domingo, 26 de agosto de 2018

#Eliseo (20)


Se va Biel, es evidente. Las idas y venidas de Susana,  una maleta y una bolsa de deporte llevados y traídos varias veces por el pasillo, dan lugar a la conjetura de Eliseo, que hace de vigía una noche más desde su ventana. Susana duerme mejor desde que vino el hijo, un poco antes también. Paco estaba también más tranquilo. La que parece que no pega ojo es Matilde, pero según Pilar siempre ha dormido más bien poco. Pilar aventura la causa de la partida de Biel. Dice que su vida está construida en otra parte y que en casa no le queda apenas nada. Debe ser raro tener la infancia repartida, aquí o allá, sin un patio en el verano, sin una Fernanda o una Tere. Nació mayor, dice Matilde, y no tenía ganas nunca de jugar, tan sólo de leer, de  saber, de observar. Y quiere a sus padres, claro que les quiere, pero este no es su sitio. Hay gente que es de ninguna parte, que pasa la vida comprando billetes de tren para alejarse de sí mismos en un trayecto sin fin. Biel, según Matilde, es un nómada que no tiene dónde volver, o lo que es lo mismo, todo el mundo le pertenece. Todo el mundo es mucha tierra, se dice Eliseo para sus adentros de pasante, muchos metros cuadrados de herencias y escrituras, muchas hojas de registro, muchas notas redactadas con ganas o sin prisa. Todo el mundo es una expresión abrumadora, que le hace pensar en su rutina de hombre corriente, sin pasiones, sin querencias. Se pregunta Eliseo si sería feliz lejos de donde está, si pertenece a algún sitio, si añoraría la playa, la brisa que llega por la noche cuando hay levante, si podría acostumbrarse a no sentir el salitre curtiéndole la piel en el verano. Antes no estaba tan cerca del mar como ahora. Creció en un campo como otro, un campo llano y seco, con unas higueras y unas acacias. Aquel lugar era igual que otro excepto por las voces y los olores, por los colores del cielo, que era el mismo cielo que éste, pero después de tantos años ya no es igual ni éste ni aquél. Le ha dado miedo volver a la casa de sus padres, por si encuentra algo que le hiera, algo de eso que hay en las casas viejas, dormido o sepultado. Tiene miedo Eliseo a que le salga al encuentro Serrano y se convierta en el padre ausente. Tiene miedo de su madre, tan sola y tan triste como esas sillas que se quedan llenas de telarañas sin que nadie las ocupe. Sólo le llama Fernanda y su presencia poderosa; a ella le complacería verle pisando el sendero otra vez, pero Fernanda ya no está. Un día desapareció y con ella todo cuanto le unía a la infancia. A Fernanda nunca la vio bañarse en el mar, ella siempre esperaba fuera con una toalla blanca, con una cesta con fruta. Fernanda, tal vez su madre elegida, es la única persona que quisiera recordar como algo netamente suyo. Las olas le llevan por el tiempo en su ir y venir. Ha llegado hasta la playa paseando, buscando señales que le lleven a buen puerto. Le gusta estar en este lugar de paz, imaginar una tormenta oceánica, maravillarse con una galerna si la hubiera, aunque eso no ocurrirá. Su mar es pequeño, desordenado y hermoso como la melena de Matilde.

