El mar es asombrosamente azul. Paco lo
sabía antes de llegar. Conforme bajaba por la rambla sabía que aparecería en
cualquier momento y vivía con ansiedad infantil el instante en el que
empezaría a dibujarse sobre los últimos
edificios, sobre los coches, sobre las cabezas de las personas que caminaban
ajenas a su drama y a sus pequeños quebraderos de cabeza. Parece un señor que
acaba de superar un episodio vascular grave, con un chándal de domingo,
impecable, caminando voluntarioso para que sus arterias queden limpias como una
patena. Una señora le saluda y él le devuelve el gesto. No sabe quién es. Después
de tantos años tiene en su memoria una gran cantidad de fisonomías sin nombre,
algunas de ellas compatibles. En verdad siempre hay gente que se parece mucho a
otro sin que la sangre les una. Es asombroso cómo en cualquier lugar hay
alguien con nuestros ojos o nuestra sonrisa. Sería un mal testigo, porque
confundía a menudo a las personas con las que no tenía demasiada relación. Lo
de los nombres era otra cosa, porque tenía la mala costumbre de rebautizar
según el momento. Acababa de cruzarse con alguien a quien llamaba Ploumbier, en
honor a un fontanero rijoso con el que compartió escalera hace algunos años y
que le ha parado para decirle que no le concibe sin la ropa de camarero. Debe
ser una de las cosas que más le han repetido en la vida, a veces siente la
tentación de contestar, pero no conduce a nada. Él es Paco de Casa Paco y como
dice Matilde en el colmo del cachondeo, ha creado su propia marca personal
desafiando lo de la zona de confort, ese cuento de tírate al tren, según la
opinión de Matilde, que decía que para ella salirse de la zona de confort era
cruzar la ciudad en tacones, porque el resto de su vida cotidiana era digna de
Robinson Crusoe. La brisa, y de momento, el azul. Paco decide que es buen
momento para sentarse y descansar, y mirar, y pensar en Remi y en Susana, en
cómo fueron inseparables y en cómo la vida les ha ido distanciando, en el caso
de Remi, hasta de él mismo. Remi debía ser la persona más equilibrada de la
galaxia hasta que se quedó encogido de puro miedo. Y esa Matilde… Miedo le da
preguntarle por Susana. Seguramente le dirá que es una racha como otras veces y
que estas tonterías las hace para sentirse viva y joven y pensar que aún puede
dar la vuelta al mundo como las herederas ricas de las revistas. En el fondo
sabe que no es así, que hay algo que la corroe y que ese algo tiene que ver con
el miedo a las arrugas, a la demencia, a la soledad y a la muerte. Susana vive
pensando en un futuro oscurecido por la idea de la enfermedad. El asunto de
Remi la tenía devastada, y por alguna razón en ella había tomado cuerpo la idea de que algo así entraría en su vida para
quedarse. De estas crisis habían tenido muchas, muchas. En una de ellas Susana
se puso una cama en el bar, esa fue la peor sin duda, y entonces Pili la
convenció de que volviera a casa. Pasaba de vez en cuando. Sólo se apagaba un
poco, dejaba de hablarle, de tocarle. El niño estaba casi interno, era lo mejor
para un chico de sus capacidades. Al año próximo se iría a Francia a terminar
sus estudios y entonces sólo serían ellos dos en casa y en el bar. Dos para
tropezar o para evitarse. Dos amigos o dos extraños. Alguna vez a Paco le había
rondado la idea de hacer una cafetería fina, olvidarse de los boquerones en
vinagre y de la parroquia que aterrizaba a la hora de almorzar a tomarse dos
cañas a la carrera. Una cafetería fina con señoras bien vestidas que dejasen la
chaqueta sin temor a mancharla. Ese proyecto liberaría a Susana de la cocina;
el horno era otra cosa. Tampoco costaría tanto la reforma y a ellos les
faltaban unos años para la jubilación, por lo que sería una manera inteligente
de rematar la vida del local mientras se cotizaban el máximo. El bar hacía
buena caja, eso no podía negarse, pero Susana estaba harta y él no se sentía
con fuerzas para pedirle que guisara más, que limpiase más, que estuviese más
tiempo en aquel expositor que había elegido erróneamente, y que tanto le
pesaba. Qué preciosidad de azul. Susana dibujaba con tinta, era buena, según
decían. Acaba de caer en la cuenta de que hace mucho que no la ve dibujar, sólo
la ve vagar a deshoras. Ella hubiera pintado aquella línea de mar con unos
barcos en el fondo, con esas bateas apenas, con aquellos pájaros que se clavan
entre las olas. A veces pintaba caras que no pertenecían a nadie, que eran
solamente composiciones a base del material que consumía los días sofocados
entre sartenes y ollas, gestos captados de reojo con fidelidad fotográfica al
girar la cabeza en la cocina. Había pintado una vez al padre de Yoni de
espaldas. Quizá es el mejor de sus dibujos. Le hubiera reconocido entre
millones. Era él. Un esbozo apenas, dos líneas y allí estaba ese animal, como
le llamaba Matilde en la intimidad. Ah, Matilde, qué grande era. Llévala a un
terapeuta, Paco, llévala de fin de semana. O no la lleves. Cómprale una
estilográfica para que te escriba cartas de amor. Matilde se quebraba al
recordar que Remi le compraba un papel amarillo pálido maravilloso para que ella le dejase de vez en
cuando una carta. Remi ya no le compra nada y ella no le escribe porque no
quiere decirle lo que piensa. Matilde habla poco con Remi, sólo le mira al
fondo de los ojos para descubrir ese momento en el que vuelve un instante a ser
él. Ya no le hablo casi, Paco, y él me dice que no me enfade, y yo no estoy
enfadada, sólo estoy rebelde con esta puta vida que no nos hemos merecido,
Paco, que creo que hemos sido buena gente a pesar de mi mala leche y de esas
ganas perpetuas de meterle fuego al mundo, eso ya sabes que no es cierto, que
es sólo es una terapia que me he impuesto para dejar que la rabia salga por alguna parte.
