lunes, 24 de agosto de 2020

Revistas


Lo confieso:  he leído el Diez Minutos. Lo he hecho en la sala de espera de mi ginecólogo (privado). Por mi historia no entro en ninguna criba, así que voy y me ven. Y pago. Y leo el Diez Minutos y el Hola. Y el Vogue, que también tiene lo suyo y te dice lo pasada que estás -estéticamente- en todos los sentidos.

También leía la revista Sobremesa esperando la visita del pediatra de mis hijos, hombre exquisito donde los haya. También era privado. A veces no hay pediatra y el niño no está para urgencias. A veces no hay pediatra y tienes un niño crónico que se te mustia por momentos, y te lo quitas de lo que sea. Muchas veces no hay pediatra.

Donde el dentista -gente estupenda- leo Descubrir el arte. Qué maravilla de fotos, de artículos, de todo. Qué mundos descubre uno en las salas de espera de las ortodoncias que tampoco entran en la seguridad social, como si no fuera salud la cosa de esos dientes que crecen como les apetece.

En la ortopedia leo cosas del sector. La información exhorta a la higiene postural y te hace recolocarte en la silla. Pensar en las facturas ayuda. Las plantillas tampoco entran en la cartera básica, y los niños necesitan caminar con rumbo hacia la pelea que les espera.

Y así sucesivamente: dermatólogos a los que vas rendido de esperar; psicólogos para una crisis puntual para la que no hay citas. Clínicas donde se vuelve a escuchar el ruido de la vida con nitidez gracias a unos audífonos de vanguardia. Todos ellos con sus revistas, sus plantas, sus sillas de hacer tiempo. En todos esos lugares adquieres conciencia de que la mercancía eres tú. Y que te estás comprando con mucho sacrificio una relativa calidad de vida. Y como en las misas, rogamos por los que no se lo pueden permitir.

En esas salas de espera se comparten las revistas y se comentan las jugadas, desengrasando de las preocupaciones inherentes a la situación, que nunca suele ser buena. Irene Montero en Diez Minutos no es más ni menos que otras señoras que sucumbieron antes a una estrategia o a un oropel. A partir de ahora circularán sus fotos de mano en mano, entre muestras de cosmética avanzada y ecos de una sociedad que me es totalmente extraña. ¡Es otro nivel!, resume mi amiga mientras nos llaman y no nos llaman. Otro nivel, otra vida, otra óptica. Para millones, otro planeta. Ojalá un día todos los de las revistas en mi planeta, sólo un día en nuestras vidas. 
Escucharíamos más alaridos que en la Divina Comedia.

martes, 11 de agosto de 2020

Jano

 

Jano estaba convencido de que el mundo necesitaba una bomba de vez en cuando, una especie de diluvio universal, un empezar de nuevo. Para acabar con tanta maldad no bastaba con sus propios medios.  El cielo amaneció naranja y malva mientras recordaba a su madre. Había nubes en el cielo. De pequeño él pensaba que ella era capaz de mandarlas hacia arriba, soplando. Su madre era poderosa y amasaba el pan honestamente, sin prisa. Jano miraba hacia arriba y las nubes le recordaban las rebanadas de pan blanco. Su madre dejó un día de hablar, y ya nadie encendió el horno.

La vida se acaba a cada rato, se dijo, y cada uno podemos vivir muchas vidas. Yo no seré hoy un hombre manso. Mientras caminaba, con parte de la camisa fuera de los pantalones, recordó esa sensación de tener la boca llena de polvo. Se iba a casar con Rosalía. Nada les iba a faltar.

Dice Rosa, que dice Isabel que Carmen le ha contado, que Jano iba por la calle trastabillando, y que decía cosas que no se entendían, un minuto antes de que embistiera a Rodrigo. Es este sol, dicen las mujeres, que miran al hombre, boca abajo, inmóvil, este sol que nos fríe la cabeza. Rodrigo no se movió apenas: un poco de trabajo en el pecho, solamente, y luego nada. Paco quedó en la esquina, cerca de su casa, agitó las manos torpemente y cayó como un fardo.

Tres días antes Rosalía había enviado una carta. Salió a echarla a escondidas, apenas cien metros hasta el buzón, con el ruido de los pasos en las sienes. Jano, que tiene toda la sangre en los ojos, descubrió una especie distinta de valor en su navaja. Maniatado y consciente, conversa afable con un agente que no puede creer que haya habido tanta rabia en ese temperamento vacuno. Un hombre puede volverse una fiera y seguir mirándose en el espejo. Solamente es necesario que aquello que él cree inaplazable esté al alcance de sus manos, que se crea perdido, que se sienta depositario de la justicia de otro ser más pequeño.

Lleva la carta de Rosalía dentro de la camisa, pegada al pecho por el sudor. Mira a ambos lados de la calle con ojos de comadreja, tiene un reproche para todos. Los vecinos se retiran, vencidos por ellos mismos y Jano siente un sueño casi inaplazable. Ya no queda nada que hacer. Rosalía y él son libres, al fin.