamente la amenaza. Los que no se irán porque no han hecho nada malo. Deberían dimitir. Deberían dejar paso. Hoy quiero que se vayan a pensar si no han estado perdiendo el tiempo.
Tener una vida para esperar. Una vida para asestar un golpe. Es complicado ser sombra de una sombra, también me lo han dicho esos hombres que recogen los pedazos de las vidas, pero en esta tarde amarilla vale la pena proponerse que sea sólo de tarde en tarde cuando logre zafarse uno de esos hombres y haga lo que han hecho estos tres últimos. No hay cifras normales  de mujeres, de niños muertos. Las mujeres que viven con miedo merecen algo más que minutos de silencio. Tal vez merezcan ser tratadas como los que hoy no darán la cara.

jueves, 20 de septiembre de 2018

M.


Arde el asfalto. Los zapatos de M. son pequeños, pero no tanto. Limpios de no jugar, sucios de haber caído en los charcos. M. es torpe desde pequeño. Se lo han dicho muchas veces. Si naces torpe como M., apenas puedes jugar a nada, no te eligen para los equipos, retrasas los progresos de las estrellas locales. Los maestros le hablan a menudo. Debes jugar con los niños. Debes estar con los demás. M. visualiza esos imanes que se repelen dejando siempre entre ellos la misma distancia. Intenta acercarse a un grupo y el grupo se desplaza otro tanto. Corre y ellos corren, pero no están jugando, porque corren lo bastante como para que nunca los alcance. Casi es mejor. Si lo hace, terminará con sabor a tierra en la boca, tropezando con una papelera, recibiendo un balonazo en la cara. En los últimos campeonatos escolares, M. fue reclutado a la fuerza. Le vendrá bien, decían los adultos. M. llegó a casa lleno de cardenales. El balonmano es un deporte de contacto. Este chico no se suelta, pero es que es un poco cómodo, dice otro de los maestros. Es cómodo, es triste, es patoso, es orgulloso. M. es muchas cosas diferentes. M. es inteligente y comprende la diferencia entre lo que es un accidente y lo que no. Entre la broma y la putada. M. no va a los cumpleaños. Tampoco nadie va al suyo. Es un acuerdo tácito entre todos los niños normales, que hacen cosas normales y juegan sin mayores problemas. Si es M. el que tiene los problemas, por algo será. M. lloraba mucho y ahora no llora nada, escribía un diario y ya no lo hace. Piensa en la muerte, en la vida, en el amor, en los amigos. M. dibuja y pinta, pero sus dibujos se manchan o se pierden. Muchos días no almuerza. Sólo lleva lo justo. A veces alguien le saquea la mochila, pero es que M. es despistado, es mentiroso. Así lo dicen los otros chicos, hartos de que M. se queje. No te quejes y actúa, dice un maestro que se confiesa harto. Siempre te quejas. Actúa.

M. actúa como sabe. Sabe callar y apartarse de lo que le hace daño. Va y vuelve solo. Dicen que es menos seguro, pero solo está mejor; tiene miedo de que vuelvan a por él: ya hace dos días que no pasa nada y eso es bueno. Intenta hablar con personas mayores, para que vean por dónde pasa. Cree que un día le van a tirar a un pozo.  Hay uno de camino a la escuela. La escuela no le hace feliz, la escuela no es un sitio seguro. La escuela es una especie de condena sin sentido, porque él, que él recuerde, no ha hecho nada.
Necesitas aprender a convivir, le dicen a menudo. Que interactúe, dice otra maestra nueva. Gran palabra. Está de moda. Que esté con el peor de la clase, dice un maestro a otro, lo mismo se hacen amigos. M. no entiende la estrategia, aunque es muy productiva. Él no pregunta y su compañero tampoco. Dos cosas menos de la lista. Su compañero no es el peor, ni mucho menos; tiene montones de problemas de todo tipo. Se los cuenta a veces a M., sin esperar ninguna respuesta. Son problemas tan graves que han hecho un viejo del niño.
Empieza la escuela y para los M. es un infierno.
Os abrazo, M.s del mundo.
(Contadlo siempre. Ganad tiempo. Superad cada día.  Creed en vosotros…)

Al final los que más corrían no han llegado a ninguna parte.

