La vida microscópica
obsesionaba a María, que miraba las almohadas con repugnancia desde que en la
consulta del pediatra había visto un ácaro del tamaño de su cabeza fotografiado
en la publicidad de un laboratorio farmacéutico al lado de otra foto, esta de una
enfermera, que decía con el índice sobre los labios “silencio, por favor”. Le
dijo el doctor a María que los ácaros se alimentaban de restos de su piel, de
su pelo, que vivían en la ropa de cama, en las sábanas, que sólo el sol y una
buena limpieza les destruía y que vivían en todas partes. A María le pareció
horroroso, y tuvo pesadillas con ellos. Les veía voraces, insaciables,
persiguiéndola sin tregua. María a veces también soñaba cosas absurdas que
olvidaba casi inmediatamente. Últimamente sueña que tienen una relación tórrida
con el señor Salvador, un vecino al que solamente da los buenos días. Cuando
esto ocurría María se levantaba aturdida y con una jaquequilla incipiente:
- He soñado que era una
perdida, decía a Faustino.
-¿Ha sido divertido?
-Agotador, decía María con
media sonrisa.
María mira la almohada llena
de ácaros mientras hace las camas: dejará las ventanas subidas hasta arriba
hasta que quede sol o hasta que la señora Rosa empiece a hacer fritura. Por la
noche notaba que dormía sobre montones de cadáveres de arácnidos diminutos que
no paraban de aumentar noche y día. Si afina su oído puede escucharles crujir
bajo el peso de su cabeza, puede también oír las patitas de las cucarachas en
el suelo, las carcomas de los muebles, el revoloteo de la polilla que topa una
y otra vez contra la bombilla del pasillo. La escucha debatirse en su batalla
inútil, hasta caer fulminada. María sabe en qué instante dejan de moverse sus
alas algodonosas, cómo se desprenderán las escamas, cómo sus antenas dejarán de
olfatear al otro, renunciando a su destino vital, dejando su cuerpo regordete y
peludo a merced de escarabajos y hormigas, en una actividad incesante cuyo
sonido la incapacitaba para dormir con sosiego día tras día. María suda y se
retuerce de noche, sestea de día, presa de angustias inconfesables, repulsivas.
María saluda a la muerte en mitad de una pesadilla, huye de su abrazo y su
guadaña, se muere de miedo cuando va por
el pasillo y todos duermen sin reparar en ella. Podría ahora mismo devorarla
una fiera y nadie lo advertiría. Podría salir un monstruo de entre las sombras
y su sola presencia le helaría el corazón. Entre las flores del papel de la
pared aparecen caras conocidas que creía haber olvidado, sombras chinescas que
se alargan cuando los coches pasan por
la calle y los faros alargan las siluetas desiguales que se proyectan en las
paredes. Un grito agudo despierta a la niña, Faustino se levanta y arrastra
a María con él, con una mezcla de lástima y fraternidad que no deja
espacio más que para la pena alimentada y egoísta de esta pobre mujer, que es como la llamaba Faustino para sus
adentros. Una vez que ella se metía en la cama, enfundada en aquellos
calcetines horrorosos había al menos media hora de sosiego; el hombre resoplaba
casi de forma inmediata, un acto que podría interpretarse como una falta
absoluta de delicadeza, pero que era mucho más que todo eso: era el agotamiento
de muchos años de repetir el mismo ritual de perderla en la habitación y
rescatarla entre la cocina y la salita. En ocasiones María empezaba un llantito
irritante y continuo, hasta que Faustino la acurrucaba contra su cuerpo,
ahogado por la compasión, preguntándose
interiormente con estupor “¿era esto el matrimonio?”
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