sábado, 30 de junio de 2018

Eliseo (12)


El timbre, incansable, hace que Matilde acelere el paso hasta el interfono. Tanto estrépito para nada. No era más que un repartidor buscando alguien que le abriese el portal. La gente compra y compra, Eliseo. Yo he sido de tirar de tarjeta y sacarme las espinas fundiendo, pero hace tiempo que no, y después de lo de Remi, nada. Las cosas se amontonan y se amontonan. Y se olvidan. Si perdiera todo lo que acumulé no pasaría nada. Hay trastos que hace diez años que no veo. Hay cosas que no sirven para nada y ahí están; creemos que con las cosas retenemos el tiempo, pero el tiempo se va zumbando. Tengo un trastero en el centro. Si me armo de valor y digo de vaciarlo necesitaré voluntarios… Eliseo cabecea afirmativamente. Como no se venga alguien conmigo no voy a poder deshacerme de todo, porque me está sobrando el alquiler y total, ¿para qué todas esas cosas? Tengo hasta bolsos buenos. Imagina, Remi, que tenía muy buen gusto, me compró un Chanel hace siglos. Me niego a llevarlo. Conocí a una señora cuando era estudiante, viuda de un funcionario, que llevaba pieles de verdad, joyas buenas, y tenía unos bolsos de infarto. Comía sopa de cascarones algunos días, y otros ni eso. Me parecía tristísimo verla comprar envuelta en aquellos restos del esplendor. Cuando pienso en el Chanel y en otras chucherías que guardo como un tesoro pienso que no debería ponérmelas por nada del mundo. Es como si me acercasen a la muerte, no sé, es una sensación extraña… Eliseo sonríe con dulzura:
-¿Has pensado en regalar  a Pili y a Susana lo que no quieras? El resto lo vendes.
Matilde se queda pensando en un inventario que la devuelve a otros días. Y los cuadros, Eliseo, a quién se los doy, si no quiero venderlos… además no me van a dar nada. Tengo un mueble bar bueno, pero es muy voluminoso, decía el que nos lo vendió que lleva limoncillo, y eso lo mismo vale dinero. Tuvimos una época de hacer fiestas y también teníamos vajilla, esa te la quedas tú, si la quieres. Rehúsa Eliseo. La vajilla aún te puede hacer falta, y si es buena, como las joyas, a una mala, la haces dinero. Eso es lo último. Iremos el fin de semana, si te parece. Me parece. Dame un abrazo, que me salvas la vida. Y tú a mi, Matilde. Cena algo, anda, no tomes más café, dice el amigo a la amiga, antes de asomarse con mucho tiento para no despertar a Remi que está con los ojos cerrados sobre un lado de la cama.
-Que no venda las joyas, que se las regalé yo, Alfredo, ¿me oyes?
-No las venderá, no te preocupes.
-¿Iremos a pescar mañana?
-Iremos, descansa que mañana vamos a madrugar.
Remi se queda quieto, como un niño obediente, convencido por un instante de los planes de mañana. Eliseo baja el rellano despacio, pensando en cómo ha de ser ese ir a la deriva. Cierra su puerta, piensa en los trastos de Matilde. Cualquiera tiene un mundo de cachivaches. Susana está en el balcón, le saluda desde lejos. Él agita la mano. Hoy parecía estar mejor, eso dice Matilde. Debe ser una carga pesada tener la tristeza esperando, acechándote por cualquier cosa. Paco es un tío entero, eso también lo dice Matilde, y lo lleva todo con cabeza, porque otro hubiera claudicado. A Eliseo le rondan unas frases que Matilde repite y se repite a la más mínima ocasión. Hay que querer mucho, dice Matilde en un susurro, a veces mientras toma un sorbo de la taza que la acompaña a todas partes, a veces mientras ve dormirse a Remi. Hay que querer con locura: es como tener una hucha de la que uno saca en la escasez. Hay quien piensa que nunca llega, pero llega la carestía, y sacas de la hucha un día y otro. Matilde proclamaba que había que querer mucho al otro, quererle con todo el respeto, quererle por lo que ha sido, por lo que queda escondido en el cuerpo, debajo de todo lo que la vida ha traído. Matilde es sabia, se dice un Eliseo callado, observándose en el espejo. No conoce a nadie que sea como ella, ni nadie que quiera así.