Si se fuera hoy de  este lugar que ocupa en el mundo, echaría de menos su ventana y lo que ve desde ella, o lo que es lo mismo, a esas personas que han irrumpido en su vida y que son una familia que le acepta como es. Ha viajado tan poco… apenas unas rutas por el país, programadas y planas, unos fines de semana cuando era estudiante, París al acabar la carrera. Le pareció una ciudad enorme y preciosa, donde la gente vestía bien por la calle y olía a mantequilla por la mañana. Su hotel estaba al lado de una panadería. Sí, París olía a mantequilla y a jardines recién regados. Allí no ocurrió nada especial. El grupo se partió a última hora y no compartió habitación con nadie, así que aquellas noches en París fueron noches como en cualquier sitio. Ahora piensa que tal vez sí ocurrió algo que pasó desapercibido, y que las circunstancias hicieron que esa cosa no estuviera registrada en su memoria. Casi le da vergüenza decir que estuvo en París y que no le ocurrió nada destacable, porque sabe que si le pasase ahora, hubiera ido aunque hubiera sido a tomar un buen café. Qué desperdicio, Eliseo, se dice mirándose en ese espejo que nos maltrata únicamente a nosotros. Cómo has podido ir a  París y que no pasara nada... Últimamente tiene una sensación muy molesta, como si el tiempo se le escapara, como si pasaran más rápidos los días. Las calles llenas de gente atareada, estresada por no poder darlo todo y él con un mundo de horas libres. Sin embargo, aún teniendo todo bajo control, el tiempo iba más rápido y sin querer había anidado en su cabeza la tiranía de la comparación. Que si la casa de éste, que si los hijos de aquél, que si el matrimonio de éstos, que si el perro de los otros… No cumplía apenas ninguno de los parámetros de sus conocidos. A Matilde se le abren mucho los ojos al escuchar este relato. Criatura, te estás haciendo mayor y hacerse mayor es perder poco a poco y tener prisa. ¿Te ha entrado la prisa? Pues apresúrate a empezar a vivir que de eso se trata y no de otra cosa.  Eliseo confiesa una idea que le obsesiona, su indefinición. No sé cómo soy, Matilde: a estas alturas no sé lo que quiero. La mujer le mira, arrobada. Eres como todos, de barro. Parecemos duros y sólo estamos apelmazados, conteniendo vida durmiente. Un día resbala la lluvia sobre nosotros y somos tierra, pero si no sabemos ponernos bajo cubierto nos convertimos en un barro oscuro y viscoso. Mira mi piel, es como un terreno margoso. Matilde coge las manos de Eliseo y las coloca sobre sus mejillas, mirándole a los ojos. Ahora mismo soy barro, un barro cenagoso que no deja avanzar, de ese que se pega en los zapatos y hace caer a los niños. Tú aún tienes algo de vida dentro. Siento la tentación de vampirizarte, es fácil engancharse a alguien como tú, sin apenas maldad. Eliseo recibe el elogio con fastidio. No quiere ser una virgen niña, cree que debería sentir el desasosiego que otros describen, tener dudas sobre cuestiones morales, un pasado tenebroso, pero nada de eso hay, y eso es lo que más le indigna. Matilde observa divertida su lucha interior: eres Eliseo simplemente, y tienes la capacidad de hacer bien y mucho más de lo que crees. No te ves como eres, querido, pero eso da igual. Porque no nos conocemos, sólo nos interpretamos unos a otros, a nosotros mismos incluso. Eliseo, te veo despertando y me emociono. Remi me despertó a mi. Crecí pensando que estaba todo en orden y llegó él. Llegó y lo puso todo en duda. Llegó y ahora se ha ido. Ya no encuentro bienestar en el orden. Él me cambió. Tú estás cambiando ahora. Eso quiere decir que tu tierra es permeable y cala en ella la lluvia. Qué gran suerte, despertar tan joven, tener tanta vida aún, para ser consciente. Aunque sólo fuera para eso, Eliseo.

domingo, 19 de agosto de 2018

#Eliseo (19)


