Carmen no tenía fin relatando
maldades. Recuerda a Paco cada uno de aquellos verdugos, que decían que miraban fijamente y hasta con cierto placer a sus víctimas, alimentando su bestia, acrecentando su sombra. El verdugo mayor tuvo dos hijas que engordaron como lechones
a costa de lo que faltaba a otros, y que fue, a la larga, el patriarca de una larga estirpe de matarifes. Menudo viaje en el tiempo, se dice el hombre rascándose la cabeza.
Paco se sentía sobrecogido, no alcanzaba a comprender cómo habían conseguido
salir impunes de tanto atropello. No comprendía el sadismo, le desbordaba, y a
ratos parecía azorado, sacando una sonrisa, sin querer, a Carmen.
-Ay, pajarico, aún te crees
que la gente se siente culpable. Y no. El que es malo, lo es y ya está.
Carmen estaba
convencida de que estaba siendo fiel a sus recuerdos, sabiendo que con cada
revelación se perdía un cachito del corazón del hombre que, en el fondo, necesitaba saber. A
menudo se lo comenta a su hermana:
-Paco no hace más que
preguntar...
-Pues contéstale, mujer...
-¿Y a ti por qué no te
pregunta?
-Él sabe que todo me
afecta. Tú eres para él como un compañero.
Carmen se sintió
molesta, aún seguía siendo una mujer y acababa de recordarlo.
Paco y Carmen conversaban
mientras paseaban por las afueras durante las vacaciones que pasaban en el
pueblo. El hombre se sentía desbordado
por aquella maldad absoluta, por la pena grabada a fuego en los
músculos de cada uno de los que había caído en las garras de aquellos monstruos. Pobres niños, destrozados por una infancia abortada...
Paco, desesperado, sigue intentando sanar con el método del profesor Chang, sin demasiado éxito. A veces cree que
no lo soportará más y se topa con el pragmatismo de Carmen:
-Y tanto que lo soportarás, y tanto...
Pensaba Paco en ocasiones que Carmen tenía
mucho que agradecer al destino. Los suyos estaban relativamente bien, tenía
dinero, había sabido perdonar... Intrigado por la aparente serenidad de la mujer, le preguntaba:
- ¿No te hundes nunca?
- A ratos, cuando nadie me ve.
Paco se sentía aplastado por su realidad de hombre corriente, pertrechado tras el tedio, sin una ilusión, sin una lucha. Veía a Carmen capaz de hacer
frente a cualquier cosa, se acababa de dar cuenta de que tenía un lunarcillo
debajo del ojo derecho, y ese descubrimiento le hizo sonreír. Carmen
también sonreía bajo la luna de agosto que embrujaba a Paco con destellos
maternales, lácteos, desconocidos. En un instante le invadió una zozobra
extraña, tuvo una especie de revelación viendo la piel velluda de la mujer, que a
contraluz parecía la de un melocotón fragante y rosado. La hubiera mordido sin
pensarlo. Por la mañana se marchaban a la ciudad y ante la inminencia de la
despedida le hubiera gustado pasarle la mano por las mejillas, coger sus
hombros fuertes, abrazarla hasta perder la respiración, probar la tersura de su
piel allí mismo, acechado por una
urgencia desconocida. Inmediatamente le
asaltó la imagen de su mujer recriminándole ese deseo desabrido, y se sintió miserable y agradecido por no tener que
pasar más pruebas. Apenas le quedaban horas allí. Al marchar del pueblo estaría a salvo de aquellas pulsiones desconcertantes. Se lo repitió durante la noche y salió de madrugada sin despedirse de nadie. Carmen le vio desaparecer, zumbando por el camino.
-Paco, corazón, eres un triste...
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