Susana observa a Matilde. Tras despedir a Eliseo ha salido a la ventana a mirar cómo anda el mundo. Agita la mano y saluda. El saludo es devuelto al instante. No quiere hablar con ella ahora. Y sabe que está sola y que sería bien recibida, pero a poco que comenzasen a hablar le preguntaría por lo suyo. Que si está mejor, que si Paco es bueno, que si debemos hacernos fuertes, que si la vida es una estafa, que si yo creyera en Dios, pero ni eso. No, Susana no se siente capaz de soportar al  torrente Matilde, que derrocha cariño y palabras para Paco y su paciencia, para Paco y su buen pulso, para Paco, ese tío tan cabal, que tú no te has dado cuenta, que a ratos vives en otra galaxia, que es de oro de ley. Susana se siente incómoda cuando la conversación toma este rumbo. No cree que haya de defenderse de sus bajones y sus tristezas, pero sin saber cómo termina intentando justificar  esos sentimientos que la asaltaban de vez en cuando sin causa aparente. Ella y sus melancolías, sus insomnios, su relación con la comida, que ya no era placer, sólo trabajo, y que la tenía aturdida al tener cada día el mismo dilema. Si ya no quiero hacer esto, ¿por qué lo hago? ¿He de estar atrapada lo que me queda de vida? Paco la ve hacerse estas preguntas mientras imagina su figura bajo el camisón. Siempre ha sido guapa Susana; con los años ha ido adquiriendo un aire lánguido que a él le parece que le aporta una belleza decadente y dulce. Cuando se lo comenta a Matilde ella le dice que eso solamente es tristeza y que ha de ayudarla a salir de esa espiral. Pili opina lo mismo: no ve nada hermoso en las ojeras y los suspiros que Susana va dejando caer al aire. Pili entiende de ojeras y de suspiros, de infelicidades y de pensamientos suicidas. Pili tuvo un marido y ya no. Es la versión reducida de su tragedia, que no sé si es tragedia en lo estricto, puntualiza una siempre jocosa Matilde a la que Pili se lo consiente todo. La versión extendida se llama Lola. Lola es cooperante en un lugar del mundo donde ser mujer no vale nada. Pili espera que vuelva Lola dentro de dos meses; entonces negociarán si se va o se queda. Cree Pili (y Susana, y Matilde) que este mundo del barrio se le quedará corto a Lola y que tarde o temprano querrá marcharse. Y que Pili no la acompañará. Paco sabe algo pero no sabe si quiere conocer el detalle de la historia. Sólo ha visto una vez a Lola. Le pareció descolocada en el taburete de la barra, con su pelo entrecano, suelto sobre los hombros, alborotado, libre. Llevaba una blusa blanca sin planchar, un collar de semillas. Lola no pertenecía a aquel lugar, estaba claro. Es cuanto puede decir Paco de Lola y de su futuro con Pili. A veces Susana le dice que también es mala suerte querer a alguien que anda tan lejos y Paco calla, porque en ocasiones les separa una distancia imposible de precisar. Son esos momentos en los que no ha pasado nada y que hacen que el corazón se encoja ante un silencio que empieza quedo y se va solidificando hasta parecer indestructible. En esas ocasiones Paco quisiera poder invocar una palabra que la hiciera reaccionar, pero el silencio se hace fuerte y sólo cesa cuando uno de los dos duerme. Si es Susana, normalmente en el sillón del balcón, ocurre un prodigio, y es que con esa respiración tranquila de ella, fuera ya de este mundo consciente que la asfixia y la entristece, parece que caen todas las barreras y Paco se siente con derecho a acercarse a ella y observarla de cerca, hermosa, tranquila, en paz. Piensa Paco que tal vez sus sueños la transporten a ese lugar feliz donde no ha ocurrido su vida, donde se teje esa existencia inventada que tanto la satisface, donde no sabe si está él, o el hijo que aprende a volar sin que puedan remediarlo. El hijo está donde debe estar, a menudo se lo dice antes de hundirse porque echa de menos al niño de ojos enormes. Paco reza poco, pero reza con fervor porque las altas capacidades del hijo abarquen también la capacidad de comprender a Susana, la capacidad de empatizar con el mundo, ese mundo que el hijo ha sufrido como sucio, hostil, absurdo. Sólo en esas ocasiones Paco ha tenido verdaderas intenciones homicidas. Se da miedo cuando ve a su cachorro en peligro, con el corazón desbocado, reprimiendo la cercanía física con un cualquiera que ha decidido divertirse un rato a costa suya. Fue Matilde la que les aconsejó el colegio y Susana le guarda por eso una cierta reserva, aunque sabe que era lo mejor para los tres. Paco se rasca la cabeza mientras Susana duerme, y sin pensarlo dos veces, baja a la calle a caminar un rato. Por la acera de enfrente un hombre camina como él, prácticamente en pijama, sin ninguna intención atlética. Al cruzarse, ambos levantan la vista. Eliseo se sorprende al ver a Paco a esas horas por la calle.
-Hola, ¿todo bien?
-Bien, no podía dormir. Mañana viene mi hijo.
-No sabía que tenías un hijo.
Paco echa mano al teléfono y hurga en los archivos hasta encontrar una foto actualizada de su hijo.
-Se te parece a ti.
-Ya quisiera yo… ¿Habrá algún bar abierto a estas horas?

lunes, 25 de junio de 2018

Eliseo (11)


Susana la del telescopio, qué manera de autodefinirse. No sabía muy bien Eliseo cómo había de definirse él mismo, si por su situación laboral, si por sus aficiones, si por algo que resaltara especialmente en él, como la cobardía. Eliseo se veía a sí mismo como un cobarde, y así había pasado la vida, evitando los conflictos más pequeños en tal de no tener que enfrentarse lo más mínimo a nadie. El asunto del lanzador de bolsas de basura, por tanto, le había cogido por sorpresa, al no haberse enfrentado nunca a nada que fuera ni remotamente parecido. Eliseo reconstruye mentalmente la historia de su encuentro en la calle:
-Soy Susana, la del telescopio.
-Eliseo, cobarde.
En realidad no fue así; sólo pudo sonreír a Susana cuando descubrió con alivio que era ella la que le puso la mano en el hombro por la calle y no el macarra tatuado del barrio. Ella dijo que iba al bar, y él le deseó buen día. Podía haber ido con ella y haberse tomado un café, pero para eso hay que pensar rápido, y él aún estaba bajo la influencia de la impresión que le produjo sentirse atrapado un instante bajo las garras de Yoni padre. En realidad fue algo así:
-Soy Susana, la del telescopio.
-Hola…
-Soy insomne, Eliseo. No quiero que piense que he perdido la razón. Paco se lo puede asegurar.
Susana caminaba sin dejar de hablar, y se detuvo en la puerta del bar esperando que Eliseo la acompañase; en su lugar el hombre se rascó, cabeceó y sudó un poquito por la frente. Se excusó y Susana volvió al trabajo. Eliseo se quedo unos instantes reteniendo el rostro de Susana en la mente. Poco faltó para que chocara con un semáforo, pero pudo rectificar a tiempo. Así que esta mujer era la del telescopio. Mujer de Paco. Amiga de Matilde. Amiga de Pili.