El sargento Serrano se vuelve sobre un costado tras dar una cabezada. La madrugada le deja un tiempo para pensar. A su lado está su mujer, que más que dormir, sestea, con el rostro inamovible. Ella tiene cara de esfinge cuando duerme, se dice el hombre muy serio. Guarda enigmas y misterios. Toda ella es un acertijo debajo del camisón abrochado hasta el cuello, como si en su cuerpo siempre fuera invierno. Esta mujer me quiere, dice Serrano con pena. Me quiere con una devoción romántica que no entiendo y yo no sé cómo quererla, con los niños y la casa, y las rentas y las vides, una ruina completa que avanza lentamente hacia el desastre, toda una vida de miseria para mantener un patrimonio. Que el niño sea abogado, dice ella a menudo; si nos apretamos se quedará con la finca. La finca son cuatro terrones, Ana, que no cría más que alacranes. El niño abogado… puede ser, no digo que no. Yo lo hago agricultor, perito agrónomo tal vez. Le gusta pisar la tierra, se mancha de polvo y no se limpia, parece que está echando raíces cuando se planta en mitad del huerto. Pero tiene que ser abogado. Abogado por bien de los linajes miserables. Menuda colección de nobles, sin un duro en la cartera, secas las molleras y las haciendas, sin un ápice de alegría, sólo cálculos y privaciones, sólo miserias divididas en doce meses, en cuatro semanas, en siete días. Con nadie he hecho más números que contigo, y eso que eras la rica del pueblo. Así saldrá un abogado menguante, Anita, que no tienes nada práctico en la cabeza, que hasta crees que yo ascenderé… Yo soy sólo uno más de los cientos que no llegarán arriba. Soy un mediocre, Anita, vendamos la viña y vayámonos a la ciudad… No, que eso es un seguro para los chicos. Mira a Teresita, hay que dotarla. Teresita del niño Jesús, menudo capitán perdieron las huestes, con esa mirada afilada, con esa lengua más afilada aún. Sea. La dotaremos, se casará. Tendrá un marido con posibles, tendré un yerno pudiente y yo pondré el apellido que se perderá a no ser por el abogado. Pero al tiempo… al abogado no lo caso, Ana. No sé por qué te enfadas cuando te lo digo, que no es lo que tú esperas, que no saldrá tan listo ni tendrá tanta suerte. Que es bueno y llano como este páramo. No estoy enfadado, es la vida, Anita, sigue durmiendo, perdóname, estoy cansado. Que sí que te quiero, mujer, que no te enojes, que estoy pensando en otras cosas. Ana, por favor, no dramatices, que no es para tanto, Ana…
Eliseo piensa en la magia que vive en la mente durante el sueño. Esta noche ha vuelto el sargento Serrano y le ha visto acostado en la cama junto a su madre. Ella le miraba arrobada y él, con cierto fastidio, daba largas a su requerimiento. En su sueño tenían todos los vivos un día para disfrutar de los que se han ido, ese tiempo que tantas veces hemos pedido… ¡Si tuviera al menos un día!, decimos en la más absoluta ignorancia. Otro día para la desesperación, para volver a dejarse vencer por la soledad, por el dolor. En su sueño su padre no es capaz de entender lo que pasaba por el corazón de su madre. Es un sueño, pero cree Eliseo en la autenticidad de ese sentimiento de frustración que flotaba en su casa, ese aire lleno de cosas no dichas, de verdades a medias que le acompañaron hasta que un día, tal vez por pura salud