Paco Pons, artesano ebanista, cepilla
con mimo una tabla de ciprés. El olor de la madera le lleva a la primera
carpintería a la que entró, donde solía
sentarse encima del montón de las virutas. A partir de
entonces siguió mirando la vida desde la cumbre de esa montaña mullida y
fragante. Desde allí el mundo era armónico; le
gustaba pasear entre los trozos inservibles, mirándolos: no había ninguno que
fuera inútil, todos llevaban dentro otras formas que él descubría a base de
formón. Pensaba en el tronco del árbol, en los años que tardó en convertirse en
esa masa magnífica que descansaba sobre la sierra, veía el ejemplar elevarse
sobre el suelo, escuchaba las hojas con el viento, se impregnaba con el olor a
tierra de la raíz cuando la humedad del suelo viajaba con un árbol arrancado por la
tormenta. Esta tarde, sin ir más lejos, después de un temporal, Paco divisa un ejemplar que parece que va a caminar
en cualquier momento, con las raíces desnudas sobre el pavimento tras unas
ráfagas de aire, llamándole para que acuda. Paco se sienta sobre el tronco y
lo acaricia, hasta que el ruido de la motosierra de un operario municipal le
saca de su sueño. “Este tronco sólo
sirve para leña”, dice el jardinero, pero Paco tiene pensado hacer un
cofrecillo y pide una tajada generosa al obrero que accede rascándose la
cabeza. Puede, después de muchos años, separar el sonido bronco de la máquina
cortando y el olor a gasolina de la materia nueva que va apareciendo: sobresale la madera, el instante en el que el corte llega al corazón de los tejidos; entonces
ese aroma a bosque le persigue, tiene un efecto narcótico sobre su ánimo. Es
curioso cómo las impresiones se nos graban a fuego en el corazón. Serrín,
virutas y su Lola: esa era su vida. Muebles para poner copas de Jerez, reclinatorios
tapizados en terciopelo devoré granate y marrón, vitrinas, consolas,
taquillones… Su debilidad eran los muebles con muchos cajones. Decía Paco que
en una casa debe haber muchos cajones para que puedan esconderse los secretos
en compartimentos estancos, sin interferir unos con otros. A veces está sentado detrás de la mesa de su despacho y
parece ausente. Visualiza cada uno de esos cajoncillos que había en el
buffet de la casa de su madre, y en cada uno de ellos pone una nota con algo
que quiere olvidar. Lo cierra mentalmente. Lo sella con los ojos cerrados. Los
ejercicios de sugestión del profesor Chang dieron sus frutos; había comprado un
curso hace bastantes años. En los peores momentos abría y cerraba los cajones,
le daba un cuarto de vuelta a la llave y el recuerdo quedaba aletargado por un
tiempo. Ni que decir tiene que involuntariamente hurgaba de vez en cuando y que
eso le causaba pequeños sobresaltos, porque aún
estaba en la fase de aprendiz. Por quinientas pesetas de 1979 compró “La
solución definitiva para eliminar el estrés y los recuerdos traumáticos, en
diez lecciones. El infalible método del profesor Chang le dará control sobre
sus recuerdos”. Este método patentado y anunciado con insistencia a la hora de
los seriales también tuvo mucho predicamento entre los estudiantes de
mamotretos, para hacer ficheros con nombres en clave. Paco cierra cajones,
abre armarios y sella el odio para que nadie lo encuentre.
La vida es un tronco que desbasta con
la paciencia del maestro hasta llegar
donde no hay veta.
La vida es un conjunto de verdades que colocados como mojones de una carretera te van indicando todos los hitos importantes de los recuerdos,
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ResponderEliminarSi los árboles tuvieran cajones, nadie los cortaría para leña, si acaso, lo harían para poder olvidar
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