Pili le tenía intrigado; en ella había algo diferente. Tenía un secreto. Un secreto de verdad, no una de esas chorradas que nos hacen enrojecer cuando las recordamos. Un secreto verdadero, ese tipo de secreto que hace que cambie la visión que los demás tienen de nosotros. Algo grave, tenebroso, algo que la atormentaba, pero ¿qué podía ser? Matilde se lo diría antes o después en uno de sus ataques de sinceridad. O Tere. Prefería que  fuese Matilde. Su manera de exponer la realidad le resultaba más cercana, más honesta. Tere tenía una visión matizada por millones de prejuicios. Este mes estaba tardando en venir, y eso ya no le estaba gustando. Casi le hacía falta pelearse un poco con ella, sentía algo parecido a echarla de menos, una sensación nueva que no sabía muy bien cómo gestionar. Tras el teléfono Tere suena lejana. Eliseo pregunta y aunque no la ve, sabe que Tere tiene cara de asombro. Era la primera vez que Eliseo la llamaba porque sí. La primera en toda la vida. Tere emite un sonido extraño, entre el ahogo y el sollozo. Nunca había escuchado Eliseo llorar a Tere desde que eran chicos. Le faltaba la respiración, intentaba una palabra, volvía a caer en una especie de gemido largo que acaba con una palabra cortante: voy. Tras colgar, Eliseo abre la ventana a tope, saca la cabeza mirando hacia arriba, buscando a Matilde. El ruido de la persiana hace que la mujer aparezca. Un gesto le invita a subir y Eliseo acepta. Matilde le espera en la puerta y se encoge de hombros al verle llegar. Él sólo dice que viene Tere y ella que no se deje pisar. Cinco palabras para definir amistad:
-Luego vuelves y me cuentas.
Tere se queda tras la puerta, tomando aire para llamar. Al final Eliseo abre, harto de esperar. Tere se le cuelga del cuello y vuelve a caer en un llanto violento que la asfixia. Eliseo espera que se serene y va a hacer nada a la cocina, cuando una retahíla de volumen ascendente le ataca por la espalda.
-Hay otra, otra… Otra… ¡Otra!
Y otra vez más lágrimas, más pañuelos de papel, más lamentos. Se veía venir, le diría si pudiera: era un chulángano desde siempre. Eliseo  se autocensura con sentido del deber. No siente pena por Tere, no cree que esto que le ocurre sea malo para ella. Tere dice el nombre de ella: Susi. ¿La prima? La prima. Eliseo quisiera poder poner cara de sorpresa, pero José Antonio siempre había tenido cierta debilidad por Susi, incluso tenían cierto parecido físico. En realidad parecían hermanos, tan alegres, tan decididos, siempre inclinados a la risa y la alegría. Se buscaban en las reuniones familiares, bailaban, bebían y parece ser que coincidían en más cosas. Arrecia la tormenta mental en una Tere desarbolada y furiosa que no puede dejar de narrar sus pequeñas miserias. Que si están juntos Eliseo, y yo con la cama fría, Eliseo, que yo necesito cuidar de alguien, Eliseo, que si tú me dejas, Eliseo, yo te lavo y te plancho, Eliseo, que vas hecho un Jesucristo, y llegas al trabajo a tu hora, que seguro que llegas tarde, como si lo viera, que yo te guiso Eliseo… Y yo te como, replica un Eliseo divertido ante los intentos melodramáticos de una Tere cada vez más agresiva. Ella le mira con reprobación. Le hubiera abofeteado. Le hubiera abofeteado muy fuerte como representación de todos los hombres. De todos los hombres adúlteros y rijosos, de todos los que prescinden de ella y viven vidas ridículas.
-Me he quedado sola y he pensado venirme contigo.
-No puedes, Tere, tengo novia.
Tere calla y mira  a su hermano como miran los gatos antes de cazar un grillo. Ojos fijos, espalda tensa. Piensa rápidamente una maldad que proyecta en ese interior cenagoso que pugna por salir a flote. A saber quién es la novia, se dice ebria de su veneno. Lo mismo es novio, porque en fin, ya tiene una edad este inútil que algo debe pasarle cuando no se ha comido un colín. Tere pasa de la pena al desprecio en una mirada concentrada  en Eliseo, que se revuelve en el sillón esperando una bomba que le haga trizas. Tere nunca falla. Tere tuerce el gesto, altiva. Se levanta como un resorte. Ha dejado de llorar hace veinte palabras. Gira sobre los pies y se va sin decir nada. Eliseo tampoco dice nada esperando un portazo que no llega. La futura ex mujer de José Antonio se ha ido escaleras abajo maldiciendo interiormente al flojo de su hermano.
-¿Para qué le dices que tienes novia?
Matilde mordisquea una galleta con absoluto deleite mientras Eliseo le cuenta que le ha invadido el pánico al pensar en Tere vagando por allí. Imaginando un día cualquiera desgrana mandamientos y manías, ejemplifica las servidumbres, las rectificaciones constantes, las labores inexcusables. Matilde elogia la rapidez mental de Eliseo, que ha dejado muy claro que no sale ahora con nadie.
Eliseo bebe un trago de café. Yo no puedo vivir con Tere, es imposible, se dice para lavar una sensación de culpa muy molesta. Yo no la aguanto con sus cosas. ¿Es lo mejor para ella estar conmigo? Lo dudo mucho. Creo que debe hacerse fuerte en ese casoplón que tiene, quedarse con la mitad de todo, llevar al infiel al notario y partir por la mitad hasta los tenedores. En eso, lo que quiera, pero decirme que tengo viejos los calzoncillos, que cambie el cepillo de dientes… No y no, se dice Eliseo, y cabecea mientras bebe, divirtiendo a una Matilde que le observa con ternura.
-¿Quién va ganando en tu cabeza?
-Creo que yo, de momento.
Matilde le habla de la culpa en voz baja. Mira chaval, la cosa es muy simple: la culpa, si la dejas, te come. Yo tengo que salir a la calle. Dejo a Remi en la cama. Está sedado, no se levanta. Todo apagado, cerrado y seguro. Los primeros días fueron un infierno, relata una Matilde con la mandíbula muy tensa. Me escaldaba con el café, no me daba tiempo a tomarlo. El pan, a la carrera. Sólo una salida a la semana, cuando venía su hermana los sábados, para que yo pudiera ir a hacer la compra. Ahora está malita, la pobre, y me traen la compra a casa, y tampoco salgo a eso. Eliseo intenta interrumpir a Matilde y ella pone su mano sobre la suya, imponiendo un silencio que la deje decir por fin eso que la está quemando. Deja que acabe, deja. Deja que te diga una cosa. En ocasiones hemos de vivir para los otros. Para eso hay que cerrar la puerta a veces, dejar que la vecina diga que eres una hiena, y hasta desearle buenos días. No es mala gente, es ignorante y piensa que ella es mejor que yo. Tere piensa que es mejor que tú, no sabemos por qué razón lleva una vida diciéndose que es así, y tú, amigo mío, la has dejado. No pierdas este terreno conquistado. Estoy orgullosa de ti.
