domingo, 28 de mayo de 2017

Clon

Todos tenemos un clon. Hoy he encontrado al de Luis Barbero, aquel hombre imprescindible en el cine de los 60, rescatado para la tele en color con acierto, tenor zarzuelero, hombre de tablas.
Su copia, ligeramente más joven, llevaba las mismas gafas, tenía el mismo pelo, la misma nariz, el mismo gesto afable. Nada en él desentonaba: unos pantalones de tergal azul claro con una camisita de rayas multicolores planchada con esmero, con esa marca antigua del canesú que se continúa en la manga. Eso hace mucho que no se lleva, pero quien lo haya hecho ya sabe de qué hablo. Pues bien, estaba el hombre sentado bajo un sol de justicia, enfrente de unos gitanos que vendían cestos de esparto, esos cestos maravillosos que imitan un encaje. Les separa una rotonda. En cada salida hay un vendedor improvisado. Hoy, cestos y naranjas. Y el clon.
Este hombre, al que no he puesto nombre todavía, lleva unas zapatillas de rejilla y los pantalones lo suficientemente cortos como para que al sentarse se le vea una pequeña parte de unas  pantorrillas blancas desde hace años, libres de unos calcetines (que supongo de espuma, a juego con el tergal) que acaban en unas zapatillas de rejilla, aireadas y clásicas. Ya les digo, todo en él es coherente, y tengo al menos dos minutos de coche –por un atasco- para empaparme de su atuendo, veraniego y ochentero, antiguo como el de la gente que ha decidido que ya tiene suficiente ropa hasta que casque, porque ya se le han casado los hijos, le han comulgado los nietos y no esperan eventos de tronío en los próximos años.
Está sentado con la barbilla sobre el pecho  y las manos cruzadas en el regazo, en un estado de tranquilidad total. La silla que ocupa, de esas de resina blanca que pone una en el patio, está al lado de una sombrilla, que asimismo está dentro de un bidón relleno de algo que le hace de base. Está sentado en la silla de una chica que está a punto de desaparecer de mi memoria para siempre, porque se esfumará por aquello de la rentabilidad y el negocio, y será reemplazada por otra que ocupará idéntico lugar en esa estructura económica que fagocita mujeres y niñas cada día.
(Las caras de las chicas cambian tanto que las termino olvidando.
Intento mirarlas a la cara para que existan.
Quizá alguien las añora y las recuerda.
Me gusta pensar que es así).
La chica que ahora no está ocupa normalmente esta silla barata salvo ese tiempo en el que está siendo explotada por algún hombre (con alpargatas, camisa planchada, calcetines caídos, un vecino, un hermano, un padre, un tío, un abuelo) o algún chaval a la última (un hijo, el amigo de un hijo) …Una chica rubia natural de piel blanquísima que pasa el tiempo leyendo mientras espera a su violador de turno.

Desconozco si el abuelo que les digo es intermediario o cliente, pero no está ahí por casualidad. Está ahí cimentando lo de siempre, que es predicar la libre elección como mantra, como coartada, como argumento de peso para que no se nos ocurra escupir en esa calva venerable que se tuesta bajo el sol, aunque no lo bastante según mi opinión y deseo.  Esa silla en mitad de la carretera es prueba diaria de que el patriarcado muerde fuerte y hace esclavas. Ese hombre de aspecto vulnerable al que –pondría la mano en el fuego-  nadie va a toser, es la prueba de que se ha normalizado la explotación de las mujeres hasta el punto de que donde debiéramos ver marginación, delito y sufrimiento, no vemos más que gente que pasa, como si paseara, como este viejo tomando el sol, como si fuera casual su presencia en ese punto del arcén, casual como el bidón, la sombrilla plegada, las bolsas que contienen esas revistas que ella lee cuando vuelve de lo que alguien bautizó una vez como “servicio” y que están tiradas en el suelo al lado de ese hombre que parece hallarse a un paso del nirvana,  maldito sea. 

