martes, 11 de agosto de 2020

Jano

 

Jano estaba convencido de que el mundo necesitaba una bomba de vez en cuando, una especie de diluvio universal, un empezar de nuevo. Para acabar con tanta maldad no bastaba con sus propios medios.  El cielo amaneció naranja y malva mientras recordaba a su madre. Había nubes en el cielo. De pequeño él pensaba que ella era capaz de mandarlas hacia arriba, soplando. Su madre era poderosa y amasaba el pan honestamente, sin prisa. Jano miraba hacia arriba y las nubes le recordaban las rebanadas de pan blanco. Su madre dejó un día de hablar, y ya nadie encendió el horno.

La vida se acaba a cada rato, se dijo, y cada uno podemos vivir muchas vidas. Yo no seré hoy un hombre manso. Mientras caminaba, con parte de la camisa fuera de los pantalones, recordó esa sensación de tener la boca llena de polvo. Se iba a casar con Rosalía. Nada les iba a faltar.

Dice Rosa, que dice Isabel que Carmen le ha contado, que Jano iba por la calle trastabillando, y que decía cosas que no se entendían, un minuto antes de que embistiera a Rodrigo. Es este sol, dicen las mujeres, que miran al hombre, boca abajo, inmóvil, este sol que nos fríe la cabeza. Rodrigo no se movió apenas: un poco de trabajo en el pecho, solamente, y luego nada. Paco quedó en la esquina, cerca de su casa, agitó las manos torpemente y cayó como un fardo.

Tres días antes Rosalía había enviado una carta. Salió a echarla a escondidas, apenas cien metros hasta el buzón, con el ruido de los pasos en las sienes. Jano, que tiene toda la sangre en los ojos, descubrió una especie distinta de valor en su navaja. Maniatado y consciente, conversa afable con un agente que no puede creer que haya habido tanta rabia en ese temperamento vacuno. Un hombre puede volverse una fiera y seguir mirándose en el espejo. Solamente es necesario que aquello que él cree inaplazable esté al alcance de sus manos, que se crea perdido, que se sienta depositario de la justicia de otro ser más pequeño.

Lleva la carta de Rosalía dentro de la camisa, pegada al pecho por el sudor. Mira a ambos lados de la calle con ojos de comadreja, tiene un reproche para todos. Los vecinos se retiran, vencidos por ellos mismos y Jano siente un sueño casi inaplazable. Ya no queda nada que hacer. Rosalía y él son libres, al fin.

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