Suena el timbre, desabrido, y Matilde se levanta con extrañeza. Eliseo piensa en su hermana, en que tal vez sea ella, en que ha vuelto porque se ha quedado con ganas de sacarle los ojos.

domingo, 17 de junio de 2018

Eliseo (10)


El mar es asombrosamente azul. Paco lo sabía antes de llegar. Conforme bajaba por la rambla sabía que aparecería en cualquier momento y vivía con ansiedad infantil el instante en el que empezaría  a dibujarse sobre los últimos edificios, sobre los coches, sobre las cabezas de las personas que caminaban ajenas a su drama y a sus pequeños quebraderos de cabeza. Parece un señor que acaba de superar un episodio vascular grave, con un chándal de domingo, impecable, caminando voluntarioso para que sus arterias queden limpias como una patena. Una señora le saluda y él le devuelve el gesto. No sabe quién es. Después de tantos años tiene en su memoria una gran cantidad de fisonomías sin nombre, algunas de ellas compatibles. En verdad siempre hay gente que se parece mucho a otro sin que la sangre les una. Es asombroso cómo en cualquier lugar hay alguien con nuestros ojos o nuestra sonrisa. Sería un mal testigo, porque confundía a menudo a las personas con las que no tenía demasiada relación. Lo de los nombres era otra cosa, porque tenía la mala costumbre de rebautizar según el momento. Acababa de cruzarse con alguien a quien llamaba Ploumbier, en honor a un fontanero rijoso con el que compartió escalera hace algunos años y que le ha parado para decirle que no le concibe sin la ropa de camarero. Debe ser una de las cosas que más le han repetido en la vida, a veces siente la tentación de contestar, pero no conduce a nada. Él es Paco de Casa Paco y como dice Matilde en el colmo del cachondeo, ha creado su propia marca personal desafiando lo de la zona de confort, ese cuento de tírate al tren, según la opinión de Matilde, que decía que para ella salirse de la zona de confort era cruzar la ciudad en tacones, porque el resto de su vida cotidiana era digna de Robinson Crusoe. La brisa, y de momento, el azul. Paco decide que es buen momento para sentarse y descansar, y mirar, y pensar en Remi y en Susana, en cómo fueron inseparables y en cómo la vida les ha ido distanciando, en el caso de Remi, hasta de él mismo. Remi debía ser la persona más equilibrada de la galaxia hasta que se quedó encogido de puro miedo. Y esa Matilde… Miedo le da preguntarle por Susana. Seguramente le dirá que es una racha como otras veces y que estas tonterías las hace para sentirse viva y joven y pensar que aún puede dar la vuelta al mundo como las herederas ricas de las revistas. En el fondo sabe que no es así, que hay algo que la corroe y que ese algo tiene que ver con el miedo a las arrugas, a la demencia, a la soledad y a la muerte. Susana vive pensando en un futuro oscurecido por la idea de la enfermedad. El asunto de Remi la tenía devastada, y por alguna razón en ella había tomado cuerpo la  idea de que algo así entraría en su vida para quedarse. De estas crisis habían tenido muchas, muchas. En una de ellas Susana se puso una cama en el bar, esa fue la peor sin duda, y entonces Pili la convenció de que volviera a casa. Pasaba de vez en cuando. Sólo se apagaba un poco, dejaba de hablarle, de tocarle. El niño estaba casi interno, era lo mejor para un chico de sus capacidades. Al año próximo se iría a Francia a terminar sus estudios y entonces sólo serían ellos dos en casa y en el bar. Dos para tropezar o para evitarse. Dos amigos o dos extraños. Alguna vez a Paco le había rondado la idea de hacer una cafetería fina, olvidarse de los boquerones en vinagre y de la parroquia que aterrizaba a la hora de almorzar a tomarse dos cañas a la carrera. Una cafetería fina con señoras bien vestidas que dejasen la chaqueta sin temor a mancharla. Ese proyecto liberaría a Susana de la cocina; el horno era otra cosa. Tampoco costaría tanto la reforma y a ellos les faltaban unos años para la jubilación, por lo que sería una manera inteligente de rematar la vida del local mientras se cotizaban el máximo. El bar hacía buena caja, eso no podía negarse, pero Susana estaba harta y él no se sentía con fuerzas para pedirle que guisara más, que limpiase más, que estuviese más tiempo en aquel expositor que había elegido erróneamente, y que tanto le pesaba. Qué preciosidad de azul. Susana dibujaba con tinta, era buena, según decían. Acaba de caer en la cuenta de que hace mucho que no la ve dibujar, sólo la ve vagar a deshoras. Ella hubiera pintado aquella línea de mar con unos barcos en el fondo, con esas bateas apenas, con aquellos pájaros que se clavan entre las olas. A veces pintaba caras que no pertenecían a nadie, que eran solamente composiciones a base del material que consumía los días sofocados entre sartenes y ollas, gestos captados de reojo con fidelidad fotográfica al girar la cabeza en la cocina. Había pintado una vez al padre de Yoni de espaldas. Quizá es el mejor de sus dibujos. Le hubiera reconocido entre millones. Era él. Un esbozo apenas, dos líneas y allí estaba ese animal, como le llamaba Matilde en la intimidad. Ah, Matilde, qué grande era. Llévala a un terapeuta, Paco, llévala de fin de semana. O no la lleves. Cómprale una estilográfica para que te escriba cartas de amor. Matilde se quebraba al recordar que Remi le compraba un papel amarillo pálido  maravilloso para que ella le dejase de vez en cuando una carta. Remi ya no le compra nada y ella no le escribe porque no quiere decirle lo que piensa. Matilde habla poco con Remi, sólo le mira al fondo de los ojos para descubrir ese momento en el que vuelve un instante a ser él. Ya no le hablo casi, Paco, y él me dice que no me enfade, y yo no estoy enfadada, sólo estoy rebelde con esta puta vida que no nos hemos merecido, Paco, que creo que hemos sido buena gente a pesar de mi mala leche y de esas ganas perpetuas de meterle fuego al mundo, eso ya sabes que no es cierto, que es sólo es una terapia que me he impuesto para dejar que la rabia salga por alguna parte.