mental, empezó a olvidar. No quiere pensar Eliseo qué hubiera sido de Matilde al sentir ni siquiera el disparate de su historia. Volver a tocar a Remi sería devastador para ella. No hay que saber cuándo se va a uno a morir ni cómo, piensa Eliseo Serrano, una vez te has marchado no hay que volver para nada. De hecho nadie vuelve y menos mal, con lo que cuesta recomponer la vida llenando los huecos de los ausentes. Cabecea intentando volver a desconectar. La almohada está caliente y le da la vuelta. Aún huele a jabón como aquellas toallas blancas. Su madre le hace callar cuando pregunta por su padre. No se pregunta por el padre. El padre está trabajando. El padre tardará en volver. Tere le hace callar con un gesto. Vas a poner triste a la madre. Ella ha dicho que no se habla de eso, que no se pregunta por eso, y tú tienes que saberlo todo. Eliseo siente que se le cierra la garganta como si se hubiera tragado un huevo y le sube un calor a los ojos que no le deja ver bien. Míralo, como un pavo se ha puesto, dice Tere, con una furia que la ahoga, que no le deja salir las palabras. No se pregunta por el padre. El padre ya volverá si vuelve, que dicen que está trabajando. Fernanda, ¿está trabajando el padre? Fernanda pone la mano en la cabeza del niño. De eso no se habla, pero si tuviera que decir algo diría que a veces la gente no puede estar junta y emigra, que se enferma de soportarse. Tú eres muy pequeño. Te digo que está trabajando, pero no sé si va a volver. Pero yo te voy a querer, y también tu madre. Y Tere te quiere, pero no la entiendes. A veces la gente se quiere y no se entiende, caporal…
Eliseo se levanta de la cama y bebe un vaso de agua. No entiende el viaje en el tiempo, las palabras de sombra alargada y recta como la espalda de Tere, apareciendo lentamente por el pasillo, con ese halo espectral y rígido que le imprimía la luz de aquella bombilla pobre que colgaba del hilo miserable y roñoso, luz de cuentas y más cuentas, de economías ridículas y secretas, economías inconfesables que hubieran destrozado el poco lustre de aquella ralea ruinosa y soberbia. Tere se alimentó de aquello, ahora lo entiende, aunque tarde. Era muy niño aún cuando doña Ana se murió, pero no de pena. Fernanda le dijo que fue del corazón, y que el corazón no se rompe porque un hombre como Serrano se fuera lejos de ellos. Si eso fuera así, Eliseo, las madres morirían fulminadas cuando se les va un hijo. A mi madre se le murieron dos, y ni siquiera les recuerdo, pero ella vivió todos los días con aquella pena en los ojos. Duerme, anda, no te preocupes, tengo una carabina ahí fuera por si vienen los bandidos. Fernanda toca la cara monfletuda del niño y nada puede hacerle daño. Abre los ojos Eliseo y aún parece que está ahí Fernanda. Cierra los ojos para verla, pero ya se ha ido allá donde se forjen los sueños, dejándole un beso en la frente, dos preguntas con respuesta, una certeza doliente. Acaso no fuera tan malo Serrano, acaso en realidad no lo fuera. Acaso Tere no pudiera ser mejor. Tal vez su madre no era mujer para Serrano. Tal vez Serrano no era para nadie, pero no lo sabe. Hace más de treinta años que no sabe nada de él. Tere siempre se ha negado a buscarle o a facilitarle nada que pudiera acercarle a su historia. Ella sabrá por qué.


