Susana sigue con la mirada al gato famélico que merodea
en la esquina donde la señora Mirta pone montoncitos de pienso. En esa esquina
huele a pis de perro, a basura y a sopa de pollo agria. Se superponen pequeñas
bandejas de pet transparente con carcasas de ave casi roídas, blancas por el
sol. Pequeños cráneos de conejo los lunes. Hileras de hormigas siempre. Restos
de paellas y cocidos. Fideos amarillísimos y resecos. Se ve que Mirta no vino o
que otros gatos acabaron con todo, porque el animal da vueltas y más vueltas
sin pararse. Tiene el pelaje mate y no hay en él ni un ápice de energía. Yo
seré como ese gato, se dice la mujer. Se me marcarán los rasgos y la gente
comentará que tuve dos rosetones en las mejillas, un hijo que hace tiempo que
no viene a verme, un marido que vive en otra dimensión… Susana cree que Paco
perderá la cabeza un día, así, sin estrépito, y que en lugar del pensamiento lógico
y amable que le caracteriza, poblará su mente una maraña de datos revueltos,
como esa masa de tarta de manzana que tanto gustaba a su hijo cuando era pequeño y que se comía
cruda, al mínimo descuido, rebañando el bol con una cuchara grande de madera.
Una memoria que sea como una masa con tropezones en la que destaque algo dolorosamente
aleatorio, como los pájaros que a veces se paraban en el balcón desde el que
ella miraba ahora. Puede que su atención se centre en algo inocente que se
convierta en obsesivo, como el marido de Matilde con los coches de color verde,
que pasaba las horas muertas contándolos y perdiendo la cuenta, y que sólo
llegaba hasta tres. Esperaba Susana que si Paco perdía el oremus le quedase un
algo de cariño y la llamase con picardía como hacía el marido de Matilde,
trayendo de estraperlo al adolescente que la llevaba a coger melocotones en bicicleta.
Matilde acaricia los melocotones con nostalgia y siempre los huele antes de
comprarlos, le parece una villanía no llevarle a su hombre la mejor fruta del
mercado, aunque ella tenga que comer garbanzos de bote por cosas del equilibrio
presupuestario, que ella llama funambulismo, con un deje de amargura. Matilde
aún conserva la costumbre de pisar fuerte; le hace falta porque su hombre se
desmorona poco a poco cada día. Su mal avanza a traición robándoles la alegría
de estar juntos unos pocos años más. Ahora que se han ido los chicos, ahora que
nos hemos jubilado, dice con hostilidad entre dientes. Sólo quisiera que su
hombre estuviera un poco más con ella, que no perdiera de hablarle, porque a
veces, entre tanta palabra sin sentido, le dice “ven, chula”, y Matilde se
derrite y se le sienta en las rodillas, hasta que él se queja de que le hace
daño, porque se ha ido y ha vuelto el que habita dentro del cuerpo de su
hombre. Matilde no quiere dar pena y Susana la admira por ello. A veces no abre
la puerta cuando va a verla. Ella sabe que está dentro, pero que no tiene ganas
de lástimas ni de jaculatorias, así que no se lo toma en cuenta y le dice
pegándose a la bisagra que la verá mañana cuando vaya al pan. Susana quiere
estar segura, como si eso fuera posible, que cuidará a Paco como Matilde a su
hombre, sin perder el temple, aunque esté confinada en el torreón del cuarto,
según palabras textuales. Matilde está confinada en su cuarto piso sin ascensor
con su hombre que cuenta coches, que persigue pájaros con los ojos, que apenas
dice su nombre. Ha perdido las amistades con la costumbre de salir; hace años
que no son buena compañía. La familia la visita poco, y ella casi lo prefiere,
según le contaba a Susana esta mañana mientras tomaba un café. No quiero
lástimas, te lo juro, dice arqueando una ceja. Desde el balcón de Susana se ve
la persiana en rejilla de Matilde con un poquito de luz desde las cuatro. Su
hombre perdió la cabeza y el reloj. Se ve que pasan mala noche, maldita sea.
A la misma hora, un hombre da vueltas por la puerta del
bloque 20. Quien sea no puede dormir. Lo mismo no duerme porque le muerde la
conciencia, porque le muerde la pena, o las tripas, que duelen de miseria y de
ira, solas o combinadas en proporciones variables. Vaya usted a saber por qué
el hombre se acerca a los interfonos con una linterna. Vaya usted a saber a
quién busca y por qué a estas horas. A ella sólo le han llamado a estas horas
para darle malas noticias, por lo que espera con cierto pudor desde su atalaya
que se resuelva el misterio. Hay que ser cauto cuando sufre el otro, respetar,
confortar, escuchar…pero mirar es casi impúdico. Aún así aguarda a cierta
distancia de la lente, con el deseo de saber contenido. La ventana del hombre
que cambió las bombillas se ha iluminado y ha sacado tímidamente la cabeza mirando
a la calle. Quien fuera que tocase se ha ido corriendo a la esquina, donde el
gato escuálido se escabulle con el espinazo
erizado. Un poco más de aumento
da la solución: el que toca es el padre de Yoni, y el hombre del bloque 20
tiene todas las papeletas para ser el analista. Susana suelta el telescopio que
oscila peligrosamente en el trípode… ¿Y ahora? Está devastada. Casi se siente
responsable de la suerte del hombre que quiere redecorar su casa.
