miércoles, 29 de abril de 2020

Hambres


Mi abuela siempre decía que la posguerra fue peor que la guerra. De todo lo malo que contaba, lo único que la hacía torcer el gesto era describir esa estampa de mis tías hambrientas, y ella dándoles unas monedas para que se fueran a comprar altramuces porque no había para comer. Entretenimiento, lo llamaba ella. Las acostaba en la siesta y les lavaba la ropa. La única ropa que tenían. Que el trabajo valiera menos que un pan, que trabajaran todos los de una casa para una cofa de patatas. Cada cual tiene su capital sentimental y este es el mío.

Mis tías fueron a servir. Una de ellas tenía que permanecer de pie, firme mientras la familia de los señores comía. Siempre vigilada. El servicio sólo quiere medrar, ya saben ustedes, que este año es año Galdós, y Galdós nunca pasa de moda. Mi tía es preciosa y alegre aún, con más de ochenta años, pero jura cuando gente como Ayuso da lecciones de cómo se ha de vivir. Sin leer a Naomi Klein tiene muy claro que el shock es esto.

Llegué a conocer un hombre que pasaba los domingos con una lata a  por restos de comida. Coletazos de la pax romana. Me quisieron convencer de que no era lo que parecía. Sólo le vi una vez, pero es una imagen que me hiere, porque entre nosotros que éramos pobres, y aquel hombre, había un abismo. Hay abismos entre todos los escalones de la miseria, eso se aprende pronto, y se reconoce el pelo deslucido de un niño que come mal, ese mate en la piel, ese carecer de todo, y empiezas a darte cuenta que a tu lado hay mucha naturaleza muerta. Sin ir más lejos, de chica, frecuentaba una tienda que venía la mitad del cuarto de azúcar. 125 gramos. Fiado. ¿Han conocido la libreta de fiar? Había un hombre que se compraba una lata de atún para pasar el día. Cada día. Su familia ya era pobre hacía seis apellidos. Ahí aprendí que la pobreza se hereda como el color de la piel. Yo me llevaba fideos a granel, cabello de ángel, y chocolate Plus Ultra. Y era hasta feliz en la ignorancia.

Ocurre que una crece y se estropea. Tuve una amiga en el colegio que llevaba zapatillas de verano en invierno. Entonces se congelaban los charcos y ella venía de la huerta con la nariz rojísima, siempre contenta. Tenía la letra redonda y los ojos vivos. No pudo estudiar a pesar de ser de sobresaliente. Nadie luchó por ella, porque no era nadie. En realidad los niños de los pobres son los pobres, sin más. La infancia es una categoría que se pierde en las carestías, y que empalaga en momentos como ahora, con tanto lazo y vídeo grabado (PADRES: ya está bien de colgar imágenes de vuestros hijos), con tanto niño hablando razonablemente desde una casa equipada y tranquila. Los niños pobres para la administración de Ayuso son una prolongación de sus padres. Son una clase de gente a la que se trata de una determinada forma, que es exactamente la contraria que te gustaría para los tuyos. Pizzas, refrescos y fast food para una generación que  de seguir así puede devenir  en obesa, diabética y con una relación disfuncional con la comida. En esto y en dar las llaves del cajón a un pirado vamos un paso detrás de Trump. En EEUU ya hace tiempo que alarman las cifras de diabetes y enfermedad cardiovascular ligadas a poblaciones vulnerables. Al fin y al cabo para los neocon más fundamentalistas el pobre lo es por flojo, o sea, que merece el lugar que ocupa. Por ende Ayuso está donde está por la brillantez de su discurso, que viene a ser que la dieta que se impone a  los niños más desfavorecidos es razonable. Brillante no es, la verdad, pero sí útil. El que tiene que elegir entre que el hijo coma o no coma tiene pocas posibilidades de rebelarse, y ella lo sabe, porque en ese mundo feroz de los míos y los tuyos, ajeno a cualquier sentimiento fraterno, hay quien no puede hacer una apuesta para no depender nada del sistema.

En el atrezzo de la caridad se nos ha colado un menú que hace que se rompa el corazón literalmente. Como Van Gogh prefiero comer pan duro y café, pero amigo, un hijo es otra cosa. Como dice nuestra víbora favorita, Hellen Lovejoy, “¿es que nadie va a pensar en los niños?” Ya verán cómo esta frase se convierte en el nuevo comodín. Ayuso la desliza. Mejor comer pizza que nada, como en Venezuela, nos suelta desde el atril con el cuajo que da tener salmón fresco para los críos. Y salvaje, a ser posible, que  ser del morro fino tiene su proceso. Es un aprendizaje que empieza en un concertado y termina en un parlamento, aunque sea haciendo el ridículo. Todo sea por la cucaña del partido y la puerta giratoria, que llegará. 
Mala suerte, Ayuso: Paradores ya está cogido.

viernes, 17 de abril de 2020

Panes y peces


Imaginen ser una de esas personas que no tiene don de gentes, que tienen algo que las hace diferentes, puede ser una pincelada, o simplemente algo que no las deja encajar con los demás. Imaginen ser pobres, o ser mayores, o las dos cosas. Imaginen ser enfermos crónicos a cualquier edad. Imaginen que el rechazo es la constante en sus entrevistas de trabajo por cualquier razón que en otro tiempo no lo fue (cv, edad, género, estado civil,…). Imaginen que viven en un país desindustrializado, con una administración adelgazada por los recortes, con una clase política que tal vez tiene mejores adentros que reputación, con unos referentes de éxito que no debieron serlo nunca, con una protección social manifiestamente mejorable.

Imaginen vivir en un barrio malo. Pero no malo porque no haya bares. Malo de chungo, malo de no salir por la noche ni a tirar la basura. Imaginen que su economía y la de cuantos le rodean sea la subsistencia, el arañar y el estirar los pocos cuartos que circulan. Imaginen ese estirar y ese arañar viviendo en un barrio normal. Ser impensable para los demás, ser invisible.

Ahora imaginen -si no se han hartado ya- que el país se para por lo que los antiguos llamaban “fuerza mayor”. Esta fuerza que nos atrapa no es que sea mayor, porque fuerza mayor era enterrar a un padre y ni eso han podido hacer en condiciones los que han tenido la desgracia de verse en ese trance. Esta fuerza es la biología en todo su esplendor. Y la biología tiene unas leyes que no entienden de días hábiles. Biológico es nacer y morir, y entre tanto, comer.

Comer cada día, varias veces. Imaginen no poder hacerlo. No poder dar a tus hijos lo que precisan. La única duda que tengo es cuánto puede aguantar una población asfixiada. Siempre lo digo: somos asombrosamente cívicos. Resistimos con entereza, pero vivir no es sólo resistir. Vivir no es sobrevivir, es no perder la dignidad que se nos suponía: avanzar, consolidar, tener esperanza.

No es paguita, es cohesión social. El cinismo del término califica no a los destinatarios potenciales sino a quienes sacrificarían a media humanidad en el altar del dinero. Para ellos mi desprecio. Todo.  Deberían haber entendido que muy a su pesar, nacemos libres e iguales. Perdonen, me han quedado grandes las palabras. Ojalá tras la resaca seamos más libres e iguales.

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*Mención especial para un curita obrero que me explicó hace mil años la multiplicación de los panes y los peces: el secreto es repartir. Si se reparte, hay para todos. El evangelio, señores, el evangelio. O sea, la buena noticia -espero- para los pobres.