lunes, 21 de agosto de 2017

No me puedo alegrar

Créanme si les digo que no me alegro de nada. Ni tan siquiera siento alivio.
Dicen que el chico está muerto, boca abajo, que le han abatido, dicen.
Debería vivir para que pudiéramos bucear en su mente. Si sus mentes no fueran un misterio, todo sería previsible. Hoy sólo hay un poco de mar de fondo. Los equipos desplazados, las estrellas con sus asistentes, los redactores nerviosos. La vida a golpe de clic, que ya no aporta nada, porque la verdadera reflexión siempre es lenta. Sarkozy y los banlieu. Las patrañas sobre ayudas sociales. Los fachas a la que salta. Colau en la diana ¡cómo desperdiciar la ocasión! También están los lingüistas, tropa y marinería ofendida, que se revuelve contra la imposición que sólo es hablar con tu lengua, que es tuya, que te pertenece, que piensas y maldices en ella…
No me alegro de nada, si acaso de ver cómo se caen las caretas: los sermones religiosos, las arengas militares. Pocos trabajadores sociales he visto en prime time, pocos a contar lo de siempre. Que la paz se construye con pasta, que es tanto como decir que la educación no se mantiene sola, que el civismo se  cultiva, y se mima y se guarda como un tesoro. Pocos maestros de barrio, ninguna profesora en vaqueros, de las que ponen las galletas de su bolsillo. Sólo expertos en lo macro. Expertos en todo, a posteriori. Expertos en tiranías internacionales, en tratados que no se cumplen, en lo que nos conviene poco o mucho…
No me puedo alegrar de la muerte, ni tan siquiera de la del chico que ha hecho tanto daño. 
Hay algo extraño en las muertes que se recuerdan y también en las que se olvidan. Miles cada día con armas europeas. No son de los nuestros, no nos caben en las plegarias. Forman parte de este caos perfecto que alguien maneja con soltura.

Cómo quieren que me alegre. 

lunes, 14 de agosto de 2017

Por favor...

Por favor, cuánto facha americano. Aquí no tenemos más que cuatro por casa.
Y por eso los muertos siguen donde están (nuestros muertos).
Y  por eso las mujeres debemos ser cuidado, belleza y amor.
Y ser sindicalista es sinónimo de sospechoso.
Y ser acosado es el castigo por ser diferente. O libre. O consecuente.
Aquí no tenemos fachas, tenemos cuñados. Llamamos cuñado al facha porque facha suena fuerte, y el facha no es facha, es radical. O supremacista. O ultra. Fascista es una palabra de domingo, que debe usarse sólo en documentales, así nos lo enseñaron en los coleccionables de la segunda guerra mundial, esos que nos permiten jugar en el bando que queramos con tanques en miniatura, con muertos de juguete.
Pero sólo hay un bando. El de la Humanidad, con mayúscula. Y en él, los fachas nos sobran, los nazis, los falangistas que piden un taxi cada año como si tal cosa, en esas puestas en escena que arrancan suspiros de añoranza y escalofríos al mismo tiempo, y que son los coletazos de la bestia que se resiste a morir. Porque la bestia no se muere tan fácil. Porque es fácil ser ambiguo mientras los muertos sigan donde están. Y se herede sobre todo la pobreza, y con ella la falta de educación, y con ella se pierda el único medio para ascender no en el poder, sino en el ser. 
Es el shock de los rumores y los medios. Con la bolsa de las pensiones. Con los derechos humanos de otros. Con los terroristas futuros. El shock de las profecías, de los miedos, de los peligros. Y esos peligros nos domestican, y esas profecías nos encogen. El shock es un negocio que florece con el miedo, y el facha quiere poder.  
Si no lo ve, es porque se le ha metido uno en el ojo. Un facha, claro.