domingo, 12 de agosto de 2018

Eliseo (18)


Eliseo prepara el desayuno con parsimonia. Como hoy cierra Paco, tendrá que conformarse con una creación propia. Paco le recomendó una moka, una cafetera de aluminio de toda la vida, porque la francesa que tenía no cumpliría nunca las expectativas de alguien enamorado del expresso. Le hizo prometer que abandonaría el café soluble, porque tomarlo es atentar contra el buen gusto. Ni caldo de pastilla ni café soluble. Son fronteras que no hay que traspasar. Paco se puso intransigente con estas dos cuestiones y Eliseo lo tomó como un toque de atención. El soluble era como el hule y él ya no estaba en esa onda. Si había conseguido acostumbrarse a un mantel de poliéster que se lavaba bastante bien, lo mismo haría con el primero de la mañana. Así que sacó un paquete que había comprado en un tostadero cercano y pensó en Paco mientras le llegaba esa fragancia intensa que sólo se despliega la de la primera vez. Leyó las instrucciones de la cafetera, lo lavó todo bien con jabón y agua tibia. Puso la junta con cuidado, cargó el agua y el café y ajustó cuanto pudo la cafetera. Una vez todo en orden, se dispuso a hacer un café de prueba que no tomó. El primero perfumó toda la casa. El segundo le subió la moral por las nubes. Nunca más soluble. Nunca más francesa.
Sorbe lentamente frente a la ventana, se siente satisfecho de su pequeño avance. Remueve con la cucharilla en un movimiento sin fin. Hay algo relajante en este gesto que repite sin propósito concreto, ya que en casa toma el café aguado y sin azúcar, pero mover la cucharilla le relaja, qué le vamos a hacer. Mientras se entrega a este trance, observa a Susana que da vueltas y vueltas por el piso hasta que algo la empuja a bajar precipitadamente. Paco sube con alguien ¿será el chico? Es el chico. Susana le estruja contra ella, el muchacho sólo la abraza. Sí, debe ser el chico. Es más alto que ella, y sin embargo ella le está protegiendo. A sus veinte años, con Tere ya casada, nadie le esperaba en el portal. Iba y venía con absoluta libertad, con la serenidad del que no tiene que dar explicaciones. Tuvo una juventud sin decepciones, sin tiranías. El piso vacío se llenaba con las voces de la radio y ya no estaba solo; su familia era aquella gente que llamaba contando sus historias. Con veinte años no había madre que esperase, madre que abrazar. Toma aire Eliseo. El chico es afortunado, ojalá lo sepa. Paco le manda un mensaje  diciéndole que le espera a las ocho, está eufórico y quiere compartir su alegría con el mundo entero. Matilde le recoge y se van juntos, todos han quedado en el bar. Sólo los amigos y el niño que ha vuelto, dice el mendrugo. Matilde anda disgustada porque aún no se ha recuperado del funeral de Remi, y huye de las multitudes afables y bienintencionadas que diseccionan en vivo. Es mala idea, remarca Matilde, no se puede dejar al crío en este circo romano para que nos lo comamos crudo. El chico no nos conoce… el chico no conoce ni a sus padres, y que tenga que ser así… este Paco no tiene remedio, lo quiere arreglar todo dando amor, y a veces hay que dar tiempo y espacio. Paco, Paquito, dile al niño que ya le saludaremos, que lo mismo no le apetece. Paco observa al hijo con cara de ratón sabio, deslizando un poquito las gafas para ver mejor de lejos. Está un poco parado. Está atacado, replica una  Matilde que quisiera darle dos patadas en el culo, porque el niño no tiene dónde esconderse entre tanta sonrisa voraz y tanta mirada penetrante y tanta pregunta tonta: ¿te gusta volver a casa?, ¿Estás más tranquilo aquí?, ¿Echabas de menos a tus padres?... Pero qué estupidez más grande, la obligación que tendrá de contarme a mi o a otro si quería o no venir, si la habitación le parece pequeña, si su madre le cuida mucho o poco. Este niño está como cuando Remi y yo nos jubilamos, que llevábamos tanto tiempo metidos en la rueda que no sabíamos estar solos, y todo era tropezar y evitarse y descubrir de nuevo al otro. Al chico le falta intimidad para ver si quiere o no quedarse, que es posible que no. Fíjate si yo me fui a hacer un ridículo planetario, por no tener claro si quería estar o no en el piso, pero tuve que hacerlo sola, porque con gente no puedes ser tú y equivocarte todo lo que te hace falta.

-Hola, soy Biel.
-Hola. Soy Eliseo.

Se dan la mano con corrección. Biel es un muchacho de su tiempo, nada en él desdice, todo es armónico. Ha pasado ya la adolescencia, pero conserva algo de niño aún. Se acerca a Matilde  rozando su mejilla, casi besándola, susurrando.

-Sentí lo de Remi, era un hombre como pocos.

Matilde coge su mano y viaja mientras la mira. Ofrece una silla al recién llegado. Los tres dan la espalda diplomáticamente al grupo más numeroso, y así pueden evitar parte del bombardeo que va llegando a cuentagotas. Que si tú eres hijo de Serrano, el militar, que si Remi conocía  a la gente al final, que si Biel es un nombre extranjero. No hay calidad en cuestionario que salta de lo público a lo privado sin anestesia. Esto es un pueblo grande y para todos hay, dice Matilde, visiblemente molesta por el interviú vecinal. Ya verás cómo el próximo cuestionario es para Eliseo, porque Eliseo ha estado fuera de circulación un tiempo y la gente se muerde las uñas pensando si gana mucho en el bufete, si va a juicios como ese de la tele. Matilde se rasca teatralmente la cabeza con un tenedor cuando ve llegar a la señora García, que es como un aparato de rayos x en versión doméstica.

-No ha venido Pilar, ¿tenía algún compromiso?
-Está de parto.