Hueles a sal, piensa ella.
Estuve en la playa, dice él. Deberías haberla pintado. Había gaviotas y barcos.
Siempre es diferente el azul. No hay dos iguales. Hoy también había verde. Una
pareja discutía. Ella decía que era verde y él que era azul. Hay momentos en
los que todo se desdibuja, Susana. Deberías haber venido y nos hubiéramos
tomado un café juntos, sin que yo lo pusiera, sin llevar tú el delantal, sin
gorro, con unas sandalias para que pueda metérsete la arena en los
dedos de los pies y luego vengas a lavarte a toda prisa. Me acuerdo de ti,
Susana, de cómo eres. De que pintas. Te he comprado una pluma. Se la puso en las manos, sin
envolver. Sólo la pluma. Pinta edificios si no quieres pintar mar. Pinta desde
el balcón. Pinta a Matilde o al pasante, pinta el autobús, eso me da igual.
Sólo quiero que vuelvas. Susana probó la pluma en el reverso de un sobre del
banco. Era emocionante tener algo que hacer, algo inesperado. Mientras ponía su
nombre observando el trazo, volvió a sonar la puerta. Paco se había ido. Desde
el balcón le vio cruzar la calle, pero esta vez él se quedó esperando que ella
apareciese por el balcón y agitó la mano, diciéndole adiós. Al mismo tiempo
Matilde y Eliseo observaban la escena desde el bloque 20. Aquí ha pasado algo,
grita Matilde a Eliseo, y él sonríe
tímidamente, casi con vergüenza al ver a su vecina gritándole desde abajo; le
parece una escena un tanto suburbial, simpática incluso. ¿Usted cree? Y tanto.
Me parece que se le ha acabado la tontería por ahora. De vez en cuando
aterriza, confiesa la mujer en tono confidencial, le entra un come come y zas,
en barrena. Y Paco es tan santo como los primeros cristianos y se las ingenia
para que ella esté bien. Esta Susana tiene aún pajaritos y cree que se le
escapan los trenes. Si Paco le dice... Oye, ¿por qué no subes, que así es muy
incómodo? Va, sube. Eliseo se acaba de dar cuenta de que no ha podido rehusar y
está como diría Tere, en faldón, o lo que es lo mismo, no presentable. Se
cambia y sube. Matilde le espera en la puerta. Entra, hombre. Qué raro que no
hayas venido a mi casa en tantos años. Pues sí, intenta decir Eliseo, pero sólo
le sale el pues. Remi le mira y le saluda con una expresión de placidez próxima
al sueño. Hola Alberto. Hola, dice turbado un Eliseo sin recursos. Alberto es
su primo, hace al menos veinte años que se murió. Tú síguele la corriente, dile
que mañana vas a pescar. Que mañana me voy a pescar, dice un Eliseo extrañado
ante el papel que estaba desempeñando. Remi se removió con una gran sonrisa. Me
voy a la cama, mañana vienes y nos vamos. Vale, vale, buenas noches. Remi
trastabilla al levantarse y Eliseo le levanta por debajo de los brazos. Al
salir de la habitación, Matilde se hunde en un sillón. Una luz débil sale del
dormitorio, es como un vigía que no deja que se olvide nadie de lo que queda de
Remi. Matilde mira en la dirección de la luz y propone tomar algo ¿Café o
vodka? Menos mal que no soy de beber, porque si lo fuera me iba a poner ciega
ahora mismo. Usted no puede con esto, Matilde, tiene usted que pedir ayuda. Yo
puedo venir cuando usted quiera, si estoy en casa, no lo dude. Matilde explica
en dos frases su experiencia por los despachos donde deberían haberla ayudado y
de los que salió más incendiaria que confortada con unos bonos para un comedor
social; apoya el índice en la sien. Aquí
me parece que me clavan un estilete cuando me mientan los servicios sociales.
Te lo agradezco, tutéame, pero esto es mío y para mí. Además, a tu hermana le
da una embolia si te ve que me ayudas. Eliseo se siente en la obligación de
defender a Tere de la invectiva, y se estira un poco en la silla antes de
contestar. Mi hermana no es mala, Matilde, contesta un Eliseo completamente
serio hasta que Matilde y él estallan en una carcajada fresca, que
rompe toda la tristeza anterior. Sí que es mala, y borde. Qué borde es,
Matilde.
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