Vivimos
en un estado social, democrático y desmemoriado. La memoria se cubre bien las
espaldas, se deja reinventar y reescribir, se llena de frases imaginadas en los
despachos, en los ministerios y los partidos. Es complicado saber qué hay de verdad
en la historia. Mis profesores de primaria (de FEN, aunque con otro nombre)
escrupulosos y devotos, nos hacían leer unos textos que se titulaban “historia
y leyenda”, sin que nos quedara nunca claro dónde acababa una y dónde empezaba
la otra.
Con
los años me di cuenta que el hueco que ocupa la leyenda pertenecía en realidad
a la historia. Parte de mi historia se llama Manuel Hurtado. Nació en Rojales,
Alicante. Murió en una saca en la cárcel de Alicante en el 39. La leyenda dice que era sospechoso de ser violento. La historia dice que aunque su
pena de muerte estaba conmutada, se le ejecutó. Alguien extravió conscientemente
ese papel que le liberaba de una sentencia de muerte fruto de un juicio
sumarísimo , llevado por vaya usted a saber qué bilis. Alguien advirtió de la
circunstancia, contraria a cualquier código que exista. Se le llevó aún así al
paredón. Que yo sepa nadie pagó por ello. Fin.
Adhesión
a la rebelión. Una hija. Una mujer muerta de parto. El exilio y la cárcel para
su madre. El silencio de parientes y vecinos: una invitación al olvido en toda
regla. Represaliados y conscientes recordamos lo poco que de él sabemos: que
creyó en un mundo diferente, en la libertad y en la igualdad, que se mantuvo
firme en el trance.
El
miedo arraiga fuerte. Entonces había hombres que espiaban las blasfemias tras
las tapias, confidentes, chivatos, sabandijas. Aceite de ricino y camiones de
uniformados. A cantar por mis cojones. Eso también era España. España historia,
no España leyenda. Ya no valen medias tintas. No se puede blanquear la miseria
de dos generaciones, el trauma que se
transmite, esa manera de odiar al otro, aprendida en esa escuela de delación
cainita de la que aún perviven herederos que fueron rentistas miserables,
caciques roñosos, esa clase parasitaria y servil que se llama a engaño porque
el mundo ha cambiado y no les gusta.
Tampoco
le gusta a otros, amantes de la leyenda, parias de pleno derecho, sin posibles
y sin futuro, estrambote y coletilla de los mantras escupidos a las audiencias
sedientas de un mensaje peor. Lo peor es pensar que se puede pegar un tiro, que
Dios tuvo algo que ver en aquello, que vendrán a salvarnos de los pobres más
pobres unos señores siniestros que debieran ser pretérito perfecto. Si es verdad
que la patria del hombre es la infancia, no puedo dejar de olvidarme de la mujer de
Manuel, en un retrato color sepia, y la cara de espanto de una señora cuando
quise saber su historia. Tardé más de treinta años en saber toda la verdad.
Como para dejarles avanzar siquiera un paso.