Eliseo y Biel estallan en una carcajada estereofónica, que Matilde intenta disculpar con afectación dramática. La droga, señora, que es muy mala.
Pero qué tremenda eres, mujer, dice un Paco divertidísimo. Deja la vena dramática que nos apalean. Lo merecemos por este aquelarre colectivo, dice Matilde intentando parecer comedida. Qué manía de juntar gente. La juntas y después ¿qué? ¿La pegas con pegamento? Nos une la rutina, el horario, pero chico, que habrá días para que nos veamos todos… Pues tú, Paco, no: croquetas para cincuenta, cien kilos de ensaladilla rusa, pollo estilo no sé qué y muchas aceitunas rellenas. Tú tienes un trauma con las olivas, que se ve que de pequeño no te dejaban comer todas las que querías. Qué manera de  complicarte la vida, con lo fácil que es iros los tres a un chino, o a una tasca a que os claven como a los turistas…
Susana saluda desde lejos a Biel, que se siente seguro entre Eliseo y Matilde.

-¿Tiene altibajos?
-Poca cosa. Ha vuelto a pintar, y Paco es San Paco. Está feliz de tenerte aquí el tiempo que te quedes. Ha asumido que te irás, así que disfruta y no te preocupes de nada. Ella te adora.

Algo en la voz de Matilde es diferente al pronunciar esa frase, algo dolorosamente verdadero. Ella te adora son palabras mayores. No sabe Eliseo si ha adorado a alguien, o si alguien le ha adorado a él. Tal vez Tere, de pequeños, cuando sentía por él mucha pena y también mucha hostilidad, porque le robaba horas de sueño y de trabajo. A veces Tere le daba un pellizco en la piernecilla redondota y blanca cuando hacía una trastada o daba guerra para quedarse dormido. Más que dolerle le desconcertaba ese dolor, que era como una picadura de pez araña, seguido de un manantial de besos sin sentido, de carantoñas que compensaban los dos lagrimones que caían por la cara del niño Eliseo, que no entendía nada, sólo que no quería comer, que no quería dormir, que quería a su madre y no a Tere, que quería irse con ella donde estuviera, ese lugar difuso donde la idea de la muerte anida en la cabeza de los niños.
Fernanda le hubiera dicho quién le adoraba y también le hubiera dicho que no se busca adorar a alguien, que es un milagro que ocurre cuando se quiere sin reservas, como le quería Tere en ese momento en el que eran los dos contra un mundo absurdo que dejaba a los niños sin madre un sábado por la tarde. Amar sin reservas, querer con locura. Frases que no decían nada al hombre, que sólo ve en sí mismo tibieza al compararse con los que le rodean.  Lola y  Pilar, Susana y Paco, Remi y Matilde… no, él no estaba hecho de lo mismo. Hasta Yoni padre, con ese tatuaje en el brazo evocando al hijo le parecía más pegado a la vida que él. Biel sale del local mientras cavila y palmea la espalda de Eliseo.

-Gracias por todo, hasta mañana.

Eliseo le ve alejarse en dirección a casa. Parece que todo le favorece.

-¿Y a ti qué te pasa?

Eliseo medita su respuesta. Tal vez es la felicidad de los otros, que le supera. Tres palabras –ella le adora- se habían convertido en la clave para entender cuántos grados había de variar su rumbo, establecido para no llegar nunca a  donde quiera que se pudieran avistar sus emociones.


sábado, 4 de agosto de 2018

Eliseo (17)


