martes, 7 de marzo de 2017

Ya está

Salvador está con la mirada gacha. Sentado en el bordillo de la calle, con las piernas estiradas sobre la arenisca de la calle, apenas parece vivo. Su respiración, profunda, relajada, mueve a pequeños golpes la vena del cuello que sobresale aún, como fruto de un esfuerzo, de una tormenta. Está Salvador con los ojos fijos en un punto que parece perderse en el horizonte castellano, sobrio y plano.
Ya está, dice uno. Está como muerto, dice otro.
Salvador no parece alterado. Su cara es como la de un pastor de un nacimiento. Tiene las facciones grandes, el pelo ovillado, la nariz prominente. Parece que a su espalda le falta cargar con un cordero que sirva de ofrenda. En la espalda lleva manchas de cal. Se pegó a la pared, casi reptando, esperando no ser visto, acechante. Pobre Salvador, dice una mujer que pasa y le mira con pena y espanto. Pobre Salvador, dice entre dientes, pero se le entiende. Pobre Salvador.
Salvador mira hacia su derecha, donde una manta escasa cubre un bulto. Unos pies salen de él. Pies que no andan, pies que ya no corren ni escapan. No siente pena ni dolor, sentado bajo el sol de la tarde, que se vela tras unas nubes que vuelan una tras otra. Qué paz, piensa el hombre. Ya no la molestará más. Ya no más advertencias. Una ya fueron muchas. Que se lo dije, dice el hombre. Que le dije que le buscaría. Ahí estás, te lo dije, te lo dije...
Salvador yergue la espalda cuando le llaman. No le queda más que ser un hombre ahora. Voy, dice al que le llama. Salvador, te has vuelto loco, Salvador, no sé qué te ha dado, Salvador, te has arruinado la vida. 
Que se tape, que la dejen cambiarse de ropa, que la dejen descansar, dice Salvador a un hombre que parece mandar a todo el mundo. El hombre no debe decirle nada y le mira con ojos ovejunos. Que lo haremos lo mejor posible, le dice al fin el hombre, que no se preocupe usted, que ahora ya intentaremos hacerlo todo bien. Que lo suyo está peor, porque le han visto. Le han visto, Salvador, que le aguardaba, que le ha disparado en el pecho sin mediar palabra.
Salvador sólo ve la blusilla rasgada una y otra vez, ese lamento de gato, la sangre en la pared, en la mesa, en las sábanas. 
Ha perdido el juicio, dirán. Ha echado su vida a perder, dirán. Lo que digan ya no le importa. Su venganza atávica se ha materializado y ahora se dejará llevar por el aire que va poco a poco refrescando el rostro congestionado, el cabello ceniciento, la mirada abisal que se ha aposentado en Salvador, padre de su hija, hoy más que nunca.

6 comentarios:

  1. Aquí un corazón pequeño, después de leerte, gracias Angélica!

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  2. No sé, Angélica, si dotar de emociones humanas a quien se ha entregado a la ola del instinto primario, es ser demasiado generosa. No sé.

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    1. Tampoco yo sé. Es una foto vieja de un suceso que casi todos habrán olvidado...

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