lunes, 30 de octubre de 2017

Penas

Me da pena esto, me da pena lo otro. Dentro del catálogo de las penas personales -esas que a sólo una le incumben- , tengo una pena grande, y es que estoy dejando de discrepar.
Discrepar en público, entiéndanme. Por un interés puramente higiénico, porque la discrepancia se ha convertido en acelerante ante el incendio inminente. Algo huele a quemado en las redes, a cualquier hora.
Nos educaron en el silencio, en las palabras no dichas. En caer mejor de la cuenta. En la no sublevación. Nos educaron medios eficaces, nos intentaron educar, amansar, o como decía el luchador, domesticar.
Ahora tengo otra pena. Una vez conseguido el derecho al pataleo, vuelven a poner diques de contención, éstos o aquéllos. Y para evitar cualquier rebose, nos hemos metido en grupos que son como esas cajas donde fermenta el pan a toda prisa. En ellos sobra química y falta harina del otro costal. Y todo se hincha y se hincha en tiempo récord. Parece pan y no lo es. Parece opinión y tampoco.
La discrepancia educada, la que parte de las razones, no se puede practicar cuando te tienes que ir quitando dagas de la espalda. Te sorprendes ante la fiereza de personas que habitualmente parecen cabales, te desarma el linchamiento de otro, que con cierta ingenuidad sobrevenida, ha pensado que se puede bromear sin consecuencias. No, no somos Charlie Hebdo, ni tan siquiera El Jueves. Somos ideario y argumentario, filiación y estrategia, seguidor y martillo pilón. O solamente sombra, matriculados otra vez de oyentes en estas clases magistrales que unos y otros dan, para más gloria de sus propias causas.
La pena no me mata, no al menos esta pena. Porque hay otras desgracias mayores, artificiales y evitables que me remueven las entrañas. También estos días revueltos de incontinencia verbal y solemnidades varias, de peticiones de mano dura, de nostálgicos y reenganchados a la gran causa que nunca se ha ido. Hay asuntos urgentes que exigen debates y alianzas. Asuntos de pobreza, de clase, de derrota social, de ese caer a los infiernos tras el empujón neocon, que horada nuestra resistencia hasta pedirnos tierra y agua. Aún así, a riesgo de nuestras propias Termópilas, andamos debatiendo acaloradamente, y nos sorprende encontrar al erudito despistado, que nos ilustra sobre el vuelo de la libélula, que nos regala un una imagen para salvarnos, que nos da otras palabras con las que matizar esa idea que ha mutado en creencia. 
Aún vale la pena caminar por estas redes, porque mientras parece que unos escriben con sangre sus palabras, pasa volando el insecto, apenas rozando el aire. El aire que desplaza nos refresca la frente, y nos convierte en mejores personas al quitarnos un punto de derrota de los ojos. Cada día lo compruebo y reconozco el regalo de la comunicación que nos hace  más iguales, más cultos, más pensantes. No les dejemos que nos callen, sean quienes sean.

jueves, 12 de octubre de 2017

Maestra

Si estuviera Pepa aquí, si no anduviera solamente en nuestro recuerdo, seguramente estaría destejiendo expresiones rebuscadas. Si estuviera entre nosotros, en estos días inciertos de palabras preñadas y hueras, daría cada día una clase. De esas clases magistrales que se memorizan a través  de la piel, y que se quedan en alguna parte del cerebro, grabadas a fuego, selladas con lacre, escritas en caracteres sencillos como la letra de los párvulos a los que ella miraba con ternura y grandes dosis de esperanza. El futuro son ellos, el futuro hay que sembrarlo honestamente, el futuro no se puede construir en falso.
Si pudiera levantar el teléfono y escucharla un ratito hablar de esto y de aquello, me diría sonriendo: “hermosa, la patria es la humanidad, no hay mucho más que hablar”. 
Pepa quería un futuro lleno de libros, de niños con preguntas y con dudas. La duda como levadura, la ética como referencia, el único muro posible que contiene la humanidad desbocada.
Si ella caminase por las calles, bajo ese azul de tonos infinitos, habría dado una sesión inolvidable sobre el valor de las palabras encendidas, desactivando los extremos, despojando de ropajes esas expresiones manidas con las que nos atraen. Hubiera repartido unos folios en blanco, para que cada cual describiera un hábitat en el que una de esas palabras pudiera florecer naturalmente.  A veces sólo salían dos líneas, escritas tras una lucha directa con aquello que nos  incendiaba, que ahora parece pequeño, o que es igual de importante que lo era entonces. De la escritura nacía la reflexión, en ese orden o en el inverso. Lo importante era el proceso que nos hacía más complejos. Nos hizo más complejos. Ese fue su regalo.
Ella sigue siendo  grande, imprescindible, presente. Ella y las palabras, a las que ha de tratarse con un respeto reverencial cuando se vierten sobre el otro, me diría. El otro como necesidad, como referencia, como espejo. El otro como reflexión social inexcusable. El otro como semejante, como misterio, como parte del gran proyecto común.
Machado entre cuatro sillas, me decía.