viernes, 7 de septiembre de 2018

El arca


En casa de mi tía había un arca de madera. En ella guardaba la lencería. Las patas, torneadas, estaban hechas a mano, cada una diferente, sorprendentemente iguales. Estaba allí, en la habitación que se veía desde el pasillo. Llegábamos y dejábamos encima los bolsos y las llaves. A ella no le gustaba, pensaba que no merecía el castigo de nuestra despreocupación. Ese arca siempre había estado con ella, y antes con su madre. Era un vínculo con la casa vieja que visitaba de vez en cuando, lo que quedaba de una vida larga y azarosa.
El arca tenía un inquilino, una carcoma enorme y voraz que todos habíamos asumido como parte de la familia. Roía y roía. Cuando hacíamos una pausa en la conversación ahí estaba. Asumíamos su existencia como parte de aquel mueble, para el que no había remedio razonable, según mi tía. La carcoma era parte del mueble y ya está.
La carcoma iba haciendo desaparecer la densidad del mueble, pero aparentemente estaba igual. Soportaba a los niños que se subían al descuido, los chaquetones de invierno, cualquier cosa que no supieses dónde dejar. A veces las personas son como ese mueble. Nadie repara en ellas, lo aguantan todo. La vida las destruye lentamente por dentro. Dejan de contar en los planes de los demás. Soportan situaciones que les sobrepasan  durante un mes, dos años, diez.  Se convierten en los ojos de otro, en sus manos, en sus piernas. En su mente. Desmontan delirios, curan escaras, realizan esfuerzos que sólo deberían estar a cargo de las máquinas que no pueden pagar. Las personas que cuidan suelen ser pobres. Se empobrecen rápidamente, aprenden a vivir con nada, encuentran sólo obstáculos. Y siempre hablan de lo mismo. Las amistades huyen, las familias envejecen. Y la carcoma triunfa y un día el mueble se desploma hecho harina. La tormenta perfecta. Y diremos que no debería haber actuado así, que no debería haber hecho ésto o lo otro. Opinaremos y llenaremos los periódicos y las teles de la truculencia de la camilla con sábana blanca, de los manifiestos oportunistas, de los líderes sin estrecheces.
Y por supuesto encontraremos una razón para disculpar el desamparo, la desidia y la incompetencia de nuestros gestores, que no han diseñado aún una estrategia que detecte una carcoma que rasca y rasca hasta transformar un mueble regio en algo informe y profundamente triste.


domingo, 2 de septiembre de 2018

#Eliseo (y 21)


El nido de Susana se vacía. El de Matilde lo está. El de Eliseo no se llena. El nido de Pilar ya no es nido, ni anida nada en él. Los huecos están conectados y entre ellos existe una comunicación que hace que los sonidos se escuchen más o menos nítidos. Susana sabe de Lola, Pilar sabe de Biel, Paco de Matilde, Eliseo de todos. Saber del otro no es real, así lo cree Eliseo. No sabemos nada del otro, nada de nada. La gente de la universidad. A la mayoría no los frecuenta. Unos triunfaron, la mayoría, no. ¿Qué es triunfar?, se pregunta Eliseo. Triunfar en la vida, diría su cuñado José Antonio. La vida en sentido extenso. La vida de José Antonio siempre le fue ajena. No encajó jamás en su agenda de cumplimientos. Hoy aperitivo con éste, mañana café con el otro. Fiestas, eventos, compromisos. Todo por estar. Estar siempre. Permanecer. Hacerse ver. Arrastró a Tere a sus historias. Ella siempre tuvo un aire a pasado de moda, reciclando vestidos de fiesta de temporadas anteriores, llamativos, voluminosos, brillantes. Tere era extrañamente arcaica, con el pelo demasiado oscuro y las perlas demasiado grandes, y desdecía de José Antonio, que en mangas de camisa parecía dispuesto a todo, aquellas camisas que por cosas de la buena mesa eran estrechas de cuello y largas de manga. Eran una pareja rara, en la que uno parecía estar haciendo un favor al otro, añadiendo ella aplomo y él alegría, cada cual haciendo la guerra por su cuenta, sirviendo a ejércitos diferentes y sólo juntos por una razón ya olvidada.