domingo, 21 de mayo de 2017

Grilletes

Mientras digiero el último rechazo editorial me recomiendan la última obra de una mujer que no conocía hasta la fecha, un libro de cubiertas carnosas y portada exuberante. Parece que desde mi escritorio huele a fruta madura viendo esa foto de páginas ligeramente tostadas. He decidido que ese libro huele a vainilla y sabe mango. Otro correo que me llega me recomienda un clásico reeditado. La traducción es magnífica, me cuentan. Lo creo y lo apunto.  Mi lista de deseos crece. La lista sabe a ceniza y a tierra, y está doblada en cuatro partes, para tapar los títulos que desfilan militarmente hacia el final del folio.
No compraré ninguno de ellos.
(Tengo compañeros de lecturas. Me regalan, me prestan, me enlazan. Son generosos. Cuando lo hacen me dan el beso de la vida, esa bocanada de aire que abre las vías del que se asfixia. Ellos lo saben y yo también. Les miraría con ojos de Bambi si les tuviera delante,  y lo hago ante sus avatares. Gracias por las lecturas, les digo, como en una oración. Gracias por alimentarme.)
Los libros son la llave de todos los grilletes. No son caros, pero yo soy pobre. Lo pongo por escrito para que conste. Ahora que he asumido esta contrariedad puedo descargar mi ira contra alguien. Puedo elegir gremio: Médico de terminales. Estibador. Maestro de primaria. Etólogo. Profesor de filosofía, de acústica, de estética, de física cuántica.  Dibujante de comics, cantante lírico … ¡Actor de teatro! Cualquiera de ellos vive #comodios y me invitan desde los púlpitos del opinar a que me ofenda su prosperidad adquirida en bregas en las que no estuve presente ni en cuerpo ni en espíritu. Pero a diario son señalados, como si hubieran entrado de noche y me hubieran robado la solvencia que nunca tuve. Quien los señala sabe por qué lo hace, ensemillando de sospecha el ecosistema de los iguales. Otra cosa es saberse el igual de otro, sentirse igual, querer ser igual a otro. Complicados los procesos en los que entra en juego la fe, sobre todo si es en algo tan terreno como la naturaleza humana.  Aún así, creo firmemente en ella, en parte de ella, al menos, y le debo a los hijos propios y a los ajenos la resiliencia –que no resignación- suficiente para  limpiar bien mis gafas de leer y ver con nitidez que la bandera del enemigo la enarbola el que quiere que las grandes bibliotecas sean lugares secretos, que las luces que nos alumbraron a los hijos de los obreros (uy, qué carca es esta mujer, por Dior, obrero, por Dior, me desorino) se extingan a favor de lugares diseñados para que sólo accedan a ellos unos pocos cogollitos que ahora mismo están repitiendo que la estiba, que los puertos, que el progreso, que la riqueza. La comedia de esta economía feroz nos aplasta empezando por la cabeza, diciéndonos que ella no ha sido, que ha sido tu compañero, ese que parece boyante y que sólo es normal en un charco de pobres. El sistema apela a eso tan español como la envidia para desviar tu mirilla mientras el verdadero objetivo escapa con agilidad gimnástica adquirida en décadas de entrenamiento en los mejores colegios. Y tú, naturalmente, sigues siendo pobre. Lo que se dice una jugada redonda.


