Mi vecina Rosa tiene unos niños éticos y peléticos que han
crecido mal y mucho. Se han hecho unos quinquis potentes que conducen siempre
por la izquierda y no es porque desprecien el sistema métrico decimal, sino
porque cargan hacia ese lado cuando se echan al asfalto y ven que los demás
ponemos cara de susto al verles venir derechos a nosotros. La señora Rosa sabe
llevar pollos y conejos al cabo chusquero que le dice que no se preocupe, que
eso lo arregla él. Así lo cuenta ella misma, que yo no sé si existe el cabo,
sólo conozco a las hordas de su sangre que van dejando regueros de matrículas y
espejos arrancados de cuajo de los coches de los vecinos, que saben que son
ellos pero que no pueden asentir ante la pregunta que descerraja la madre
amante con los ojos entornados:
-¿Pero tú los has cogido in fraganti, eh?
Y tú, claro, no los has visto, ni puñeteras las ganas que
tienes de encontrártelos ni caminando por la calle, que van como los vaqueros
de las películas, con las piernas muy abiertas y los codos haciendo sitio por
las aceras escasas de la pedanía donde yo vivo, provincia de Ciudad Real, y
hasta aquí puedo leer que luego me buscan y me dan un repaso al gato o a la
persiana de la puerta mismamente, y me
la echan a la carretera desde lo alto como a la señora Angustias –la viuda de
Riquelme- que pilló a Paquito saliendo de su casa en la siesta, cuando ella fue
a casa de su madre a hacer cosas de esas que hacen las hijas a cierta edad,
como ver si la madre ha comido. Pues eso, Paquito enrolló la persiana y la tiró
como una jabalina con estilo depurado desde el puente de la autovía, que podía
haber matado a alguien, que se quedó Angustias blanca como un muerto cuando vio
parte de su casa en las noticias como ingrediente de un suceso de vandalismo.
Nadie, nadie del pueblo que yo sepa le ha plantado cara a
estos desgraciados, que son siete que yo recuerde, esparcidos por todas partes.
Tres chicos y cuatro chicas, prolíficas y rijosas, que han parido sin esfuerzo
varios retoños que tienen la misma mirada huidiza y los mismos pelillos de
alimaña que doña Rosa, que ha descubierto a la vejez el cardado, lo cual le
aporta un aspecto desconcertante, con su cráneo dibujado al trasluz en esta
nueva etapa de respetabilidad que ha llegado cuando su prole, ya emancipada,
sólo viene de visita a dar unos sablazos a ella y de paso a los vecinos, que
donan sin saber gasolina con un macarrón por el que te aspiran cuanto puedan, y
frutas de sus huertos, amén de pequeñeces como herramientas vendidas después a
precio vil y alguna bicicleta que cambia de dueño en apenas dos pedaladas.
Digo, que a esta plaga bíblica nadie le ha puesto freno
hasta la semana pasada que mire usted por dónde han hecho como que topaban con
un ciudadano que andaba buscando una dirección a veinte kilómetros por hora.
Han hecho lo que otras veces, fingir un accidente, ponerse duros e intentar
sacar tajada. Pero amigo mío, el primo era un militar de permiso que terminó
haciéndoles una llave y poniéndoles la cara pegada a la gravilla del arcén
donde pensaban chulearle sin piedad. Qué momento de regocijo, oiga, cuando les
han llevado detenidos, cuando ha salido la madre, santiguándose, diciendo que
eran buenos chicos, sólo que un poco nerviosos.
(Dice el cura que no puede ser, que le han jurado que no es
cierto, y aunque jurar no es cristiano, lo entiende como prueba de verdad. Dice
el cura que doña Rosa es devota de la virgen del pueblo y que le ha regalado
una medalla y una capa bordada en oro al niño contrahecho que le cuelga de la mano
con una bola en la ídem, como metáfora del orbe. Doña Rosa le dijo al cura que
eran nerviosos y que no han podido resignarse nunca a ser pobres, que ella les
ha dado lo que ha podido, porque si no, temía que lo fueran a robar. Y vaya si
lo robaron, porque les fue apeteciendo todo lo de los demás, menos las novias,
que algo bueno tenía que haber en aquellos cuerpos desnaturalizados. Pide
clemencia la mujer, llora, se araña. Se postra delante del cuartelillo sin
éxito, les ve salir echando chispas en dirección a Toledo...)
En el pueblo –le digo- hay este fin de semana cierta tensión
dramática, porque doña Rosa se ha rehecho en un abrir y cerrar de ojos, con la
noticia del próximo permiso de Luisín, que juró coger a doña Angustias y
tirarla donde la persiana. Que son buenos, dice su madre, pero que nadie les
tosa si han pagado. “Si han pagado”, dice, entre dientes, doña Angustias, que
ha decidido irse donde su madre, que tiene un perrazo, una escopeta y varios
vecinos víctimas de otras ediciones de los grandes éxitos de los Rubira. Los
Rubira son los hijos de doña Rosa, que les quiere como si fueran infantes con
los dientes de leche , que los tienen almenados como Platero y preparados para hacer
sangre a bocados, que son como un lagarto de monte que trinca un tiesto y no lo
suelta, seguro de que lo mismo provocará piedad y sobresalto y de que aunque
pierda el rabo, a su víctima el mordisco, no se lo quita nadie.