En el
suelo destacaba un arco iris; un haz de luz atravesaba del cristal de la
puerta.
-A
ver, si es tan amable, cierre.
Santi
estaba parado delante del espectáculo cromático que formaba el sol en el suelo.
Al levantar la cabeza la vio y pensó que era hermosa, y sintió que con ella
hubiera sido feliz y que podría acostumbrarse a vivir con una mujer que huele a
pan y a mantequilla, a azúcar tostada y
a canela.
Se
llevó un bollo de crema, que ella cogió con cuidado. Ella le dijo el precio con
una sonrisa. Pagó y recibió el cambio. Salió saltando por encima del rayo de
sol.
Judit le vio saltar y pensó en Román y en su alegría, en cómo la cogía de la mano
para que ella saltara. Román entonces estaba fuerte y hablaba como un ser
iluminado y enciclopédico. Su mente era tan rápida que apenas podía hablar
despacio y las palabras le salían dando acelerones de la boca grande y
sonriente. Román también quedaba fascinado ante la luz descompuesta en colores,
y miraba a Rosa, la pescadera, con ojos de tiburón miope, y la requebraba de
una manera enrevesada y chocante.
-La
deseo desaforadamente, desesperadamente, lujuriosamente, Rosa.
Rosa
reía y ponía su todo su ingenio para salir del trance.
-No
es buen tiempo para el pulpo, no…
Román
murió un día a las tres y media, después de ver los deportes, y desde entonces
nadie ronda a Rosa. A Román no le importaba que Rosa oliese a pescado, ni que
llevase la pechera del delantal llena de salpicaduras de tinta de calamar y
tripas de caballa. Román la poseería de acuerdo con su propia idea del amor
romántico, estaba convencido de que ocurriría, como convencido estaba de su propia
muerte.
-Claudique
Rosa, que me queda poco y casco en breve.
Rosa
reía con ganas al escucharle, pero cuando lo recuerda, no puede.
El
día que murió Román, Judit se murió un poco también, y se quedó crucificada
como esos pulpos que secaba su tío cuando venía de Tabarca, y que eran un
manjar, porque sabían a mar solamente. El pulpo secándose al sol, partido con
la navaja, era el preludio de un almuerzo en el que nadie podía excusarse. Román
y ella rayaban tomates, quitándoles antes el ácido y las semillas. Partían
después una cebolla que crujían en un plato con un polvo de sal que después
enjuagaban en el lebrillo. La cebolla y el tomate, regados con suficiente
aceite hacían de lecho al pulpo y a unas aceitunas negras de Aragón. Judit nunca volvió a comer aceitunas negras, ni probó más el pulpo seco. Sí que
conservó la costumbre de tostar el pan y después aplastarlo para verter el
aceite gota a gota, tal como él le enseñó, como lágrimas.
Santi
ha visto a los pescadores en la playa. Uno de ellos exhibe un pulpo seco. El
pulpo se ha reducido a la tercera parte de su volumen original. Santi quisiera
poder acercarse a ellos y tocarlo, incluso problarlo, si le dejaran. Santi,
después de haber visto la luz colorida en el suelo del horno, una vez que la panadera
le ha vendido un bollo y le ha dado el cambio llevándole a la nariz unos toques
de vainilla, se siente preparado para enrolarse en un barco de pesca. Tal vez
entonces fuera libre y feliz, sin todos los sinsabores pequeños, sin esa mujer que
le acompaña y que se ha vuelto una desconocida,
esa mujer que lee su anhelo sin preguntar nada. Ana, esa mujer, se ha
sentado callada a mirar las olas
mientras él compraba algo para comer. A Santi le ha recibido con un gesto amable la panadera que él imagina
solícita y golosa. Se ha quedado grabada en su piel de manera enfermiza y al
pensar en ella apenas puede respirar. Durante muchos días, Judit vagó por los
laberintos de la mente de Santi. Siempre le han dicho que no sabe lo que
quiere, y hoy, ya lo sabe: quiere que su vida sean bollos de canela y
costillas, milhojas y tarta de Santiago. Quiere que Ana desaparezca y que él
sea deseado por Judit como Rosa lo fue por Román. Aunque Rosa, a quien deseaba en
realidad era a Ana, y Ana a Rosa. Ambas estaban esperando el día en que Santi
se fugara con la panadera, aunque iba a estar algo difícil, porque Judit estaba
amojamada y triste como el pulpo de la playa desde que Román se murió, sin que
nadie le tomara en serio, a la edad de treinta años.
Pardiéz!!! que bien escribes, condenada. Un abrazo de pulpo no seco y oliendo a pan tostado con aceite y algo de canela.
ResponderEliminarY en días como hoy, con Tabarca al fondo, que parece que puedes cogerla con la mano. Un abrazo <8>
EliminarPrecioso.
ResponderEliminarGracias Gonzalo. Un abrazo ;-)
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