Eliseo arrastra los pies por el salón, menuda gamberrada,
insistir a estas horas para salir corriendo. Sería algún muchacho que venía de
beber. Hay edades en la que las estupideces no tienen fin, por más que hagamos
por olvidarlo. Hace unos días un conocido le recordó una fiesta a la que fueron
juntos, aún muy jovencitos, y que acabó mal, a juzgar por cómo le recibieron un
tiempo más tarde, cuando volvió al lugar del crimen. Eliseo apenas recuerda
nada de aquella noche, pero según le contaron, insistió en bailar con una
chica, el novio se lo impidió y todo desembocó en una riña tumultuaria, con
platos rotos y desgarrones en las camisas a la altura del bolsillo. Cree
recordar que la chica se casó con aquel novio y seguramente ambos le recuerdan
como un jeta que les dio la noche. No se puede hacer nada para arreglar algo
así. Eliseo suspira, porque aunque apenas lo recuerda ha sido joven y un poco
locatis cuando estaba lejos fuera del control de Tere. Qué lejos queda todo
eso. Qué lejos.
La vecina insomne está levantada, la ve en su
observatorio del balcón. Si no fuese tan vergonzoso intentaría enterarse de
quién es y por qué no duerme. Pili seguro que lo sabe. Pili lo sabe todo y lo
comenta con gran lujo de detalles. Hace que los espectadores esperen sus golpes
de efecto. Usaba un tono dramático que encandilaba a Eliseo, al que el tiempo
de comprar el pan siempre se le hacía corto. Este mediodía, al pasar por
delante de Casa Paco, la vio en la puerta de la panadería. Estaba recogiendo y
limpiaba el escaparate subida a un taburete con los tobillos muy juntos, como
en esas plataformas en las que prueban a las novias para poner los alfileres en
el bajo del vestido. Pili estuvo casada y ya no lo está. Él se fue, dijo una
vez, sin aportar más detalles. Eliseo recogió el dato con avidez y se sintió
agradecido por la estupidez del desconocido. No supo que había abandonado a una
mujer magnífica, o tal vez sí, y se arrepiente y larva la idea de volver para
no sentirse tan desgraciado. Porque no se puede ser feliz habiendo hecho eso.
Debe a uno corroerle el alma un viento abrasador, una sed implacable, al verla
tan entera, tan independiente, tan distante. Eliseo es candidato a desvariar,
por eso coge su pan cada día y hace un sprint para subirlo a casa, para que no
se ponga duro, para volver a pasar por la puerta y mirar cómo va la venta, si
ha vuelto el desconocido. Si ella le espera.
Pili tiene mar de fondo en los ojos. Hay personas que portan
una tristeza remota, que emerge sin previo aviso, una tristeza que relata otra
vida pequeña que se obstina en aparecer. Una vida olvidada, una vida vergonzosa,
una vida trabajosa que se ha superado. Una vida que pudo ser otra pero que no
lo es y está ahí para dejar claro que fuimos precisamente esa persona. Eliseo
ve en Pili una mujer triste, tal vez una novia triste, como su prima Raquel,
que fue al altar con ojeras de puro miedo. Un niño es como un perro, que
olfatea lo invisible, y ese día en el que comieron y bebieron todos juntos, la
novia apenas comió, apenas bebió, apenas estuvo con nadie. Eliseo recuerda a
Raquel cuando pasó por su lado, con el vestido rozándole las pantorrillas de
niño grande. Raquel olía a flor de naranjo y tenía las manos pequeñas. Tocó su
cara imberbe; ese tacto se quedó prendido en el recuerdo como un jirón de vida arrebatada.
Cree que Raquel regaló sus días en lugar de compartirlos a aquel hombre
perfilado que la marcaba de cerca. Se apagó poco a poco, es lo que decían de
ella cuando apareció en la cama con unos frascos vacíos de optalidón. No
pudieron hacer nada. Fueron a casa de Eliseo por la madrugada y tocaron a la
puerta como hoy, robando el sueño, desbocando el corazón y la cabeza. Su madre
apenas le habló. Al día siguiente le
vistió de domingo y le llevó a casa de su tía. A Raquel la enterraron con el
traje de novia, y Eliseo estuvo en el
velatorio. Tenía diez años y era la primera vez que veía un muerto. Le pareció todo
extrañamente irreal. Esperó infructuosamente que Raquel se levantara a tocarle
la cabeza, siempre lo hacía cuando le veía.
Mientras su tía remetía el vuelo del vestido dentro del ataúd, el niño
Eliseo descubrió que la tristeza mata. Que la muerte es definitiva.
Incontestable.
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