Aquel
primer día, al bajar del coche alguien me dijo:
-Ahora ya
puedes correr.
Y corrí
hasta que noté algo pegajoso en la cara. Me miré al espejo y vi que un polvo
amarillo me manchaba las mejillas:
-Es polen,
me dijeron.
El polen
era un material desconocido. Sí que es cierto que al poner los pies en la vega
por primera vez noté que el aire era como un recital de notas dulces y que algo
flotaba en él, algo que se me pegaba a la piel y a los ojos y que hasta
entonces no había tenido significado, solamente definición. El polen se adueñó
de mis sentidos aquella tarde de finales de agosto en la que me zambullí debajo
de los frutales en un mar de hojas secas, fruta madura y mariposas.
Debajo de
un árbol –que más tarde supe que era un peral- emergía de la tierra una quijada
blanca y bíblica que me horrorizó, y que supe más tarde que perteneció seguramente a un perro de la casa.
Mientras llegaba hasta ella, un hilo de seda elástico e invisible me quedó
prendido en la cara. Las arañas había tomado posesión de los naranjos que
llevaban más de un año sin que nadie los escardase, y en aquella naturaleza
salvaje, las tejedoras tenían caza abundante. Una vez repuesta del susto de
haber visto al depredador a unos centímetros por sorpresa, desde lejos aprecié
sus hilos avisadores, sus marañas aparentemente desordenadas, sus presas
pendiendo de la nada, envueltas en pequeñas mortajas tejidas con maestría para
asegurar la continuidad de la vida. Era eso lo que noté junto con el polen: la
vida. La vida bullía debajo de cada piedra, debajo de cada rama seca, dentro de
ellas. Desde las lombrices sinuosas hasta la repugnancia de la carcoma, blanda
y blanca, ajena al mundo en su raca raca
continuo, todo estaba vivo. Bullían los gusanitos en la fruta madura, legiones
de hormigas arrastraban provisiones a la colonia... Del más pequeño al más
grande, del llamativo al mimético todo era un ir y venir de pequeños entes,
cada cual con su plan evolutivo, con su afán desde hace cientos, miles de años.
No había un solo lugar que no estuviese habitado por un ser que había sido
creado para dar lugar a otro y a otro, en una cadena trófica que entonces
acababa en el gato cenizoso y ladrón que se acostaba en la estiba de la
entrada. Aquel gato tenía debilidad por las moscas muertas y los melocotones.
Conforme caían unas y otros enarcaba a espalda y salía como un tigre de Bengala
a cobrarse una pieza inerte, que se llevaba con
toda la elegancia posible en cada caso, relamiéndose las zarpas una y otra vez
tras acabar el banquete, estirando las patas delanteras para probar sus uñas de
cazador atípico en el tronco de la morera, arsenal sin fin de arcos y flechas
que eran empleadas para espantar hermanos menores y ranas incautas que
sesteaban sobre el barrizal, esperando a la mosca y al mosquito, parpadeando
con parsimonia, estirando su lengua para atrapar de forma eficiente el
sustento. Tras unas horas de observación me dí cuenta de que cerraban los ojos
para tragar, como cuando a un niño se le
hace bola la carne, y que cantaban durante horas si no te acercabas
demasiado. Una culebra apareció para comerse una de ellas hasta que un
chiquillo clavó la cabeza del reptil en el barro de una pedrada. Las serpientes
eran el mismo demonio reencarnado y había que matarlas porque si no traerían la
desgracia que llegaba anunciada por el aullido del perro que estaba solo o
dolorido. Todas aquellas creencias estaban impregnando el aire cuando llegué, forastera y despistada a un lugar mágico
donde la miel brotaba en las higueras maduras de tronco castigado, en las que
anidaban pájaros que picoteaban, golosos, los mejores frutos. Los gorriones
bebieron en un charco delante de mis pies sin inmutarse, picotearon unas migas
de pan, unos granos del huerto, descollaron un plantel, en el que unos brotes
tiernos fueron el festín improvisado de aquella horda de visitantes que
llenaron el patio en un instante para salir volando después en tromba, dejando
el silencio un segundo en el que el agua llegó a mi corazón para quedarse. El
pozo ocupaba un lugar central y en él, el cubo de zinc, la cuerda de cáñamo,
áspera como las manos de los viejos, sacaba del barro un agua tan limpia y
fresca como pueda imaginarse. Vaciaron el pozo para limpiarlo y en el fondo, el
cieno en el que apareció misteriosamente un reloj parado que no era de nadie,
una cuchara de alpaca que nadie quería. Se limpió y al momento el agua volvió a