Carallo, Eliseo, eso sí son tiros largos. Eliseo tiene medio sonrojo ante la sorna de la panadera, que no ha podido dejar de advertir el cambio de indumentaria del  hombre, que, sorprendentemente, y en palabras de Matilde, defiende bastante bien la ropa que lleva puesta. Matilde se ha mostrado todo lo reservada que es capaz sobre el episodio de las compras, y Pilar se muerde las uñas pensando en el hombre bueno y fondón, hablando tras la cortina del probador, buscando la aprobación de una señora bien como Matilde, que es de esas señoras acostumbradas al buen corte y que te pone las costuras derechas y en su sitio con un procedimiento simple que consiste en una serie de pequeños tirones secos que hay que resistir sin mover apenas el cuerpo. Pilar siente fastidio sólo de pensar en ese momento de la prueba, y le llega el  tacto del acerico y el olor de la colonia de su madre, muy cerca de ella, probándole uno de aquellos vestidillos primorosos, llenos de entredoses y puntillas, que tan poco le gustaban a ella. Siempre fue Pilar un misterio para su madre, empeñada en convertirla en una señorita con lazos, entregada a  una batalla titánica por reforzar lo que hubiere en ella de la condición femenina, alejándola de aquello que destilaba bien pronto la Pilar niña, esa niña fuerte y frágil que trepaba a los árboles y mordía las manzanas sentada en una rama, si acaso el lugar y el momento más feliz que recuerda. Aquellas pruebas de vestidos a los que era sometida Pilar niña se prolongaron muchos años en los que subió de nivel la hostilidad ante las imposiciones, primero amorosas, más tarde autoritarias, de una madre desesperada ante lo incomprensible de aquella criatura que iba creciendo y que de cuyos cambios e incertidumbres  no queda constancia, pues Pilar se encargó de destruir cualquier imagen que la vinculase a aquellos días. Es hermosa de una manera honesta, así la ve Eliseo tras saber de Lola. Todo es diáfano en ella, ya no hay misterio alguno a pesar de su mirada de animal astuto y su reconocida solvencia al indagar en cualquier asunto; ya no había reserva entre ellos y eso había transformado la ilusión en camaradería, una situación mucho más agradable, qué duda cabe, se dice un Eliseo aún planchado por las estribaciones del asunto de Lola, que son las estribaciones de una ingenuidad que llevaba media vida regalándole sobresaltos. Hoy sólo es un chico que estrena ropa y que espera un cumplido de los suyos. Esa vanidad inocente enternece a Pilar que decide no ensañarse; ojalá no hubiera existido esa lucha inútil con su madre,  esas retahílas de excusas, esos noviazgos fallidos que no contentaron a nadie.

En cada uno de los fracasos que Pilar recuerda hay un porcentaje de autoengaño. Este extremo la castiga especialmente, porque cada una de sus pequeñas mentiras piadosas le robó un poco de libertad. Ve a Eliseo salir y ponerse unas gafas de sol, casi triunfante, y detecta ese aire que Matilde imprime en cuanto toca. Ella no era cobarde, ahora lo sabe. Simplemente había estado demasiado sola. Todos, en alguna época de nuestra vida, deberíamos tener cerca a alguien como Matilde.

Paco, hoy voy a hacer sólo ensaladas, voy a poner el menú en plan fino, a ver lo que ocurre. Paco sonríe a Susana, arrobado, de esa manera que uno sonríe cuando se siente invencible al contemplar al otro. Eliseo los mira de reojo y Paco, acostumbrado a entrenar su visión periférica, le guiña un ojo explicando con el gesto el tema mejor que con mil palabras. Ahora que lo piensa Eliseo, lleva dos días Susana sin salir al telescopio. Ha recobrado el sueño, la serenidad o la alegría. Algo de eso hay y ella pellizca a Paco al pasar a su lado, haciendo que brote en Eliseo algo parecido a la envidia, a la nostalgia, a una tristeza pequeña. A cada cual llega lo suyo, decía su tía Fernanda, una mujer que nunca superó ser viuda; Fernanda tenía una teoría rica sobre el amor carnal que explicaba entre fogones. Eliseo niño la escuchaba decir que ella estaba muerta. Pasó unos días aterrado, tras los cuales cayó en la cuenta de que no era así, y que decía aquello porque estaba muy triste. De todas formas en su ánimo quedó la impresión viva de una mujer poderosa, casi de otro mundo, que, de un negro riguroso, pasó los últimos años de su vida añorando a su compañero, que no marido, según Tere. Fernanda previno muchas veces a Eliseo sobre la gente que hace lo que se espera de ella, como Tere. Esa gente, le contaba ella en tono confidencial, no se roza, no se come con los ojos, no tiene esa ansiedad que te muerde las tripas cuando el otro no llega. Recordaba Eliseo a Fernanda al ver los gestos de Susana. Fernanda supo que Raquel sería una mujer mal casada y despotricó contra todos cuando supo que había muerto. Vosotros  habéis vendido a la niña por una finca. Y ahora está muerta, pero ya estaba muerta antes. La habéis matado entre todos.