Triunfar en la vida, cuñado, decía José Antonio con paternalismo a Eliseo, cuando estaba recién licenciado y se suponía empezaba a mover sus fichas para establecer su posición. Habla con éste. Come con aquél. Incansable, activo, frenético. No pudo seguirle el ritmo, y pasó a ser un pobre chico sin espíritu al que habría que cuidar, como si le ocurriese algo malo que no le dejara evolucionar. Eliseo enrojece al recordar muchos momentos de aquellos, en los que le empujaban a estar en sitios que no quería porque era conveniente, por labrarse el porvenir, por hacer amistades… ay… Eliseo, así no medras, Eliseo, que tu hermana y yo hemos hablado, que tu hermana y yo hemos dicho, que me vas a perdonar la sinceridad, que ya lo decía tu madre, Eliseo, que eres un poco blando y crees que te llegarán las cosas sin pedirlas. Hay que pelear para triunfar en la vida, Eliseo.

Triunfar en la vida. Nada más y nada menos.

Paco debe tener una teoría sobre lo que es triunfar, seguramente. Paco se sonríe, qué cosas tienes, Eliseo. Triunfar es una palabra fea. Significa que asciendes como un conquistador, que quemas la tierra a tu paso, así lo veo yo, y no me gusta. Me agrada más tener el viento a favor, trabajar como una hormiga. Susana esperaba triunfar, ella sí usa esa palabra. Que su arte fuera descubierto, que alguien apostase por ella. Yo lo hice, pero eso es otro cantar, yo lo hice porque creo que hay muchas vidas posibles. Veía que el bar nos daría de comer más que la pintura y ella ha trabajado como una leona, por lealtad, por cariño. Pero algo se la come por dentro. El arte la ocupa y la envenena. Necesita dibujar de cuando en cuando, hacer unas cuantas extravagancias; necesita sentir que los otros buscan algo hermoso en sus obras, que reconocen su arte desmayado. Yo lo llamo así  porque nace de momentos en los que está a punto de naufragar. Su mente es un hervidero entonces. Su corazón se desboca. Y pinta y pinta. Y yo espero que pase el bache. Aborrece el bar en esos días, se niega a trabajar, me deja solo. La primera vez no entendía nada. Una cocina para mí solo. Simulé una avería. Sólo serví cosas frías. Casi me muero en dos días. Yo hasta el cuello de gente y ella que si la inspiración, que si la belleza. Triunfar en la vida y en el arte. Menuda esclavitud, Eliseo. Crear algo que no ha de convertirse en nada más que un ejercicio de estudiante, porque nadie paga por él. ¿Es cruel? Puede ser. Es más cruel no comer, pero aquí está Paco. Le ocurre cada dos o tres años, es como una crisis periódica que después se extingue. Yo tendré también las mías, seguramente. Pero hay que llenar el cajón.

Paco abrillanta la cafetera. Como un espejo. Paco es eficiente y práctico, y tiene herramientas para hacerle frente a las cosas. Matilde siempre se lo ha dicho. Paco es bueno de más y todo lo sobrelleva. A él también le decían que era bueno de más. Como un insulto. Le gusta la acepción de la bondad ligada a la generosidad y el sacrificio. Hay mucho amor en dejar a Susana fluir entre lienzos y papeles, mucho amor y mucho sacrificio. Hay una vida entregada, un tiempo que ya no vuelve, una manera de ver las cosas.

-Agradezco la confianza que me das.
-Matilde es como mi hermana y has sido muy bueno con ella. Para mí eres de la familia.

Eliseo se queda pensando. José Antonio y Tere nunca le dijeron nada. Cree que Tere no sabe hacerlo, que espera que el otro adivine lo que está pasándole por el cuerpo. José Antonio es protector, eso lo dice todo. Aún no ha hablado con él, pero seguro que le irá divinamente con la prima, disfrutando los dos de la alegría que siempre les ha unido. Ellos han triunfado pese a todo. Seguro que José Antonio no ve su divorcio como un fracaso. En cambio Tere estará con la piel apergaminada, esperando la muerte o una plaga bíblica que acabe con el que era su hombre. A veces siente que le ha fallado, pero con ella no hay término medio. O son como hace veinte años, o no hay nada, y eso ha de cambiar. Matilde le sopla la respuesta a la pregunta. Dile que la quieres pero que tienes otra vida ahora, dile que os vais a comer fuera y que pagas tú, a ver por dónde sale. Díselo esta noche, tarde, para que no tenga tiempo de llamarte para anular. Porque va a decir que sí. No tiene excusa para no salir y se muere de ganas de verte, ¿o es que tú no quieres verla a ella?
Eliseo asiente y coge el teléfono.