tomar su nivel y los hombres que lo habían secado se lavaron allí mismo y
bebieron vino después de cobrar. Bebieron sin pudor delante de mí, regordeta,
colorada, extraña. Contaron historias de otras ocasiones en las que alguien
había quedado atrapado en un aljibe, o había enfermado tras beber el agua
infectada; me explicaron con oficio por qué se tamizaba el agua y creí morir de
asco; me enseñaron la fauna que habitaba en el agua, los insectos que picaban y
mordían y me indicaron unos panales de avispas recién hechos con pasta de papel
que ellas mismas elaboraban masticando minúsculas porciones de madera. En menos
de tres días di cuenta de cómo era el aguijón de una de ellas. Al escuchar mis
gritos alguien se apresuró a embadurnarme el bracito con barro, que llevé con
mucho cuidado durante lo que quedó de día. Había avispas rojas y negras, esas
eran imponentes y a esas les tuve más miedo de manera inmediata. El gato también
las cazaba con oficio y se las comía haciendo crujir su cuerpo entre los
dientes. Nunca supe si le picaron. Era un animal extraño, que dormía sobre el
perro y no arañaba a los niños. Tenía el pelaje rayado en tonos grises, la
nariz roja, los ojos verdes. Me miraba sin parpadear y yo a él. Alguien me dijo
que si lo hacía durante mucho rato podríamos comunicarnos y uno de nosotros al
fin desistió. Paseando llegué a una especie de
canal donde un hombre intentaba arrancar algo. Esa escena épica de ver
sacar las tablas del portillo, esa cascada de agua fresca que salía entre las
maderas y lo anegaba todo sonaba de una manera desconocida, y el aire de
aquellas vacaciones fue dulce y cristalino, feliz y árido como las motas a
donde no llegaba la humedad, donde la cola de caballo tapizaba los acopios
irregulares de tierra que esperaban que llegase el progreso, y en los que hubo
una madriguera de una liebre que atraparon los chicos y que corría
frenéticamente por el techo de las jaulas hasta que alguien le dejó la puerta
abierta y se fue para no volver. Al lado
de ese agujero que quedó vacío descubrí un rosal blanco, fragante, cuyas flores
dejaban sus pétalos sobre el suelo. Al pasar junto a él me enganché la ropa, y
al liberarme quedé prendida en un naranjo desordenado. Salí corriendo azorada,
con los brazos arañados. El rosal estaba vivo, también el árbol, todo vivía en
aquel jardín donde llegué sin querer una tarde en la que los vecinos me preguntaban
entre otros cientos de cuestiones si me gustaba mi casa. Una niña famélica se
me acercó y me dio un pellizco sin
mediar palabra, mordiéndose el labio inferior, como para hacer más fuerza. Me
pareció una especie de fiera y me sentí larva, hormiga, menuda, vulnerable. Me
quedé un tiempo indeterminado mirando el agua de la acequia que llevaba islotes
de vegetación suspendida que sobrevolaban las libélulas y pensé en las anguilas
que estaban en la esquina de la bóveda, por donde penetraba un chorro de agua limpia de la otra azarbe, en
cómo boqueaban cuando las pescaban, en todos los que estábamos allí al mismo
tiempo pensando cada cual en lo suyo, y quise averiguar qué pasaba por la
cabeza de cada uno de los que miraba agonizar al animal, fijándome en la
expresión de indiferencia de sus caras, como si aquellas pieles curtidas contuvieran
en su frialdad un secreto novelesco y vergonzante que no era más que costumbre.
Fijándome mucho a veces logré encontrar
el por qué de algunas cosas, y casi siempre me equivoqué al intentar leer en
los surcos de las caras.
Aquel
agosto pesado tuve la certeza de haber encontrado la vida debajo de cada
piedra, en el aire, en el agua. Azul, marrón y verde. Rosa de cielo, rojo de
atardecer, cascabeles de agua, cigarras, grillos y pavos reales. Cada lugar era
mágico, cada árbol me invitaba a pasar mi mano por su tronco. El descubrimiento
de aquellas primeras horas perdura en cada momento en el que salgo y encuentro algo de aquel paisaje
virgen de mujeres embozadas y hombres cavando la tierra, en cada puñado de esa tierra
que es como aquella donde a veces, encontré un fósil de un bivalvo gigante y me
paré como aquellos hombres enigmáticos, con idéntica expresión, en el mismo
lugar, con aquella fascinación que
llevaba a especular cómo había sido el que en otro momento había estado también
allí, embriagado de las gamas de marrones que iban cambiando a medida que
entraba el agua por las compuertas...
Felices fiestas