Hueles a sal, piensa ella. Estuve en la playa, dice él. Deberías haberla pintado. Había gaviotas y barcos. Siempre es diferente el azul. No hay dos iguales. Hoy también había verde. Una pareja discutía. Ella decía que era verde y él que era azul. Hay momentos en los que todo se desdibuja, Susana. Deberías haber venido y nos hubiéramos tomado un café juntos, sin que yo lo pusiera, sin llevar tú el delantal, sin gorro, con unas sandalias para que pueda metérsete la arena en los dedos de los pies y luego vengas a lavarte a toda prisa. Me acuerdo de ti, Susana, de cómo eres. De que pintas. Te he comprado una pluma. Se la puso en las manos, sin envolver. Sólo la pluma. Pinta edificios si no quieres pintar mar. Pinta desde el balcón. Pinta a Matilde o al pasante, pinta el autobús, eso me da igual. Sólo quiero que vuelvas. Susana probó la pluma en el reverso de un sobre del banco. Era emocionante tener algo que hacer, algo inesperado. Mientras ponía su nombre observando el trazo, volvió a sonar la puerta. Paco se había ido. Desde el balcón le vio cruzar la calle, pero esta vez él se quedó esperando que ella apareciese por el balcón y agitó la mano, diciéndole adiós. Al mismo tiempo Matilde y Eliseo observaban la escena desde el bloque 20. Aquí ha pasado algo, grita Matilde a Eliseo,  y él sonríe tímidamente, casi con vergüenza al ver a su vecina gritándole desde abajo; le parece una escena un tanto suburbial, simpática incluso. ¿Usted cree? Y tanto. Me parece que se le ha acabado la tontería por ahora. De vez en cuando aterriza, confiesa la mujer en tono confidencial, le entra un come come y zas, en barrena. Y Paco es tan santo como los primeros cristianos y se las ingenia para que ella esté bien. Esta Susana tiene aún pajaritos y cree que se le escapan los trenes. Si Paco le dice... Oye, ¿por qué no subes, que así es muy incómodo? Va, sube. Eliseo se acaba de dar cuenta de que no ha podido rehusar y está como diría Tere, en faldón, o lo que es lo mismo, no presentable. Se cambia y sube. Matilde le espera en la puerta. Entra, hombre. Qué raro que no hayas venido a mi casa en tantos años. Pues sí, intenta decir Eliseo, pero sólo le sale el pues. Remi le mira y le saluda con una expresión de placidez próxima al sueño. Hola Alberto. Hola, dice turbado un Eliseo sin recursos. Alberto es su primo, hace al menos veinte años que se murió. Tú síguele la corriente, dile que mañana vas a pescar. Que mañana me voy a pescar, dice un Eliseo extrañado ante el papel que estaba desempeñando. Remi se removió con una gran sonrisa. Me voy a la cama, mañana vienes y nos vamos. Vale, vale, buenas noches. Remi trastabilla al levantarse y Eliseo le levanta por debajo de los brazos. Al salir de la habitación, Matilde se hunde en un sillón. Una luz débil sale del dormitorio, es como un vigía que no deja que se olvide nadie de lo que queda de Remi. Matilde mira en la dirección de la luz y propone tomar algo ¿Café o vodka? Menos mal que no soy de beber, porque si lo fuera me iba a poner ciega ahora mismo. Usted no puede con esto, Matilde, tiene usted que pedir ayuda. Yo puedo venir cuando usted quiera, si estoy en casa, no lo dude. Matilde explica en dos frases su experiencia por los despachos donde deberían haberla ayudado y de los que salió más incendiaria que confortada con unos bonos para un comedor social;  apoya el índice en la sien. Aquí me parece que me clavan un estilete cuando me mientan los servicios sociales. Te lo agradezco, tutéame, pero esto es mío y para mí. Además, a tu hermana le da una embolia si te ve que me ayudas. Eliseo se siente en la obligación de defender a Tere de la invectiva, y se estira un poco en la silla antes de contestar. Mi hermana no es mala, Matilde, contesta un Eliseo completamente serio hasta que Matilde y él estallan en una carcajada fresca,   que rompe toda la tristeza anterior. Sí que es mala, y borde. Qué borde es, Matilde.

lunes, 11 de junio de 2018

Eliseo (9)


Pasó la noche lentamente. La mujer de enfrente, pese a toda su artillería óptica, estaba inusualmente quieta, sentada en un sillón. Eliseo la observaba ya hacía un rato; tampoco hacía él gran cosa. Sus progresos de interiorismo habían llegado al cénit al poner unas cañas de bambú en un jarrón. Algo vivo y relajante, se dice un Eliseo satisfecho con sus pequeños cambios, aunque un poco molesto al descubrir que Nemo está injustamente confinado y que debe hacer algo con él, que será esperar su muerte por causas naturales, ya que Tere tiene un acuario de órdago, pero lo mismo las especies que lo pueblan son sólo depredadoras y no puede correr el riesgo de convertir al pobre Nemo en la merienda de uno de los campeones de José Antonio. Era José Antonio un hombre nacido para competir. Eliseo observaba su actitud de lejos y notaba cómo se erguía si su interlocutor era más alto, cómo cruzaba los brazos a la más mínima oposición de argumentos, cómo ponía una mano sobre el hombro de aquél al que quería marcar. Con él era distendido y hasta condescendiente, ejerciendo una especie de protección muy lejos de la realidad, porque casi veinte años les separaban, y su cuñado empezaba a acusar los achaques propios de la edad, en forma de articulaciones crujientes  y falta de visión periférica, lo que dificultaba tareas como la conducción de un coche de muchas válvulas sobre el que hablaba con más orgullo que si hubiera sido un hijo. No era mal hombre José Antonio, pero entraba en una categoría de personas con las que no era capaz de sintonizar. Desde hace unos días Eliseo está preocupado por encontrar a otros con los que sintonizar. Le gustaría saber qué opina de eso la mujer de los prismáticos militares.