Mi maestra.

martes, 3 de octubre de 2017

Nueces

Las manos de la niña son manitas de trapo, manitas hinchadas, manitas llenas de colores extraños. La piel de la niña rota atormenta al doctor que la vio primero, y que dijo que no estaba bien aquello, y que se retorció en la cama, en la silla, delante de la máquina del café.
-Voy a denunciar
-Tú sabrás.
- ¿Pero tú has visto?
-Yo no quiero saber nada.
Las manos de la niña rota mesaban el cabello del doctor mientras la examinaba. ¿Qué tomaban esas manos pequeñas? Imagina el doctor las manos, impulsando hacia arriba un globo, como él cuando era así de pequeño, aunque él nunca lo fue tanto, porque siempre le hicieron grande a fuerza del abrazo prieto, de la mirada  limpia.
-Pero debemos denunciar, y si no quieres, lo haré yo.
-Pero de mi no digas nada…
Oiga, señor, le diría la niña pequeña, si le pudiera pedir ayuda. Oiga, señor, me están matando un poco cada día, ¿me oye usted, señor? Te oigo, pero no te escucho, estoy preocupado por la letra del coche, por salir a cenar con el coordinador, por el ascenso prometido, no me vienes bien ahora, muriéndote tan temprano, antes de que lleguen otros que te vean antes que yo, y que se arranquen a ser buenos ciudadanos, sin obligarme a mi…
Oiga, señor, que me duele mucho, pudiera estar diciéndole, que me han hecho daño, que me han tocado, que no quiero cerrar los ojos… Me taparé las orejas, se dice el doctor, y la voz se debilitará poco a poco, y ya no la escucharé, porque no está aquí y yo soy una persona adulta, y no puedo ser esclavo de estas cosas, porque yo fui a denunciar, que sí que fui, una vez, y me escucharon, y hablaron de la maquinaria, pero la maquinaria nos aplastó a los dos, que parecía que todo cesaría muy pronto y cesó muy tarde, tan tarde, casi demasiado tarde.
-Tú tendrías que ser asistente social.
A veces no contesto cuando me hablan, dicen que soy despistado, pero lo que hago es ignorarles porque me repugnan y sólo contesto para mí.
Yo tendría que ser lo que soy, un médico que ve muchas cosas.
-¿Pero tú estás bien?
-El otro día vino una mujer que dice que le duele todo, y que engorda, y que no puede con la jaqueca. El marido no la escucha, los hijos la sobrepasan. Está mala de infelicidad, pero no se plantea cambiar esa vida venenosa que la enferma, porque si lo hace ya no sabrá vivir, porque está en una dinámica que la ha absorbido hasta no dejar nada de la que fue. Y le he dado unas pastillas, y se ha ido conforme, porque no quiere ser otra persona, sólo quiere que no le duela, y eso es casi imposible sin variar las condiciones.
-¿Y se lo has dicho así?
-No, sólo le he puesto la mano en el hombro y le he dado la receta.
Vaya par de cobardes hemos sido, ella y yo, yo y ella. Yo no quería que ella me dijera que estaba pensando en suicidarse, porque si me lo hubiera dicho, yo la hubiera mandado al hospital, y ella no hubiera ido, y el marido hubiera venido a buscarme, o el hijo me hubiera rajado las ruedas. Yo soy temeroso de Dios y de esta gentuza que coge a una mujer buena y la convierte en una enferma, pendiente del desprecio diario, que es mejor que la indiferencia, lo he visto mucho. Entran a la consulta delante de ellas, vigilan lo que dicen, minimizan cualquier cosa. Así no se puede, así no. Pero la última vez que le dije que se saliera ella estuvo peor. A saber lo que le dijo en casa. A saber lo que le hizo. No, no quiero cargar con eso.
-Pero sí has informado…
-Sí, y ha venido el marido a buscarme y me ha dicho que me va a partir el alma. Y ella no le ha dejado, porque no tiene dinero, porque no tiene dónde ir, porque no sabe que es capaz de vivir sin él y que sin él la vida será mejor. Y ahora lo de la cría.
-Que no me lo cuentes…
El doctor tiene pesadillas despierto, mientras hace que se encojan las hojas de una mimosa que le ha traído una paciente.
-Somos como la planta, peores que la planta.
Cuando todo pasa, el doctor tampoco puede dormir, pero no se siente culpable, porque la niña está lejos y la mujer se ha largado, según la vecina que sólo quiere algo fuerte para lo suyo, que son muchos años en el mundo. El mundo se ha hecho grande para la mujer, y tiene un sitio para ella. La imagina abriendo sus hojas, como la planta, tranquila, al fin, y a la niña rozándolas para ver cómo se estremece poco a poco…
El doctor ve la vida desde una nueva perspectiva. Con la cara aplastada contra el escritorio, sólo piensa en sus huesos esponjoso, convertidos en saco de nueces.
No ve apenas nada, porque le cae sangre sobre el ojo, tiene un sabor extraño en la boca y todo son gritos que le aturden.
-¡Reduzcan a ese hombre!
No sabe si ha sido marido, padre o hijo, pero cree haber distinguido, antes del golpe contra la tabla de la mesa, una advertencia que ya ha escuchado, una advertencia o un insulto, que no tiene huevos, que lo denuncie si es hombre, que le diga a él que no tiene derecho, que es su (mujer, hija, madre, hermana) y a él nadie le dice lo que hacer en su casa… Sí, es el saco de nueces, y eso es muy malo, y no sabe quién se lo ha hecho porque puede ser cualquiera de esos hombres que le consideran el soplón.
-Y ahora, cuidado con el cuello…
-Si yo le dije que le iban a partir la cara, y mira, sí que se la han partido…
-Vaya comentario más chungo…

-Chungo el animal este que ha venido, que ya se lo había dicho yo, que a esta gente hay que dejarla a su aire, que te arruina la vida…