Me
imagino a mí misma como un tronco de árbol. Mis anillos dicen lo que ha
llovido, lo que he sufrido, lo que me han herido, lo que he dañado. Mis anillos
se nutren de historias que han hecho de mi piel una corteza impenetrable de la
que se caen pequeños jirones, como la corteza de un eucalipto que bebe brisa
por sus estomas, orgulloso de su fuste, hacia arriba, hasta la casa de aquella
ardilla que salta y salta. Mis pequeños pedazos caídos se desprendieron un día
cualquiera en el que alguien me miró a la cara y me puso delante un espejo, sin
más, y me mostró mi fealdad desconocida, adquirida tras pasar de puntillas por
el dolor ajeno, tan extraño, tan lejano. Opinable, descarnado, obsceno,
gratuito…
Soy
a veces un eucalipto en el que anidan pocos pájaros, en cuyas ramas cuelgan los
excursionistas sus basuras, adorno inesperado de final de tarde con niños
cansados, parientes molestos, jugada de cartas, herméticos vacíos, un poco de
arena, un poco de sol, un poco de sal, unos espárragos robados a las dunas, un
columpio colgado con trabajo, una manta donde dormimos una siesta perezosa, que
no duró apenas unos minutos, porque el niño vino, porque el niño quería, porque
el niño, porque la madre, porque el cuñado. La manta ha quedado plegada con
parsimonia, como esa bandera que ponen sobre el ataúd de los héroes y entregan
a la viuda con solemnidad, que es sólo miedo ante la muerte del otro que ha
quedado exangüe tras un episodio que nos causa un recogimiento que es la duda
de saber si seríamos nosotros capaces, si llegado el momento, seríamos el que
se queda ahí, consciente de su pequeñez, ante lo que le compromete el tiempo,
lo único valioso a la postre. Esa imagen hace que mi corteza se vaya quedando
desnuda, como cuando otro niño está un ratito esperando junto al árbol y se
detiene leyendo los testimonios de amor que lo fueron un día, y que quizá sean
como las cortezas que se van desprendiendo por el trabajo de sus dedillos,
aburridos de la espera que no termina mientras los mayores discuten sobre cosas
más aburridas aún que esas salidas que sólo acaban con trabajos como sacudir la
manta, como lavar los herméticos, como cepillar la tapicería del coche familiar
en el que aparece una carta que enciende una pequeña hoguera, porque una baraja
sin una carta ya no sirve salvo para hacer castillos de naipes, que eso es
nuestra vida dice ella, y llora y llora y llora y el árbol queda desconchado,
sin más.
A
veces soy un ombú. Nazco por la mañana como una yerba desgarbada, me quedo
mirando el cielo y subo y subo, mientras los que se llaman mis dueños -ellos creen que lo son-, admiran la
potencia de mis ramas, yendo hacia las nubes. Especulan sobre lo frondosa de mi
sombra. Dicen que será una buena sombra para que anide bajo ella una familia
humana, para que bajo las hojas haya un lugar para que estén los niños lechosos
de piel quebradiza, que no pueden soportar el sol. Niños de venas azuladas, de
mirada oceánica, de piececillos mullidos bajo el ombú, al que también dan una
familia. El ombú debe crecer al lado de otro, prosperar y soldarse a otro
ejemplar y entre ambos, resultar uno magnífico. A veces soy ombú y bajo mi
fronde se para un caminante casual, que es amigo, o desconocido, o hermano, y
mi sombra le refresca y le ayuda a seguir un camino que no es el mío, porque no
puedo seguirle, porque mis raíces salen del suelo para abrazar la tierra que
huelo cuando llueve y que me da la vida. A veces soy ombú y mi tronco crece y
crece, pero basta un pequeño sobresalto para que emerja mi corazón hueco donde
anidan las gallinas y se esconden los niños. A veces un corazón hueco es un
refugio alegre para el que sufre, para el muchacho que sólo quiere correr y
esconderse, para el animal que necesita tan sólo un lugar donde cobijar a su
prole, desesperadamente dependiente, incansablemente pedigüeña, transida de
hambre, de sueño, de aburrimiento.
Soy
ombú hueco. Soy corteza frágil de árbol gigante. Soy un organismo vivo que no
quiere pertenecer a nadie y que sin embargo está sujeto a ligaduras que anclan a la tierra y
la remueven. Se sentarán en mis raíces a llorar sus penas, a comer un bocado, a
contemplar la vida que se ha ido, el amor que no regresa, la oportunidad
perdida, la tierra imaginada. Soy el lugar donde alguien reposa sus huesos
antes de seguir virando el rumbo, que es lo que distingue a una mujer ombú de
cualquier otra, porque una mujer ombú no puede sacar sus raíces del suelo, tan
sólo girar sus hojas de manera imperceptible para sentir una vez más la caricia
del sol y ver partir al niño, al anciano, a los amantes, a los amigos, a los
desconocidos y a cuantos se quedaron un minuto mirando hacia la copa,
extasiados por el juego de luces que hacen de las ramas un caleidoscopio que
aprecian al sacar de su interior un niño que andaba dormido o escondido en el
hueco del tronco, tal vez jugando con
otro, tal vez escondiéndose de la madre que le llama, y ante la que se resiste
a comparecer, porque cuanto le une a la infancia le aleja de la decadencia que
son mis ramas secas, ante las que mira
sus manos nudosas, esas manos que me unieron a este espacio para siempre.