Hoy
era el día. Ya está. Bastones y aplausos a porrillo. Somos bastante previsibles
y como tal nos hemos comportado. Ganaron o perdieron los nuestros. Los míos
perdieron, como siempre. Los míos siempre pierden, no sé cómo lo hago que huelo
la tragedia desde lejos y me acoplo con facilidad a los desastres. Hay desastres
que andan a fuego lento cociéndose como las habichuelas de las monjas, con sus
remojos y sus sustos, sin prisa, que la vida es larga. La cocina monacal de la
miseria, de la legumbre reposada y omnipresente, preside la comida de los
pobres que han visto en las teles las varas, los vítores y las ovaciones. Dieta
de harinas y carestía que no sabemos si sufrirá variaciones ahora que a tantos
les cambió para bien la vida.
La
autoridad recién jurada no nos ha contado qué ha pensado para esas personas que
sostienen el mundo con alfileres: educadores sociales, profesores, funcionarios
de prisiones, sanitarios, cuidadores, todos los que ven la cara B de la buena
vida, que luchan cada día por la dignidad de gente sin nombre que se hunde y
flota como los náufragos del estrecho, otros que serán ignorados y castigados,
aún no sabemos en qué orden, para salvaguardar una sociedad imaginada, tóxica y
boyante, falsa, necia, suicida.
Las sonrisas
se multiplican y yo sigo a lo mío. Que es haber hecho muchas colas, haber
aportado muchos documentos compulsados, intentar estar con el agua por debajo
de la nariz mientras veo pasar por los cargos a personas afables con sus
mejores trapos. Hoy, triunfantes, los he
visto sonreír casi con inocencia. No sé si saben lo que el poder va a hacer con
ellos. Los que estamos en la base de todas las pirámides sospechamos lo que el poder hará de nuevo con nosotros.
No me malinterpreten, no es cinismo. Es experiencia.