lunes, 15 de mayo de 2017

Sucedido



Me perturba ver a un agricultor vestido de domingo. Lo digo con todo el respeto, porque la experiencia nos dice que suele ser señal de alguna solemnidad inminente. Apenas he visto un par de veces al hombre que me antecede arreglado para una ocasión. Casi siempre un entierro, a veces un médico o un notario, con esa ropa que va quedando ligeramente anticuada, que sirvió para casar a un sobrino, o para hacer unas gestiones que se presumían gravosas. El hombre que camina delante de mí parece enfadado mientras cubre un trecho de calle lentamente, como cuando mira los surcos. No se hizo el asfalto para sus pies, ni esa ropa que le incomoda y que su mujer recoloca cada pocos metros, dando pequeños tirones, como cuando a un niño se le prueba la ropa del hermano, para ver si le servirá. La ropa del agricultor es un atuendo de compromiso, que le enmarca en la acción que va a llevar a cabo. Hace unos días que se ha sabido que cerrará un banco local que fue caja de ahorros, aquella que daba dinero para sembrar, para levantar una cuadra que era una gloria, para construir una vida gota a gota. Desde que se supo que habría cierre hay un ir y venir de caras largas. Cómo nos hacen esto ahora, cómo que el ordenador, cómo que los hijos… Es una situación insólita, quizá porque por primera vez el dinero no abre ninguna puerta y sólo es un trámite que no es personal. Es una gestión con un número, y eso es casi un insulto. Cómo se atreven.
Los reales, pesetas, duros, se han convertido en euros. Dame veinte mil duros (cien mil pesetas, seiscientos euros) que me los llevo ya. ¿No le sobra con doscientos? Cualquiera le enseña al cliente lo que significa corralito. Es mí-o, contesta musicalmente el cliente. Vuelva usted el próximo día, contesta un chico que empalidece por momentos. El chico no sabe que desde que se propagó el rumor no para de hablarse de una vez que hubo un caso cuyo  argumento se recuerda entre dientes, erizando los vellos del respetable en menos tiempo del que hace falta para que se firme el recibo que escupe con finura la validadora. Si me da unos días veré, es la respuesta elegida, como el autógrafo de una estrella de rock, repetido mil  veces en un rato. Lo siento, oiga, de verdad, no es cosa mía. Ya me imagino, chaval, dice otro lugareño, pero dame lo mío. Lo mí-o.
Pasa una la vida trabajando como una mula, dice otra mujer, que te dan ganas de hacer algo, que ya ni te renta. Hasta la semana que viene no está, dice una señora rubísima que se vuelve didáctica a la cola que comienza justo detrás de sus omóplatos, frotando índice con pulgar, muy por delante de la marca de “espere aquí su turno”. Aquí nos conocemos todos, aquí nos conocíamos todos, reflexiona otro hombre que lleva una rebeca fina, de esas que no envejecen por falta de ocasiones de lucirse. Parece mentira que tengamos que llevarnos el dinero del pueblo. Que nadie cometa la torpeza de decirle al cliente defraudado que hay un espacio intangible que no tiene nada que ver con los mojones de la carretera, en el que los dineros fluctúan y se funden. Que nadie le miente las tarjetas a uno de esos hombres que están acostumbrados a coger los terrones en las manos estrujándolos con saña.

Hay una vida que se resiste a desaparecer. Esto pasará, dice otra voz a mis espaldas, y al cabo de un rato ya no queda nadie para mirar casi con pena al muchacho del mostrador, que se quitó hace un rato la americana de confección, asfixiado por los silencios de los clientes, buceando entre montones de recibos firmados con total desilusión. Esto ya no es lo que era, habrá que acostumbrarse, dice el último que se va, mirando la puerta que se abre y se cierra sin sentido. Tanta puerta pa qué, reflexiona. Pa qué tanta puerta…