Susana está desplomada en el sillón del balcón. Es ya muy tarde y el sueño no llega. Le dice el doctor que se acueste, que no empiece otras tareas, que establezca una rutina. ¿Otra? Se pregunta Susana. No puedo con más rutinas. Su doctor le dice con cariño que las rutinas hacen que todo fluya. Por supuesto que no ha preguntado la mujer a qué se refiere con todo y a qué se refiere con fluya. Paco y él se conocen desde que hicieron la mili. Lo mismo Paco le ha dicho que ella se va de la cama y que él hace porque vuelva y no lo consigue. Los puñeteros secretos. A ratos quiere ser Matilde y seguir a rajatabla su máxima, que es no callar nada y después apechugar hasta que escampe. Pero para eso hay que nacer así, con ese descaro y esa frescura. Pili lo tiene claro: te cueces a fuego lento, Susanita, y claro, así no te escapas de todo eso que piensas. No sabe si Pili está al tanto de ese morirse poco a poco que la agota por las noches, pero como es una sabuesa de primera, le comenta con autoridad que no dormir es el abismo. Pili lo sabe y ya está. Asumámoslo, se dice Susana vencida, y por eso a veces coge el pan a la carrera, aunque quisiera decirle que se consume porque el niño es mayor y la aparta, porque Paco es mayor y la requiere, porque ella es mayor para otra vida, porque se siente cobarde, porque casi cree que no pasaría nada si se quitara de en medio. Este discurso que avanza a grandes pasos hacia la tragedia sólo es posible si no está Matilde cerca; su forma de confrontarla con la realidad siempre la dejaba sin razones para la queja: la desgracia es relativa, como la felicidad, como la alegría. Tienes cara de difunta de tercera, le solía decir Matilde, con una especie de cariño brutal que la devolvía de nuevo al mundo.
Susana se mete sigilosa en la cama. Paco se vuelve hacia ella, le roza la frente apenas con las puntas de los dedos. Que yo te quiero, Susana. Que ya lo sé, Paco, descansa que aún queda noche. Paco espera la respuesta a esa petición velada que hay en toda declaración. Había tenido un buen día. Logró hacer un par de corazones perfectos en el café de una pareja, un tulipán al hombre que ha resultado ser pasante. Le gustaba ver la cara de fascinación de  sus clientes  al ver el resultado de la filigrana. La leche flotaba sobre el café  como por arte de magia y él se desenvolvía con ligereza de ilusionista. Sus clientes parecían niños asombrados. Qué agradable era poder coger un adulto cualquiera y hacerle feliz un instante. Una tostada perfecta,  una porción generosa de tarta, una cucharilla brillante como un espejo.  Qué lástima que Susana ya no se asombre de esos primores diarios, que Remi no venga a contarle que podía estar en Roma haciendo esas cosas y cobrar el triple por un café. Qué pena que la belleza de esos actos insulsos sólo toque el corazón del desconocido. Por qué, se pregunta Paco, no podemos conservar la capacidad de asombrarnos y nos convertimos en esclavos de las rutinas, de los recuerdos. Por qué reinventamos el pasado y deseamos un futuro imposible.
Susana salta de la cama en un movimiento eléctrico y repentino. No puedo más, se dice, y se levanta, dejando a Paco fingiendo un sueño que también ha perdido. Si dejo el bar, tengo que ir a trabajar a algún sitio. Si dejo el bar dejo a Paco, porque yo quiero a Paco, pero no quiero lo mismo que él. Si dejo a Paco tengo que dejar el barrio, porque llevamos aquí toda la vida y no podré responder tantas preguntas. Donde quiera que mire estará él y eso será insoportable. Paco dirige sus ojos hacia el balcón, donde Susana divaga. No parece mirar hacia ninguna parte, apenas murmura en voz baja. Quisiera poderla escuchar, poder hurgar en lo que la inquieta. Susana le escuchará, pero ¿qué decirle ahora? Paco ya no tiene razones, sólo creencias: sin ti me muero, sin ti no vivo, sin ti no tiene sentido, sin ti, sin ti. Se ve como esos clientes que entran a veces al bar, buscando comer cualquier cosa y se quedan mirando a Susana, y ella les sirve muy seria, y ellos parecen infantes, y todo lo encuentran bueno porque les recuerda a alguien, porque necesitan comida caliente, porque andan perdidos entre la gente, buscando a quien no vendrá. Él no quiere ser un hombre triste, pegado a una vida pasada, un soltero calavera, intentando tener veinte años. Él quiere tener los años que tiene, pelear con el hijo  de vez en cuando, comer en el campo los domingos. Él quiere que en todas estas escenas esté Susana de fondo, que llene con sus gestos los silencios. Él cree. Él quiere. Lo que nadie sabe aún es qué quiere y qué cree Susana.
Susana  se remueve en el sillón, parece que hace frío, pero entrar es entrar a decir: mira Paco. Prefiere helarse en el sillón y ver cómo duermen los vecinos. Matilde ha sacado un pañuelo blanco y le ha hecho dos señales. Ayer le dijo muy seria que cuando la viera como un alma a esas horas haría cualquier chorrada, para que quedara patente lo que estaba pensando ella. Ya lo sé, Matilde, ya lo sé. Paco esta noche se resiste. Mañana libran y no hay excusa. El hombre de la pecera tampoco hace por dormir, apoyado en la ventana hace horas, mirando cómo otros duermen, o vigilan, o  huyen de  las propias ideas. El hombre de la pecera, Eliseo desde hace unos días, ya no apaga la luz y ayer, al coger el pan, miró a Pili a la cara. Matilde las tiene al corriente, dice que no hay maldad en su cuerpo, y Pili suspira con fastidio. No puede ser que este hombre me llegue un día y me diga: Pilar, quiero cenar con usted. Pues es inminente, dice divertida Matilde. Pili se pone seria y requiere a sus amigas. Decidle lo mío con Lola. Decidle que no me gustan los tíos. Anda, boba, dice Matilde, ese no se lanza en la vida. Va a esperar que casque Tere en tal de no oírla, y para eso faltan  diez años al menos.
