Me da pena esto, me da pena lo otro. Dentro del catálogo de las penas personales -esas que a sólo una le incumben- , tengo una pena grande, y es que estoy dejando de discrepar.
Discrepar en público, entiéndanme. Por un interés puramente higiénico, porque la discrepancia se ha convertido en acelerante ante el incendio inminente. Algo huele a quemado en las redes, a cualquier hora.
Nos educaron en el silencio, en las palabras no dichas. En caer mejor de la cuenta. En la no sublevación. Nos educaron medios eficaces, nos intentaron educar, amansar, o como decía el luchador, domesticar.
Ahora tengo otra pena. Una vez conseguido el derecho al pataleo, vuelven a poner diques de contención, éstos o aquéllos. Y para evitar cualquier rebose, nos hemos metido en grupos que son como esas cajas donde fermenta el pan a toda prisa. En ellos sobra química y falta harina del otro costal. Y todo se hincha y se hincha en tiempo récord. Parece pan y no lo es. Parece opinión y tampoco.
La discrepancia educada, la que parte de las razones, no se puede practicar cuando te tienes que ir quitando dagas de la espalda. Te sorprendes ante la fiereza de personas que habitualmente parecen cabales, te desarma el linchamiento de otro, que con cierta ingenuidad sobrevenida, ha pensado que se puede bromear sin consecuencias. No, no somos Charlie Hebdo, ni tan siquiera El Jueves. Somos ideario y argumentario, filiación y estrategia, seguidor y martillo pilón. O solamente sombra, matriculados otra vez de oyentes en estas clases magistrales que unos y otros dan, para más gloria de sus propias causas.
La pena no me mata, no al menos esta pena. Porque hay otras desgracias mayores, artificiales y evitables que me remueven las entrañas. También estos días revueltos de incontinencia verbal y solemnidades varias, de peticiones de mano dura, de nostálgicos y reenganchados a la gran causa que nunca se ha ido. Hay asuntos urgentes que exigen debates y alianzas. Asuntos de pobreza, de clase, de derrota social, de ese caer a los infiernos tras el empujón neocon, que horada nuestra resistencia hasta pedirnos tierra y agua. Aún así, a riesgo de nuestras propias Termópilas, andamos debatiendo acaloradamente, y nos sorprende encontrar al erudito despistado, que nos ilustra sobre el vuelo de la libélula, que nos regala un una imagen para salvarnos, que nos da otras palabras con las que matizar esa idea que ha mutado en creencia.
Aún vale la pena caminar por estas redes, porque mientras parece que unos escriben con sangre sus palabras, pasa volando el insecto, apenas rozando el aire. El aire que desplaza nos refresca la frente, y nos convierte en mejores personas al quitarnos un punto de derrota de los ojos. Cada día lo compruebo y reconozco el regalo de la comunicación que nos hace más iguales, más cultos, más pensantes. No les dejemos que nos callen, sean quienes sean.