lunes, 8 de mayo de 2017

Pepi

La radiofórmula nunca defrauda. Ahora mismo, una canción dedicada a una chiquilla:  “Para Pepi, de cinco años, en el día de su onomástica”. Qué cosas, llamarse Pepi en un mundo de Yésicas y Yerais. Y la onomástica, para rematar. No me puedo imaginar a una Pepi que tenga menos de cincuenta años, es como si a las casas volvieran las mesas de formica y los manteles de hule. Pepi de cinco años. Casi ná.
Tengo una amiga Pepi. Pepi y yo tenemos bastantes años y ya estamos por reírnos del mundo antes de que nos dé un ictus. Salimos a un ictus por barba, me dice Pepi cuando nos permitimos darnos un gusto saltándonos el régimen. Pepi se toma las pastillas del colesterol con poca fe, cree mucho más en el colesterol que en las pastillas, y por eso la idea del ictus la acompaña como una fatalidad ineludible.
-Si me pongo asimétrica llama a los sanitarios, que hay uno tamaño armario que me remata de la impresión.
A Pepi le gustan los hombres como el sanitario: grandotes, resueltos, de uniforme. Aún así, con los hombres que hay de uniforme de talla media-alta, hace siglos que está soltera. Casi se casa con un chico del pueblo que se murió de un ictus, fíjate tú lo que es la vida. Tenía Pepi hasta las lámparas colgadas en su futuro hogar, pero pensó que no se veía haciéndose vieja con él, y se fue corriendo en un momento de lucidez, y le dejó las lámparas basculando en el techo como en la réplica de un terremoto. No se llevó ni las bombillas.  Su suegra iba de vez en cuando y las encendía, como cuando se riega una planta que está marronceja y arrugada, sin resignarse una a la realidad de la existencia que pasa por dejarla ir y mezclarla con un poco de tierra para plantar perejil el año que viene. Cuando  vendieron el piso, tras varios alquileres mugrientos y desesperados y una reforma de envergadura, las lámparas imitación bronce coronaban el contenedor sobre una capa de cascotes de azulejo de tercera, con maceticas los de la cocina y pececicos los del baño, todo muy conceptual y apropiado, con la cocina en terracota como la tierra que el novio fallido siempre llevaba en las botas y los baños en azul celeste, como la creencia infantil que profesaba sobre él sobre lo masculino. 
En resumen, que Pepi dijo no.
Pepi de vez en cuando pasa por la puerta de la que iba a ser su casa y mira como con aprensión. Allí le dijo que no.
-Es normal que tengas miedo, cuando te pongas el anillo se te pasa.
-No tengo miedo. No me quiero casar  y arrepentirme.
-Vete a dormir y mañana hablamos.
Ella se fue a dormir, pero ya no hablaron.
-Se asustó, con lo grande que era…
-Si tú te crees que eso se lleva bien…
Esta Pepi es tremenda. Que se lo tomó mal, dice, cuando él había llevado hasta su ropa.  Ropa, todo hay que decirlo,  que tuvo que  bajar  en cómodos plazos ayudado por su madre y su hermana, que estaban para tomar un camino, con todo el vecindario pendiente, que parecía aquello el gallinero del cine.  Bajó las escaleras su traje de novio metido en una bolsa  larguísima, y fue depositado en la parte de atrás de un coche con muchísimo cuidado, como un herido que se lleva a la casa de socorro, aunque este herido estaba acabado desde antes de bajar. Que se lo tomó mal, dice Pepi…

Pepi está contenta de estar soltera, de sortear sus manías sin negociar con nadie, de  disponer del tiempo y el dinero como le da la gana, y es que Pepi, aunque su madre opinaba que estaba loca en su momento, se dio cuenta a tiempo que podía estar sola y bien, sin hijos y bien, que no pasaba nada de nada por no tener un hombre. Por eso cuando escucho que hay una niña Pepi parece que no me cuadra, porque ahora las chicas quieren enamorarse muy jóvenes, tener novio cuanto antes, emparejarse en la tele y que se entere todo el mundo. No, definitivamente no son como Pepi. Pepi es de otra época que no es aquella ni esta. Pepi es modernísima porque descubrió los poderes del “no“ antes que todos los gurús, corriendo el riesgo de ser odiada y compadecida en este pueblo en el que cuantos la ven relatan a la menor ocasión que las lámparas colgaban sin sentido mientras él lloraba en su casa sin sentido también, qué cosas.