Todos
tenemos un clon. Hoy he encontrado al de Luis Barbero, aquel hombre
imprescindible en el cine de los 60, rescatado para la tele en color con
acierto, tenor zarzuelero, hombre de tablas.
Su
copia, ligeramente más joven, llevaba las mismas gafas, tenía el mismo pelo, la
misma nariz, el mismo gesto afable. Nada en él desentonaba: unos pantalones de
tergal azul claro con una camisita de rayas multicolores planchada con esmero,
con esa marca antigua del canesú que se continúa en la manga. Eso hace mucho
que no se lleva, pero quien lo haya hecho ya sabe de qué hablo. Pues bien,
estaba el hombre sentado bajo un sol de justicia, enfrente de unos gitanos que
vendían cestos de esparto, esos cestos maravillosos que imitan un encaje. Les
separa una rotonda. En cada salida hay un vendedor improvisado. Hoy, cestos y
naranjas. Y el clon.
Este
hombre, al que no he puesto nombre todavía, lleva unas zapatillas de rejilla y
los pantalones lo suficientemente cortos como para que al sentarse se le vea una
pequeña parte de unas pantorrillas
blancas desde hace años, libres de unos calcetines (que supongo de espuma, a
juego con el tergal) que acaban en unas zapatillas de rejilla, aireadas y
clásicas. Ya les digo, todo en él es coherente, y tengo al menos dos minutos de
coche –por un atasco- para empaparme de su atuendo, veraniego y ochentero,
antiguo como el de la gente que ha decidido que ya tiene suficiente ropa hasta
que casque, porque ya se le han casado los hijos, le han comulgado los nietos y
no esperan eventos de tronío en los próximos años.
Está
sentado con la barbilla sobre el pecho y
las manos cruzadas en el regazo, en un estado de tranquilidad total. La silla
que ocupa, de esas de resina blanca que pone una en el patio, está al lado de
una sombrilla, que asimismo está dentro de un bidón relleno de algo que le hace
de base. Está sentado en la silla de una chica que está a punto de desaparecer
de mi memoria para siempre, porque se esfumará por aquello de la rentabilidad y
el negocio, y será reemplazada por otra que ocupará idéntico lugar en esa
estructura económica que fagocita mujeres y niñas cada día.
(Las
caras de las chicas cambian tanto que las termino olvidando.
Intento
mirarlas a la cara para que existan.
Quizá
alguien las añora y las recuerda.
Me
gusta pensar que es así).
La
chica que ahora no está ocupa normalmente esta silla barata salvo ese tiempo en
el que está siendo explotada por algún hombre (con alpargatas, camisa
planchada, calcetines caídos, un vecino, un hermano, un padre, un tío, un
abuelo) o algún chaval a la última (un hijo, el amigo de un hijo) …Una chica
rubia natural de piel blanquísima que pasa el tiempo leyendo mientras espera a
su violador de turno.
Desconozco
si el abuelo que les digo es intermediario o cliente, pero no está ahí por
casualidad. Está ahí cimentando lo de siempre, que es predicar la libre
elección como mantra, como coartada, como argumento de peso para que no se nos
ocurra escupir en esa calva venerable que se tuesta bajo el sol, aunque no lo
bastante según mi opinión y deseo. Esa
silla en mitad de la carretera es prueba diaria de que el patriarcado muerde
fuerte y hace esclavas. Ese hombre de aspecto vulnerable al que –pondría la
mano en el fuego- nadie va a toser, es
la prueba de que se ha normalizado la explotación de las mujeres hasta el punto
de que donde debiéramos ver marginación, delito y sufrimiento, no vemos más que
gente que pasa, como si paseara, como este viejo tomando el sol, como si fuera
casual su presencia en ese punto del arcén, casual como el bidón, la sombrilla
plegada, las bolsas que contienen esas revistas que ella lee cuando vuelve de
lo que alguien bautizó una vez como “servicio” y que están tiradas en el suelo
al lado de ese hombre que parece hallarse a un paso del nirvana, maldito sea.