Créanme si les digo que no me
alegro de nada. Ni tan siquiera siento alivio.
Dicen que el chico está muerto,
boca abajo, que le han abatido, dicen.
Debería vivir para que pudiéramos
bucear en su mente. Si sus mentes no fueran un misterio, todo sería previsible.
Hoy sólo hay un poco de mar de fondo. Los equipos desplazados, las estrellas
con sus asistentes, los redactores nerviosos. La vida a golpe de clic, que ya
no aporta nada, porque la verdadera reflexión siempre es lenta. Sarkozy y los
banlieu. Las patrañas sobre ayudas sociales. Los fachas a la que salta. Colau
en la diana ¡cómo desperdiciar la ocasión! También están los lingüistas, tropa
y marinería ofendida, que se revuelve contra la imposición que sólo es
hablar con tu lengua, que es tuya, que te pertenece, que piensas y maldices en
ella…
No me alegro de nada, si acaso de
ver cómo se caen las caretas: los sermones religiosos, las arengas militares.
Pocos trabajadores sociales he visto en prime time, pocos a contar lo de
siempre. Que la paz se construye con pasta, que es tanto como decir que la educación no se mantiene
sola, que el civismo se cultiva, y se
mima y se guarda como un tesoro. Pocos maestros de barrio, ninguna profesora en
vaqueros, de las que ponen las galletas de su bolsillo. Sólo expertos en lo
macro. Expertos en todo, a posteriori. Expertos en tiranías internacionales, en
tratados que no se cumplen, en lo que nos conviene poco o mucho…
No me puedo alegrar de la muerte,
ni tan siquiera de la del chico que ha hecho tanto daño.
Hay algo extraño en
las muertes que se recuerdan y también en las que se olvidan. Miles cada día
con armas europeas. No son de los nuestros, no nos caben en las plegarias.
Forman parte de este caos perfecto que alguien maneja con soltura.
Cómo quieren que me alegre.