La puerta suena, rotunda. Paco se fue en algún momento. Susana entiende que amanece. Apenas un rayo de luz, un frío que la ha entumecido, ni un alma por la calle. Paco debió doblar la esquina, le ha perdido de vista. Qué descanso, se dice ella. Paco se quita el mal humor caminando, un día llegó hasta la playa. Llevaba arena en las zapatillas y olía a sal al volver. Lo recuerda. Recuerda la incertidumbre, el sabor de la sal, el crujido de la arena. Otras veces ha decidido Susana que la vida es una estafa, y otras veces Paco ha esperado una inflexión caminando. Esta mañana se ha ido sin decir nada a Susana.  Es una forma de respeto que utiliza en contadas ocasiones, en las que la paciencia se ha consumido en actos sin significado aparente, como leer en el balcón antes del sueño. La ha dejado sola para que pueda ir donde Pilar y allí hable con Matilde y con ella del hastío, de la vida, de lo que no se puede negociar de los días que pasan, implacables.
En la panadería, Matilde tiene a Pili cogida de ambas manos. Tú no te agobies, mujer. Tú verás cómo eso no es nada, cómo es muscular, o nervioso. Susana llega suspirando. Mira quién llega… Ayer te vi gilipollesca, serían al menos las cinco, ¿viste que te pedí la oreja? Matilde tiene para todas y pone a Pili en antecedentes. Paco se ha ido a andar, lo mismo tarda tres días. Eso no es malo, eso es la vida. Yo ya no peleo con Remi, me dice a todo que sí. Lo que daría yo por poder tener con él aunque fuera una bronca. Eliseo entra sin hacer ruido y da un buenos días muy pobre, Pili le alarga la barra y él le da justo el importe. Un adiós aséptico y la puerta zanjan una posible conversación. Camina Eliseo por la calle diciendo que tal vez mañana, cuando una mano en el hombro le hace detenerse por sorpresa. Lo mismo es el quinqui que le acecha. Si grita, le oirá Matilde. Hace un esfuerzo supremo al girarse y mirar. Es la mujer del bar.
-Me llamo Susana, Eliseo. Soy la del telescopio.

domingo, 3 de junio de 2018

Eliseo (8)


Ya me cuentas, ya me cuentas, dice Matilde al aire, caminando con energía por la calle, sin ver ya la cara del destinatario de sus palabras. Encuentra a Eliseo de frente, apretando una carpeta contra el pecho. Hola vecino, te acompaño. Eliseo se deja llevar hasta el portal por Matilde. Es valiente esta Matilde, con el marido hecho cisco, se dice un Eliseo un tanto perturbado por la familiaridad con la que la mujer le trata. La verdad es que no suelen hablar mucho, pero sabe por Tere que Remigio no puede con su alma desde hace más de seis meses, en los que anda por los espacios siderales, en palabras de su mujer, que es una santa en opinión de Tere, que tiene opinión para todo y sobre todas las cosas.
Eliseo, hombre de Dios, si ese quinqui que te sigue te molesta, tienes que hablar con la policía. No puedes dejar que te acose, que esta gente no entiende más que dándoles leña. Lo siento, Remi tenía más temple. Él aburría a los fantasmas, los dejaba cociéndose en lo suyo. Yo en cambio estoy que muerdo, supongo  que por esta puta vida que me queda. Me hago vieja con Remi y cualquier día no puedo con él. Tengo que reformar el baño y me cuesta un riñón. Me acabo de dar cuenta de que las puertas de mi casa son demasiado estrechas, que esas cosas nunca las piensa una hasta que las piensa. Eso sí, me voy a resistir todo lo que pueda a una cama de hospital, que aunque él no me reconozca me acuesto a su lado y duermo con ese calor que desprende, que desde que estamos juntos no he vuelto a pasar frío. Gracias a las pastillas. Luego dicen que los españoles tomamos muchas, pero a ver cómo se concilia el sueño con esta mierda de pensión que nos ha quedado. Jubilarnos antes de tiempo nos ha hecho polvo, pero ¿qué iba a hacer? Te estoy mareando…  Eliseo le coge las bolsas y le sonríe. ¿Me escuchas? Que no te dejes pisar ni esto. Matilde junta índice y pulgar un instante, describiendo un círculo y Eliseo sigue el dibujo de sus dedos en el aire. ¿Tú te crees que este tío tiene agallas? Lo que tiene es una castaña del diez, que le falta la de esta semana entrante, la está pidiendo por favor, que sólo sirve para calentar la sangre ajena. Te digo Eliseo que este tío está  muy mal, a punto mismo del naufragio, y no dudará en molestarte, si ve que te saca astilla, que puede que lo suyo no sea ni maldad, que sólo sea puta ignorancia, pero alguien así con la lástima te devora. Las maneras castizas de Matilde intimidan al pasante, que aclara con timidez que es cosa del jefe el asunto, a lo que Matilde replica con energía.  Le dices a tu jefe lo que hay y tu jefe hará. Que no lo hace, que este tipo sigue rondándote, tú vienes y me lo dices. Me pitas. Matilde, vamos al cuartelillo. Y yo me voy contigo y le piso el cuello en diferido, que es de esa gente que me pone de mala sombra, de los que escupen, de los que mean donde les pilla, de los que gritan en el bar, que para un triste café que me tomo, me pasaba a cuchillo al que se pone a berrear. Este es de los que van a toda pastilla en el coche y atropellan ciclistas, que te digo yo que es el anticristo, la negación cultural, eso que quisiera una que no le tocase nunca cerca. Ya sé que me estoy pasando, que él no tiene culpa de lo de lo que vale el plato de ducha, pero o vomito las bilis o voy al psiquiatra, y no me da, Eliseo, no me da…Eliseo esboza un gesto de comprensión sin atreverse a contrariar ni una pizca a una mujer que parece resulta a todo. Una mujer buena, agraviada permanentemente, herida, cansada.  