Estos son un tango, dice Matilde al oído de Eliseo. Acaba de llegar al bar, y se sienta a su lado haciendo un gesto con la mano. Paco, uno de esos de verdad. Estos son un tango de esos que acaba mal, me recuerdan a Mónica Vitti y a Giancarlo Gianinni, dice Matilde con aire de reserva. Estos se adoran y se odian, se distancian, se quieren, se necesitan, se aburren… No puedo con ese desgaste. Paco es un tipo estupendo y sufre con sus cambios de humor, que dice que los tiene controlados, pero ya has visto el cuadro: que si no me acuesto contigo, que si no quiero bar, que si voy a dedicarme al arte, que si me he enamorado de nuevo. Ahora que no trabaja por las tardes ha llenado diez carpetas con dibujos y esto, te lo digo yo, Eliseo, esa manera exagerada de crear, es que viene el chiquillo y no le conocen, que da miedo un desconocido viviendo en casa, que tiene casi veinte años y lleva toda la vida fuera, de colegio bueno en colegio mejor desde que tenía diez años. Es brillante. Remi me lo decía, que cuando volviera sería desastroso. Tiene una beca que es un trabajo para toda la vida en una empresa de tecnología. Vino en Navidad dos días y apenas hablaron. No sé qué pasará, pero creo que él se irá fuera porque no le ata nada aquí. Tiene la edad de largarse y lo hará pronto. Y entonces Susana se caerá a cachos. Al tiempo, Eliseo, porque ella le quiere como se quiere a un hijo. Yo no he tenido hijos propios, pero he visto desvivirse muchos padres por ese  hijo que todos los días te prueba. 

Eliseo se queda pensando qué clase de hijo ha sido. Tampoco tuvo mucho tiempo de serlo, eso es cierto. Tere quiso hacerlo bien, está seguro de eso, pero no era su madre. Su madre. Qué lejos le queda todo. Parece un recuerdo remoto esa tarde en el pueblo, la gente observándole de cerca, las ganas de escapar de todo, la incertidumbre.   Es el hijo de Serrano, menudo sinvergüenza, que no ha tenido cojones ni a venir al entierro. Aquellas mujeres sin cara, hablando en el cementerio, aquel aire denso, bascoso. Eliseo ya conocía entonces que su padre tenía otra vida y que no quería nada con ellos, pero aún ahora, que es un hombre hecho y derecho, siente como si alguien le apretase la cabeza cuando nombran a Serrano. Parece que detrás del nombre de su padre habrá, indefectiblemente, un comentario sutil que haga referencia a la querida, al abandono, a los hijos sin padre, a la mujer que nunca dijo nada sobre el tema, porque tal vez Serrano volviera un día, como un gato que ha estado de ronda, con una oreja hecha jirones, y  todo se pudiera perdonar, aunque ese perdón, según Fernanda, era merecedor de un par de bofetones que nunca hubiera dado ella, incapaz de otra cosa que no fuera querer a los suyos con auténtica fiereza.

- Estás rojo como un tomate. Acabas de recordar algo.
-Mi padre dejó a mi madre. Mi padre era sargento. Era guapo. Un golfo. Mi madre le perdonó siempre, hasta cuando no volvió. Yo le hubiera tirado a patadas, pero ella no me hubiera dejado… Pero no hubo ocasión.
-¿Le quería?
-Como si estuviera enferma.
-Lo estaba, no te quepa duda. No se puede querer con un cheque en blanco, Eliseo. Hay que guardar un buen trozo de alma para cuando llega el frío. Mi alma está deshecha desde que Remi no está. No queda un ladrillo en pie, pero los cimientos son míos. No se puede renunciar a los cimientos. ¿Sabes de qué están hechos los tuyos?