-¿Tere? Soy tu hermano. Mañana comemos juntos. Paso a la una, pago yo.
-¿Y eso?
-Hasta mañana.

Matilde suelta una risita cómplice y va a la cocina para volver con dos copas de vermut.

-Remi te hubiera hecho la ola.

Tere está en la puerta de su casa con cara de pasar mucho apuro, ya que todo el mundo que le pasa por delante ha de preguntarle dónde va o a quién espera. Sabe mal contestar a otro, no es lo mismo que cuando preguntas tú. No tienen derecho, se dice Tere, que se siete incómoda al pensar que alguien pueda estar elucubrando si tendrá una cita a estas alturas de su vida. No sabe Tere que su vida es poco interesante para la mayoría de sus vecinos, y por eso está deseando que Eliseo llegue. Y llegó.

-Hola, Tere.
-Hola. Ya me dirás a qué viene esto.
-Relájate, mujer, sólo es comer.

Eliseo elige sitio y es bueno. Nada que objetar por parte de Tere, que sólo habla para decir que todo está en su punto, y que uno tras otro deja los platos vacíos, callada, un poco distante. ¿Postre? Por supuesto. Tarta de almendras. Una manzanilla.

-¿Cómo vas? Anda, dime algo.
-¿Cómo quieres que vaya con estos cuernos?
-Debes pasar página, Tere. Ellos están en otra cosa y tú deberías.
-Eso es muy fácil, porque tú nunca has querido a nadie.
-Eso no lo sabes tú.  Quería hablarte. He conocido a alguien.

Eliseo saborea estas palabras que surgen de algún lugar que desconoce. Le han salido así, sin pretenderlo. Palaras suyas de las que no reniega.

-Mentira, mentira… Eso lo sé yo de sobra, porque te he cambiado muchos pañales. ¿A quién vas a conocer tú?

Un dolor agudo atenaza la cabeza del hombre que aprieta las mandíbulas sin decir una palabra. Pero qué mala eres, Tere. No sabes nada de mi. No tienes idea de qué me pasa a mi por la mente. No te has preocupado en estos años de lo que yo quería, sólo eras tú llamándome vago, insulso, antiguo. Tú diciéndome que no sería capaz de nada sin ti. Tu diciéndome que no sería capaz de valerme por mi mismo.
El tintineo de una cucharilla llama su atención.

-Que tú no tienes secretos para mi, que ya son ganas de intrigar. Los hombres no tenéis secretos, y tú menos.
- José Antonio tenía unos cuantos.

Tere hace ademán de levantarse, arrastrando sonoramente la silla hacia atrás. Le pagaría si pudiera, pero Eliseo se adelanta, y al levantarse él, ha visto a un desconocido vestido de domingo, decidido a no dejarse intimidar, mirando directamente a la cara.

-Oféndete, Tere, oféndete. Está pagado todo. Vete en  autobús. El 35 pasa por la puerta de la peluquería y te deja en la puerta.

Mientras se aleja de espaldas, Tere desea desollarle y llorar porque se le escapa lo único que le queda.

-Pues sí que lo siento. Creía que iba a salir mejor.
-Imposible.
-Y… ¿has conocido a alguien?
- A ti, Matilde.
-Tengo sesenta y siete años. Sesenta y siete.
-No me has dicho que no.
-Va a ser complicado, hace siglos que estoy fuera del mercado.
-Va a ser lo que tú quieras, porque yo no he estado nunca.

Susana ajusta la lente de su telescopio. El cabello de Matilde cae sobre el hombro de Eliseo, que abraza a la mujer con suavidad.

-Paco, asómate…
-No quiero y tú no deberías, eso es cosa de ellos.
-¿Pero tú…?
-Yo, Susana, yo. Déjales un poco de intimidad. Ya está bien el espionaje.

Susana toma un sorbo de té mientras Paco la contempla, azorada, perpleja.

-Ahora me doy cuenta, Paco, que no me entero de nada.

La noche envuelve el bloque 20 de una oscuridad cómplice. Susana vuelve a la cama con Paco, que sonríe al ver cómo el asombro se ha hecho fuerte en ella.

-En el fondo eres sólo una ingenua, Susana.