La mujer de la bolsa de basura es amiga mía, ¿no te lo había dicho? Me hizo un par de vestidos cuando Remi y yo nos acabábamos de mudar. Parece que hace mil años. Lo que pasa es que no quiero meterme. Pero me he dicho: Matilde, total ¿qué te puede pasar? ¿Que te dé un tiento? Una vez un alumno mío hizo amago de pegarme. Me tienes que matar, le dije  con los ojos redondos, y se fue  a su casa con cara de espanto. Imagina el padre luego. Que el niño era un líder del mañana, que es la edad, señora mía, que si yo estudié en los curas y eso sí era abanicar. Como si el canalla tuviera derecho a ir a tocarme las narices. Que viene la de latín, tío, esa que lleva las faldas largas, jajá, tío, verás cuando le haga como que le voy a dar, verás cómo flipa, tío. Y yo estaba detrás de la puerta escuchando, diciéndome: eres un mierda, y vas a ser un mierda toda tu vida. Qué mal momento eligió el muchacho, que estaba yo en el baño serenándome porque esa mañana Remi se había despistado en la calle y a mí me dio mala espina. Estaba aterrado en mitad de un paso de cebra, se quedó clavado al asfalto y cuando se tranquilizó me convenció para que le dejase en la cafetería del instituto porque tenía hora libre.  Me pasé toda mi hora de clase diciéndome si estaría bien y al salir de allí, a mediodía, ya no era él. A veces la vida se te cae en un rato, y después no hay quien la recoja. Por eso te digo, Eliseo: tonterías las justas.  Este ser que te atormenta necesita un correctivo. Y yo, con tu ayuda, lo rasco, porque se está quedando pegado a mi vida, que la otra noche, Eliseo, cuando iba a quedarme durmiendo, vino el cabrón a pitarte. Si lo cojo, Elliseo, me lo cargo. Remi abrió los ojos dormido, porque le había dado las gotas, le dio un ataque de pánico y no pudo dormir esa noche, llamándome a gritos. Si pillo al padre de Yoni, si lo pillo…
Eliseo sólo asiente. Habla mucho esta Matilde, hay que ver lo que lo necesita. Que me quedo aquí, que muchas gracias. Muchas de nadas, responde ella. Si esta noche te sale, ven a verme, sin problemas.
Abre la puerta Eliseo. Al fin en casa, se dice. Matilde sube un piso más, menos mal que hay ascensor, porque se pega al riñón la escalera. Matilde debe tener setenta, o alguno más, casi de la edad de Tere, pero la lleva mejor.  Tere es de esas personas que parecen indestructibles, pero le falta calor en el corazón. Matilde es frágil y valiente, por eso sufre tanto y necesita llorar más según Pili, que conoce a Matilde casi toda la vida y vigila la profundidad de sus ojeras cada mañana. Pili a veces se olvida que Eliseo está haciendo la cola y habla con libertad con la mujer del barista, que también tiene la mirada cargada de palabras silenciadas.  Ambas le ignoran en un ejercicio de confianza que no es desprecio. Eliseo siempre ha sido invisible, y por eso no le extraña que se desarrollen conversaciones personales en su presencia. Apenas son unas palabras, retazos de frases, pero no hay cambios en  la entonación, como si ambas mujeres se sintieran cómodas con el hombre. Lejos de sentirse ofendido, Eliseo se relaja. Allí no es mal recibido, al contrario. Entre ellas era uno más.
Cae la tarde y desde la ventana Eliseo ve a la mujer del telescopio discutir con un adolescente que bracea frente a la ventana del salón. Un adolescente debe ser un reto, se dice para sus adentros. Hace tiempo que no trata con ninguno, y la verdad, tampoco tiene curiosidad. Le proporciona cierta tranquilidad tratar sólo con adultos. Si él tuviera un adolescente en casa tendría que preocuparse de su educación afectiva, si acaso el conocimiento más difícil de transmitir, puesto que uno siempre se percibe como único en estos asuntos y construye las teorías sobre dolores pasados y angustias futuras. Si hoy alguien le hubiera esperado en casa, si alguien le hubiese interrogado al llegar, no podría más que contarle su encuentro con el desconocido en la oscuridad, o mentir y hablar de cualquier otra cosa. Debe ser difícil convivir con alguien, comunicarle tranquilidad, protección, ser imagen de rectitud. Matilde y Remi no tuvieron hijos, se lo dijo Tere. Ellos sí hubieran sido buenos padres, y ella ahora tendría con quién compartir el dolor. Un hijo que crece con una madre así debe sentirse feliz, porque Matilde debió ser indestructible unos años atrás. Fantasea Eliseo con una infancia sin miedos, sin inseguridades. Una infancia rodeada de cosas hermosas. No ha ido a casa de Matilde, pero imagina que tiene un Modigliani en el salón. Un Modigliani o un Pisarro. Matilde debe estar rodeada de cosas hermosas, cosas que le produzcan felicidad cuando Remi no sea él y el mundo se le caiga encima. Eliseo da vueltas a estas cosas con la ventana abierta y ve salir a un muchacho de la portería del bloque de enfrente. Los que se van y los que se quedan pueblan las aceras de la ciudad que deja ir ríos de personas a ciertas horas del día y de la noche. Ahora mismo era una hora de salida. Iban a coger el transporte los que harían el turno de tarde. Dentro de dos horas llegaría otra riada de caras cansadas, ausentes en sus pantallas, con gesto relajado, con caminar disciplinado, rumbo a los edificios que formaban aquella masa de hormigón salpicada de árboles viejos. A Eliseo le gustaría saber qué pasa por sus mentes, qué les inquieta, qué desean, si son dichosos. Le gustaría poder hurgar en sus agendas y ver las citas pendientes. Él no tenía ninguna, solía ser así. Por eso el encuentro con Matilde le había parecido tan extraordinario. Matilde necesitaba desahogarse y él agradecía la conversación trivial. De momento sabía de la tristeza de ella, de su rebelión permanente, de su afán protector. En verdad tenía suerte de haberla encontrado. Era una coincidencia feliz,  un verdadero acontecimiento.
Algo que nunca podría contar a Tere.